jueves, 18 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Daidalos, ángel errante

Por Saulo Tertius

Vísperas

Camino por el borde del mundo. Las aguas duermen negras y fétidas hacia la desembocadura del Río Profundo. No hay razón ni misión que conduzca los mis pasos por el boulevard sombrío y casi deshabitado. Los sanmanatienses se mueven en cardúmenes por los escaparates de la calle de Villanos y se aduermen más allá en los mercados y las plazas en búsquedas que les alivien los vacíos.

Hace casi una hora sanmanatiense que comenzó la noche, pero la gente sigue dándose las buenas tardes. Sus raros relojes dividen los días en doce horas diurnas y doce nocturnas y antinaturalmente sus días nacen y mueren hacia Maitines, en lugar de Prima, cuando adviene el sol; del mismo modo antinatural que su año comienza en Ianuarius en lugar de Martius. La medición del tiempo es…

Lo veo. Esta solo y su largo cabello se mueve con la brisa. Es un anciano delgado, casi calvo y tiene cicatrices en la cara y los brazos. Va vestido con toga y sandalias que le dan un aire clásico aunque humilde. Me acerco con cautela tratando de no ser una molestia, me atrae a conversar con él ese par de alas agazapadas en su espalda.

Me paro junto a él contemplando la negrura de las aguas pegada a la negrura de los cielos. Permanece inmóvil y pienso si no será una estatua o habrá muerto de pie.

Completas

Estoy perdido, mi pensamiento da tumbos en la negra eternidad de la bahía y repasa mis trece vidas de modo inmisericorde, es mucho dolor acumulado, demasiada angustia para seguir cargando, como si estar en San Manatí fuese… Sin mirarme me dice un par de cosas. Su lengua me confunde, es latín.

No, no lo es, es la vieja lengua de la hélade, que reconozco a fuerza de escuchar a Eneas y Dido, que no paran de parlotear nunca sobre cómo huyeron del palacio incendiado de la añeja Cartago y cómo luego se separaron de su tripulación desde hacía muchos mares con el favor de Poseidón, como si su historia fuese gran cosa aquí, donde recala toda clase de misterios, historias, lenguas y mensajes embotellados. Como sea, parecen felices viviendo en la holganza absoluta con un auditorio que se renueva diariamente en la taberna del hostal.

Si, usa palabras como las de ellos, pero su modo de hablar es más arcaico, casi salvaje, me parece. Dice otra vez:

– No soy un ángel. Añade: – Si lo fuera, no podrías verme. Créeme cuando te digo que hace más de mil eternidades que vago por los cielos y los mares de esta y todas las versiones que se han hecho de la tierra.

Me parece que exagera, mil vidas humanas quizá ¿pero mil eternidades? Se vuelve y me mira con sus raros, cansados ojos de anticuario. Quiero decirle que soy un rapsoda, que quiero que me lo cuente todo. Parece leer mi pensamiento y suspira. Su mente me dice: – He visto tanto… y entonces un maremágnum de imágenes, olores, sabores, dolores, miedos y felicidades me invade y me deja sin aliento.

Me mareo, el golpe de su pensamiento es imbatible, me llena la cabeza de percepciones sensoriales que se mezclan con mis propios recuerdos; hay nombres, rostros, viajes, dolores, miedos, horror, incertidumbre, felicidades, muertes… antes de que pueda caer al mar su mano comedida me detiene y las imágenes se apartan. La negrura caliginosa del ambiente ya no me rodea, está dentro de mí.

Algunas ráfagas de su pensamiento me invaden acompañadas de fotofobia, dolor de cabeza y fiebre mientras lo veo o soy él, su angustia, su locura prisionera en un gallinero lodoso en algún pueblo del Caribe donde me avientan migajas y se burlan. Soy él y me visita una nación de enfermos en espera de un milagro para cada uno, militares que forcejean con sacerdotes, mientras las gallinas me picotean las alas en busca de parásitos. Soy él y temo a la muchedumbre, mis alas están implumes y no puedo escapar de ahí, luego el dolor repentino en el costado: me han quemado con un hierro de marcar ganado, es insoportable, no puedo seguir aquí, no…

Maitines

Abro los ojos. La brisa y el hombre de las alas siguen ahí. Me pongo en pie. Ahora está sentado con las manos juntas en actitud de oración, tiene los ojos cerrados y las alas extendidas. Contemplo su blancura, son enormes y muy fuertes.

– Mi nombre es Daidalos y purgo una condena de eones por causa de mi ambición. Fui el padre de Iápix, e Ikaros. El primero se quedó con su madre, ahí en Creta, donde construí el laberinto de mi perdición, el segundo, me han dicho, cayó al mar, pero yo sé que se perdió cuando atravesó una ventana de entre mundos. Lo busco y lo espero desde entonces.

Me habló de los mitos que han recrudecido su dolor, de Icaria, la supuesta tierra donde su hijo halló la muerte y de la supuesta ofrenda de sus alas al dios Apolo en el templo de Sicilia. En realidad, los dioses lo habían castigado haciendo que las alas fuesen parte de su cuerpo y que vagara de eternidad en eternidad para escarmiento de los malos padres que han extraviado el tesoro divino que son los hijos.

Me cuenta Daidalos que le adjudican otros crímenes, como la muerte de su sobrino Pérdix, al que ni siquiera conoció, el sufrimiento del Minotauro, hijo del rey Minos y lo sucedido a la bella Ariadna. Los dioses manchan su nombre y no le perdonan pese a lo mucho que ha expiado sus culpas y que si algo le mantiene entero y no es un montón volador de enloquecidos harapos aullando por el cielo, es la certeza de que en cualquier momento encontrará a su amado Ikaros, volando por ahí sobre los mares o esperándolo en alguna dársena.

Laudes

Callamos. Daidalos permanece a veces más quieto que las paredes. Yo levanto la vista tan pronto algún aleteo me sorprende. No hay sanmanatienses cerca, excepto los policías que patrullan el boulevard y los hedonistas discípulos de Dionisos dedicados a su culto más allá al borde de la bahía y cuyos ecos apenas llegan a nosotros.

Sigo aturdido por su invasión a mi cerebro, es casi Prima y se pone de pie. “No será hoy, no será aquí.” Me dice y separa y sacude sus alas. Se despide y me ordena que me aleje. Su batir de alas desata un ventarrón apocalíptico, me aferro a un poste y trato de no perder detalle de su vuelo pese a la basura que ha entrado en mis ojos.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Yo, lector

Las versiones perversas del señor J
Por Juan Pablo Picazo

A Jaime Echeverri, se le perdió el nombre una noche, mientras escribía la historia de Antonio di Puccio Pisanello, y vino a encontrarlo luego de un luengo periplo. La noche del extravío, al descubrir que su nombre no estaba, levantó el teclado, removió los cuadernos, afiló los lápices y sacó la tinta de sus plumas, pero no estaba bajo las teclas ni entre las hojas y tampoco en la viruta desprendida de unos y la tinta esparcida que las otras dejaron.Tratando de serenarse, fue a la cocina en busca de algo qué beber, pero olvidó ese propósito cuando descubrió que ahí tampoco estaba su nombre; así que salió a la calle a buscarlo, acaso el viento se lo hubiese llevado sacándolo por la ventana del estudio.

Encontró entonces a un ciego que estaba sentado en una piedra polvosa y le hizo la pregunta pertinente. El ciego –quien llevaba en el rostro una feroz expresión de amargura acumulada durante décadas- dijo: ― Vete, no diré una verdad más, ya no soporto la sorpresa cada vez que enuncio una, ni el dolor de haber perdido mi juventud buscándolas.


Jaime Echeverri (a quien llamaremos sólo Señor J, a semejanza del Señor K, el de los libros de Kafka mientras no encuentre su nombre), vagó durante constelaciones en la búsqueda que ya sabemos y cierta vez, cuando andaba algo desorientado por los callados y nocturnos pasillos del Louvre miró a la Mona Lisa de Da Vinci y, descubriéndole una sonrisa sospechosa, tomó sus manos por ver si la quiromancia aprendida le daba la respuesta, pero las manos de quien llamaban La Gioconda, no pudieron revelarle nada.

Dicen que de tanto ir y venir de un lado a otro en pos del nombre perdido, el Señor J se olvidó de lo que había olvidado y estaba buscando, así que entonces se dedicó a desentrañar los misterios del olvido e hizo de todo para aprenderlos, incluso apuntó concienzudamente cada nuevo descubrimiento para no olvidar todo lo que había aprendido acerca del olvido.

Se hizo amigo de Giaccomo Casanova, creado por Francesco di Ruggiero, con quien también trabó amistad, con ellos se dio a la tarea de explorar todos los secretos del mágico reino de Erión cuyo oro líquido han codiciado todos los hombres de la tierra, aún quienes dícense célibes o débiles o flébiles; como quiera que sea, el Señor J aprendió, apuntó y prosiguió su búsqueda.

Un día acudió con Gregorio Samsa, juez de Praga, para levantar una denuncia por la pérdida de su nombre, llevó como testigo al mismísimo Señor K, quien contó una peripatética historia de colmillos; hasta que llegando solitario a Sarajevo, en lo oscuro de la noche, reflexionó sobre la civilización, la burocracia y el orden público normal y decidió que era humano, demasiado humano y que aceptaría su liberación que la pérdida de su nombre le había dado y a partir de entonces usaría sólo la abreviatura, pues eso le hacía sentirse como pez en el cielo. Entonces oyó una voz que le ordenó: ― Escribe lo que has visto y firma lo escrito como si te llamaras Jaime Echeverri. Y así lo hizo.

Versiones y perversiones (Casa Juan Pablos | ediciones sin nombre, Colección Los libros de la oruga, México 2000, pp. 57) es una colección de 29 relatos que transitan por los diversos mundos que este escritor nacido en Colombia es capaz de conquistar: desde la realidad más cruda, hasta la difícil esfera de la llamada literatura fantástica. Echeverri, quien reside en Cuernavaca desde 1997, despliega ya con solemnidad ya con desparpajo las visiones que como artista ha tenido a partir de los hechos que lentamente van formando parte de su propia biografía.

Autor de obras como la novela Reina de Picas y el libro de cuentos irónicamente titulado Historias reales de la vida falsa, Jaime Echeverri es un escritor que deambula lo mismo en las minucias que convierten la realidad vulgar en hechos altamente literaturizables o camina desganado en laberintos imposibles donde lo que es magia tiene que ver con los pasos diarios y la leyenda con la amargura absoluta al descubrir que uno había encontrado desde hace mucho, la verdad más afanosamente buscada.

(Comentarios: juanpablo.picazo@gmail.com)

sábado, 13 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Los ojos sordos, ciegos los oídos

Por Saulo Tertius

Decía Sancho, el inseparable escudero de Don Quijote de la Mancha, que el miedo tiene muchos ojos y lo ve todo debajo de la tierra y cuanto más encima en el cielo. Así que es subjetivamente incontrovertible, que observados por su propio miedo, nacen los hombres y mujeres de todos los mundos habitados. Claro que en los deshabitados nadie nace, pero el miedo vive igual en la santa paz de su reino inalterado demostrando que existía desde el principio de la eternidad como sustancia activa del caos.

Luego entonces, es exacto afirmar que son los seres y no el miedo, quienes han roto alguna interdicción de eones incontables en que él, el miedo, imponía la salud de su silencio sobre cada mundo conocido; donde sólo se escuchaban los murmullos de la naturaleza intacta, eterna y pura. La prueba de que fueron ellos, los seres y sus cosas, está en que sus sentidos no abarcan tanto como los ojos del miedo, pues hay seres que no tienen ojos sino “manchas ópticas” o son planos como los lenguados y las mantarrayas y tienen ambos ojos en el mismo lado del cuerpo.

El miedo desde entonces intenta recomponer todas las atmósferas desequilibradas por causa de los animales que teniendo ojos nada ven, como los santos de las iglesias, los murciélagos y los tiburones, seres de oído y olfato que han permanecido una larga vida incrustados en los horrores atávicos que el miedo nos ha dado para retomar pausado e inexorable el control de los dizque mamíferos superiores, esos de mirada estereoscópica y febril, pero igualmente ciegos predadores natos de su propia especie y sus muchas razas, clanes, tribus y familias, antediluvianas bestias que compiten por atesorar bisutería en los alhajeros y grasa en el tejido subcutáneo abdominal.

Don Alonso, Sancho y yo, hemos hablado mucho sobre el tema mientras bebemos buen vino en la taberna de Don Jaziel Ben Josías, llamado también el judío sedentario. Lo hacemos siempre que vienen aquí atravesando por la ventana del río Profundo. Así hemos llegado a estas conclusiones. Bueno, al menos Sancho y yo, que Don Alonso de Quijano jamás se deja seducir del todo por los dichos de su escudero, menos aún de los míos como se entiende, pues para él soy un salvaje salido de un tiempo donde ya nadie viste armaduras ni rescata doncellas y donde los bárbaros de mecánicas monturas lo enjaulan cada vez que arremete contra el cíclope del ojo brillante que ilumina la bahía por las noches.

Don Jaziel a veces interviene y confronta nuestras teorías con los mitos de su pueblo. Cuando tal hace, Don Alonso lo acusa a él, a su padre y a sus abuelos, de matar a quién sabe qué Salvador y tenemos que calmarlo, pero sólo le ocurre cuando los vasos de vino que hemos bebido rebasan el contenido de unas cuarenta damajuanas. Con todo, el nieto de Moisés jamás se ofende, parece disfrutar los asaltos de Don Alonso, a quien mucho quiere dice, porque ayudó a otro cliente suyo, un así llamado Cide Hamete Benengeli, a escribir un libro a muchas manos sobre sus azarosas andanzas, sin saber que lo que escribes aquí, es verdad en otro lado.

En fin, que una vez dormido Don Alonso sobre la mesa de madera basta de la taberna, el buen señor Panza y yo conversamos todavía en torno a la mucha vista del miedo y la culpa de esos ciegos de las orejas que son sordos de los ojos, mancos de los pies y cojos de las manos, quienes abundan en casi todos los mundos gobernándolos y suponemos que son los peores, pero como no hay más damajuanas por beber y también Don Jaziel duerme sobre su propio brazo todavía sentado a nuestra mesa, para no ser faltos de modales, Sancho y yo -más bien yo, porque Sancho hace rato me ha dejado hablando solo-, me solidarizo con su sueño.

Está visto que jamás les contaré nada medianamente bueno sobre estas azarosas tierras excepto esta clase de desaguisados, una disculpa y ya veremos si en la siguiente puedo contarles algo mejor. Hasta entonces.

viernes, 12 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Acostumbrados ritos

Por Saulo Tertius

Los rituales diarios tienen cierta misión de salvamento. Su alteración causa ondas expansivas que lo afectan todo, unas veces imperceptiblemente, otras hasta el punto de abrir agujeros negros en mitad de las desconocidas constelaciones de la Andrómeda o causar la muerte de algún gusano de arena en Arrakis e incluso fuertes conmociones en la bahía omnipresente y silenciosa de San Manatí, centro del universo.

Lo cierto es que nunca he podido asirme a ellos, si bien lo he intentado porque conozco su labor disciplinaria. Sobre todo por la rara soledad que ejerzo, tan llena de matices e intensidades que lo mismo se nombra laberinto en el que crezco enfurecido minotauro tratando de alcanzar una Ariadna inasible que soy muro de callada piedra, inmune al paso de los siglos, a las letras que graban los amantes, sordo a las lamentaciones de viejos profetas, indiferente a las piedras o la metralla con que soy herido.

Las brujas del Clan de los manglares tienen razón, parte de mi sangre es como la suya y por eso puedo oír las voces ocultas de la gente o tener visiones fugaces de cosas de otro tiempo o bien, moverme entre los mundos que los míos y los suyos habitan en su ignorancia feliz, su indiferencia ante el horror que les respira en la nuca y a la cual asignan limpios nombres “clínicos” nacidos de la tozudez del santo que más veneran, San Segismundo de Viena, pues aunque no todos son sacerdotes de su culto, la mayoría cree en la verdad de su palabra y la de sus apóstoles de la Galia, Helvecia, Germania y otras naciones.

Me viene a la mente que para ellos casi todos los viandantes de otros mundos, rapsodas, aedos e incluso sabios de otras ciencias ajenas a la Iglesia Universal Segismundiana, deben ser llamados de una sola forma ¿cómo era? esquizoalgo, que nada tiene que ver con la exquisitez, estoy seguro.

Ah, pero rodeado de mi tribu termino por aparejarme a los rituales colectivos y me coloco en uno de los focos de la elipse, aunque a veces sienta la gana de salir a recorrer los mundos, blandir viejas espadas, tensar los arcos, refutar emperadores, regresar al laberinto en que furioso minotauro persigo una Ariadna inasible, lo que me lleva a entender a esos pobres miles de millones que se mueven en uno y otro lado de la ventana que carece de pared.

Va y viene la gente con el tiempo colgado al cuello o atado a la muñeca, dependiendo de qué lado de la ventana que hay en el mangle esté uno. Van y vienen defendiendo sus tribus y territorios, haciendo la diaria labor para calmar sus estómagos y sus necesidades de ser diferentes cuando ninguno es idéntico, pese a todas las igualdades por las que han luchado.

Me invento el ritual de mirarlos y escribirlos, el de caminar entre ellos y dibujarlos, el de trabajar según su usanza y guardarlos amorosamente en mis crónicas, o dormir aterido de frío en este trópico dañado ya por los nortes o por los huracanes. Me apego a esos nuevos rituales mediante los cuales entiendo sus dietas a base de venados y cerdos; sus pasatiempos de alcohol, balones y danzas; sus días de fiesta, su música rasposa e imprudente.

Qué va, hoy sí que quería contarles algo, pero visto está que no he podido. Otra vez será, guarden la esperanza de ello si el favor me hacen, hasta luego pues.

sábado, 6 de diciembre de 2008

El triste e incomprensible día que se me perdió para siempre uno de los sábados de San Manatí sin mediar señal ninguna, excepto la migraña


Por Saulo Tertius

Viernes. Dies Veneri, dirían los antiguos romanos. Llego a mi refugio de la calle Bellacuenca llevando bajo la piel una semana de gritos y tensión, de ira ajena y añeja cólera, fobias y filias también extrañas a la extensión de mi persona. Pero ahí estoy, libre de polvo y paja cuando ha muerto la semana. Pronuncio la popular bendición universal: — Gracias a Dios es viernes. La inercia sin embargo golpea todavía y el ánimo festivo de quienes llaman a viernes de copas en la TV no me dice nada. La memoria me recuerda que el sábado aún me depara un poco de trabajo.

Lo cierto es que el hemisferio derecho de la cabeza pulsa, el ojo respectivo se ofende con la luz. Las voces del televisor se vuelven malsanas estridencias. Lo apago todo y me recuesto cuando ya el dolor, bestia desbocada, ha vuelto en su esplendor que ciega y ensordece, que causa arcadas y mareos. Un baño de agua helada alivia momentáneamente, luego los músculos brincan por cuenta propia en alguna y otra parte.

Acaso el cerebro esté partiéndose o los ojos hayan estallado en ráfagas de luz que lo inundan todo. Duele el estómago de lo mucho que se ha doblado sobre sí mismo en malabares que nadie le ha pedido. Repto cuanto puedo dentro de mí dejando afuera que mi cuerpo se las arregle solo. Veo cavernas, ciudades, recuerdos, libros, días soleados, oscuridades muy antiguas. Vida.

Afuera el viernes se sucede en un éxodo que pone rumbo a la bahía, en cuyos sórdidos bailaderos y bebederos de mala muerte se arraciman las manadas de quienes buscar desahogar sus frustraciones lamiendo vidrio, ensayando convulsiones, haciendo pugilismo de acera, lucha callejera y teatro de alcoba al aire libre bajo la mirada discreta y enternecida de la policía local.

No sé cómo pero se me ha perdido el sábado. Shabat. Dies Saturni. Un día importante para muchos porque es el día santo de cada semana. Perder ese día me preocupa; porque yo no recuerdo haberlo extraviado ni voluntariamente ni por error, pero una férrea certeza me señala. Espero que nadie en la calle me reconozca ni me acuse, porque entonces me detendrían como dicen que hicieron con Pía Cari, la antigua reina de las brujas del clan de los manglares, quien por capricho se robó la luz del sol una semana entera.

Claro que Pía Cari sólo lo hizo como milagro de coronación, pues cada una de las reinas hace algo sorprendente para que la fecha de su toma de posesión esté marcada por algún prodigio. Pía Cari incluso se dejó detener y que la registraran en los humanos libros y ya asegurada en una celda, simplemente se diluyó en el aire junto con sus cosas.

Esto es muy distinto. Esta mañana abrí los ojos y cuando gané la calle supe que era domingo. Dies Solis. Dies Dominicus. No lo había notado pero todo mundo parece haberse lanzado a la plaza, a los cafés, los supermercados, las iglesias, incluso a la Explanada de la bandera, de frente al casi mar muerto particular de esta ciudad. En fin, a recorrer los espacios públicos pero no como en el regocijo del día de descanso que practican, sino con recelo y nerviosismo.

¿Y el sábado? Me pregunto mientras les veo consultar sus calendarios, sus relojes, sus comunicadores personales de pulsera, cualquier cosa que pueda dar la fecha. A ver, cuando uno se duerme el viernes espera arribar al puerto de la vigilia el sábado. Así está mandado, no que de pronto entre uno y otro día no haya nada, ni memoria, ni hambre retrasada, ni señal alguna de lo que ha pasado. Simplemente el dicho día no ha existido.

Estoy seguro que al final podría haber olvidado el incidente, nada más normal que lo anormal en San Manatí, pero cuando aparece Cihuanicté y riéndose te dice que qué buen truco, que los sanmanatieneses andan todos espantados pero disimulan su terror de haber perdido un día que ya no está marcado ni siquiera en sus calendarios impresos y remata despidiéndose con un “te dije que eras medio hechicero”, resulta imposible no asustarse porque las brujas nunca mienten y yo no recuerdo haber robado el sábado o cosa parecida.

Guarde Dios a los sanmanatieneses y su tierra que parece una fe de erratas en evolución constante, tienen gente buena, se dice, los he visto fugazmente, pero aún no les conozco bien como para sintonizarme con ellos y poder entablar una sana relación. Mientras tanto regreso a casa, no sea que algo raro pase a mitad de la Calle de los villanos.

Hasta la próxima, por ahora como les he explicado, no puedo contarles nada, tengan sus días felices y a buen recaudo por si acaso.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Develamiento postergado

Por Saulo Tertius

– Leer y vivir. Ver y escribir. Eso más o menos constituye la vida perfecta para la gente como tú y yo.

Ni siquiera me saludó, llegó diciendo eso y se sentó frente a mí en el Woq’s. Se acomodó las gafas de aumento y leyó con su voz afrancesada lo que estaba escribiendo en mi diario personal con un lenguaje más o menos inventado por mí. Se quejó de lo obvio que era y me dijo que se llamaba Isabeau y que era una aburrida mujer inmortal que ya lo había visto todo. Miré hacia los ventanales del restaurante y era media mañana, así que vampiro no podía ser. Bruja tampoco porque son longevas, no inmortales.

Como si nada la hubiera interrumpido reinició su monólogo dejando a medias mi reflexión sobre su naturaleza: – Sin embargo uno lo nota cuando ya es casi demasiado vieja. Cuando la luz rompe con su abundante claridad las nubes de lo inmediato, cuando ya somos seres atados a la circunstancia, a los quehaceres, al tráfago de la vida común que siempre decimos añorar pese a tenerla. Cuando ya no hay modo de atar a la familia a la suerte veleidosa del malabarismo mendicante que da el vivir vida de artista, cuando ya no podemos, responsabilidad mediante, arriesgar a la aventura las necesidades de la vejez que se avecina, lenta pero inexorable.

No obstante el descubrimiento maravilla, y lejos de descorazonarnos, nos empuja a pretender que somos lo que ya soñamos durante las décadas que se ha extendido nuestra vida. Entonces hacemos el recuento de nuestros bártulos, esos que grandilocuentes consideramos nuestra obra y los mimamos con la miel de los recuerdos, los aderezamos con la sal de los detalles, los relujamos imponiendo justicieras comas o amputando adverbios y adjetivos que se antojan majaderos según el consejo que los años han añadido a nuestra humana fealdad para darle una cierta dignidad.

La miro atentamente, no parece joven sino de edad madura. Vieja no es aunque sus palabras la denuncien como tal, no creo en su inmortalidad. Sigue imperturbable: – Pero los evangelistas del destino, los mismos que susurraban al oído de la familia que el pequeña Isabeau Saint Cyr era una promesa para la humanidad, pregonan a mi oído que soy tiempo perdido, sal inmerecida, agua estancada y no sé cuántas insidias más destinadas a lograr la demolición de mi ya maltrecho ego, sobreviviente a cientos de guerras perdidas y destierros subsecuentes. Les oigo peo no presto corazón a sus palabras.

¿Sabes cómo sobrevivo? –es una pregunta retórica, no espera mi respuesta y pienso que todos los locos de San Manatí se corrieron la voz de que hay otro loco que los oye y escribe sus historias- Sobrevivo porque me reescribo diariamente por enmendarle la plana al autor, pero siempre avanza antes de mí, además es el editor y corrige mis adiciones y omisiones, es una guerra perdida que no obstante reinicio a diario con sólo abrir los ojos y ponerme en pie, lavándome y aderezándome, lo que en ciertas ocasiones requiere de todas mis fuerzas pues amanece una devastada a causa de los sueños experimentados durante la noche.

Las canas han llegado, y me parece que demasiado pronto se van aposentando grises y discretas donde vivía un color más fuerte y definido. Traen consigo mensajes que no necesito escuchar, duelen en las articulaciones, se acumulan adiposos en la cintura, brincan con los párpados y a veces punzan también en el hemisferio izquierdo del pecho y se callan como si tal cosa.

Entonces estoy seguro de que no hay tal inmortalidad, pues no se puede tener tal cosa y padecer tantos achaques ¿o si? La escucho decir: – Ya casi me vuelvo gris, luego blanca, dice. Ya casi mi voz alcanza el territorio de las fugaces enramadas de luz que les nacen a las nubes las noches de tormenta, en ese país donde todo el terreno es libre, puede ser que finque, si se me permite, un buen lugar donde mis líneas pasten hasta fortalecerse y pueda yo acudir al su mercado. Ya se verá, ¿Crees que debo rendirme?

Me mira y calla, ahora sí espera esta respuesta y no sé me ocurre qué decirle. Me aclaro la garganta y suspiro para ganar tiempo y entonces le digo: – No, nadie se va a rendir. Es imposible deponer las armas porque son parte del cuerpo, de la conciencia, de la respiración. Rendirse equivale a abandonar el planeta y sin los medios de locomoción adecuados, muta uno en suicida. No. Si tampoco es posible la victoria, otra alternativa debe haber, siempre hay un gris detrás del otro, no debe ser todo blanco o negro. Vida o muerte, noche o día. Lo mejor de estar vivo es que no queda más remedio que seguir estando así, a menos que la voluntad del escritor sea imprimir un giro sorpresivo en nuestra trama.

Me da las gracias y se va. Ya no entiendo, la gente de san Manatí no hace caso de mí ni de las extrañas apariciones con las que converso, mientras leo un libro tras otro y procuro respirar. Mientras escribo mi morralla más veloz que mi obra mayor, la cual avanza lenta como el movimiento de la corteza terrestre o la evolución de una estrella, lenta hasta casi la inmovilidad, pero no llega la vida perfecta, ya no.

Además debo pensar en los bastimentos con que la dinastía ha de enjaezarse y yantar para gloria del Dueño del cerca y junto, el Dador de la vida que silente nos conoce y vigila sin demasiada congoja, sin mucho cuidado.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Yo, lector

El camaleón Wallraff

Por Juan Pablo Picazo

Varios gatos hay en un cajón, cada gato en su rincón, cada gato ve tres gatos, adivina cuántos son. En esa vieja adivinanza anida un ejemplo del obstáculo para la resolución de muchos de los grandes problemas del siglo XX y lo que vamos del XXI: el enfoque. Por el planteamiento del acertijo, nos dirían los antiguos, resulta obvio que no importa cuántos gatos son sino cómo se ven los unos a los otros, desde dónde contemplan el panorama, si están echados o agazapados, alertas o en un profundo sopor porque cada gato es una nación o más en las cuatro esquinas de la tierra observando a sus vecinos.

Recelar de los otros y criticar sus modos parece un deporte sencillo y hasta saludable de tan común, porque suele defenderse como el derecho irrenunciable a la expresión del pensamiento. Sin embargo la máxima cristiana de ser buen juez censurando antes lo propio casi ha desaparecido por resultar incómoda, tanto como lo que antes llamábamos conciencia. Henry James definía a los periodistas como los perros guardianes de la sociedad porque debían asumir ese papel como un deber.

Así lo entiende el periodista y activista alemán Gûnther Wallraff, quien visita México estos días para encontrarse con la tierra que ama desde que leyó a Bruno Traven y para dictar conferencias e impartir un seminario sobre su particular metodología de investigación periodística, misma que en el más reciente número de la revista Proceso no recomienda a los periodistas mexicanos porque en estas tierras es más fácil que los maten a que deban enfrentar los tribunales, como hizo él durante años en Alemania.

Entre marzo de 1983 y octubre de 1985, el periodista Günther Wallraff se despojó de su personalidad y se transformó en Alí Sinirlioglu, inmigrante turco dispuesto a hacer cualquier trabajo por unas pocas monedas que le permitiesen sobrevivir. Para lograrlo usó peluca y lentes de contacto, y adoptó una jerigonza burda que pretendía ser alemán. Luego salió a la calle y se encontró de frente con una realidad distinta a la suya cotidiana: descubrió, o más bien, puso en evidencia, como en su momento escribió Juan Goytisolo, “los intestinos nauseabundos de la Europa superior, culta y civilizada.”

El libro de Wallraff, Cabeza de turco (Anagrama, 1994) causó una enorme conmoción al ver la luz, porque este “periodista incómodo” enfrentaba a una sociedad contra su propio rostro racista y xenófobo. Hoy, en el contexto de la primera década del siglo XXI, adquiere suma relevancia y actualidad a propósito del endurecimiento de las leyes contra los inmigrantes tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos.

Convertido en Alí, este periodista alemán asistió al infierno de la ilegalidad y la degradación humana como bracero rural, albañil, intendente, cocinero de hamburguesas y conejillo de indias de los poderosos laboratorios farmacéuticos, y fue rechazado por casi todas las denominaciones religiosas que se precian de su ayuda al desamparado, el catolicismo antes que cualquier otra. Alí debió asumir muchos otros roles que comprometieron su salud, su integridad física y su vida.

Mientras duró la impostura, lo registró todo: las humillaciones, el maltrato, los vacíos legales que aprovechan los traficantes de ilegales, la complicidad de las autoridades mientras se precisa mano de obra barata y dispuesta a los trabajos más abyectos, y su mutable actitud persecutoria cuando se trata de dar golpes efectistas para granjearse a la opinión pública.

Wallraff es también autor de El periodista indeseable, libro en que reúne varios de sus reportajes en cuyo desarrollo también recurrió a la metamorfosis de sí ante la falta de fuentes confiables en torno a un tema. En esa otra obra, anterior a Cabeza de turco, se transforma en obrero, en un empleado común, en espía, y, por supuesto, se hace pasar por un reportero amante del amarillismo para desenmascarar a un diario sensacionalista de gran tirada en Alemania, el Bild Zeitung.

La metodología wallraffiana, a la que el mismo equipara con el método científico en cuanto a observación y experimentación, lleva al extremo la doctrina del llamado nuevo periodismo, nacido en los Estados Unidos al finalizar la primera mitad del siglo XX; tiene como compañeros a Truman Capote y Tom Wolfe, a quien llamaban el periodista canalla, pero los supera. Junto a Ryszard Kapuściński, es uno de los periodistas más completos de finales del siglo XX.

Luego de la primera edición de Cabeza de turco, además de la celebridad, los mensajes de solidaridad y las cartas de admiración, Wallraff debió sortear una tormenta de demandas, insultos y señalamientos. En 2008 confiesa haber gastado unos 300 mil marcos en hacer frente a sus acusadores con éxito.

Había destapado una alcantarilla y puso en evidencia poderosas industrias alemanas como la nuclear, la siderúrgica y la farmacéutica, y a los políticos, abogados que utilizaban para sus jugosas componendas. Entre ellas se involucró a la Iglesia católica y otras denominaciones no judeocristianas, e incluso políticos y al Partido Socialdemócrata.

Empresas como Würgassen, Thyssen, Mc Donald’s, Adler, Remmert, el Instituto LAB de Neu Ulm, figuran en su lista de objetivos periodísticos. En cada uno descubre ilegalidad, humillación, negligencia y otras conductas rayanas en el crimen contra los inmigrantes turcos. Y además de las grandes empresas, las funerarias, médicos, sacerdotes, empresarios, obreros y hasta el alemán común de la calle, incurren en ello de un modo u otro.

Al paso de los años Wallraff ha perfeccionado su técnica periodística. Su tarea sigue en marcha y, pese al escándalo desatado, pese a sus tareas de descubrimiento y denuncia, muy poco ha cambiado. El periodista indeseable insiste, su trabajo es dar un testimonio de su tiempo, y si lo consigue de primera mano, mucho mejor. A los 66 años es todavía un perro guardián de la sociedad contemporánea.

(Para sugerencias y comentarios: juanpablo.picazo@gmail.com)

martes, 2 de diciembre de 2008

La vida en el envés

El asesino cotidiano

Por Saulo Tertius

Lo que llaman insomnio es una bestia inaprensible, dispuesta a matarte con solo mantener tus ojos abiertos y tu cerebro en conversación acelerada con el cosmos. Incluso te rebasa. Algo dentro de ti bosteza y clama por descanso, pero no puedes dormir, das vuelta entre las sábanas frías o te sientas y miras hacia la nada oscura para distinguir lo mejor posible los objetos diurnos y comunes como bultos oscuros en medio de la oscuridad. Tus ojos se sienten secos y duelen al moverse en las orbitas, el paso de los autos por la calle deja un rastro de luz que se arrastra en tus paredes y en el techo. Lo persigues como si en ello te fuera la vida, pero se marcha y ningún piélago de somnolencia te ha dejado.

Es ardua la faena de doblegar a Morfeo cuando llueve lejos y una gotera que no escuchas te mantiene en vilo, cuando las facturas se acumulan tan rápido como lo hace el polvo en auqel lugar que de tu trabajo depende, cuando no logras concertarte con las absurdas, oscuras, caprichosas meninges de quienes por un sueldo creen tener autoridad sobre tu sapiencia y como secuestradores viles exigen tributo de ciega negación para sentir que son dueños absolutos del cosmos que buen dinero les ha costado construir para que sus universales leyes manden.

Las cuencas oculares se acentúan y una fiebre sin temperaturas altas va dibujándose en los ojos que a veces sólo consiguen dormir tras arrastrarse perezosamente por los incontables vericuetos contenidos en libros diversos o escribiendo hasta que eso llamado cansancio llega con aires de heroísmo a salvarnos de la consunción posible.

La guerra por la conquista del sueño es titánica siempre que se abisma uno en ajenos mundos. Los amores duermen a dos mil kilómetros de distancia y cuatro o cinco dimensiones más o menos. Los pongo como bálsamo en mi memoria: uno, inocente y pequeño. La otra, amante, paciente, conmigo desposada. Reposan en el mismo lecho donde no estoy, dónde me esperan siempre, hasta que termine esta larga noche del exilio.

Cuando se está así, en un mundo anverso que más bien perverso parece, hay que matar todas las noches. Morir para encontrar la vía directa al sueño y resucitar cuando regresa el sol o algo más tarde. En las peores noches ha de caminar uno sobre las huellas de Thel y Maldoror para encontrar caminos donde aposentar las plantas que han perdido el rumbo donde realidad llaman a las calles mientras el cuerpo derrengado permanece y lo demás se mueve entre las ventanas, los túneles que comunican los mundos conocidos, incluso hay que transitarlos a veces completamente superpuestos.

Y el silencio que encuentras enroscado en tu garganta cada mañana, repta seco sobre ti, avanzas por dentro del día sin necesidad de conjurarlo, moviéndose como bajo el agua, tirando con fuerza de las cosas que se ligan las unas a las otras por sus significados y hacen esfuerzos por situarte, por darte contexto para que al fin te redescubras.

Cuando los sabios se juntan, a veces te sorpenden al darte la noticia de que eres el eslabón perdido. Si tallas los burdos bloques que se te entregan, matas la imaginación que como esculturas naturales les ha concebido. Si n o les tallas, otro habrá perdido la cordura al tener que esculpir obras maestras horas antes de la exhibición.

Pero nada les he dicho y nada seguiré diciendo. Hasta la próxima soledad que compartamos juntos, gracias.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Cihuanicté

Por Saulo Tertius

Se dice que el del escritor es un arte muy barato. Que no necesita de lienzos o pinceles, no precisa de cinceles, instrumentos musicales o vestuarios específicos. Según los tiempos, apenas le han bastado siempre papel y tinta, o en su defecto, una máquina de escribir ya mecánica, eléctrica o electrónica o PC, como las llaman.

La herramienta más importante de un escritor sin embargo es la soledad. Ella es circunstancia, ciclorama, forma y fondo. La soledad permite al escritor suplir el horno en que el escultor funde lo que habrá de ser la obra, es el cuaderno sobre el que los grandes pintores bocetean algunos detalles de la obra, la pantalla sobre la que proyectamos nuestras varias tomas antes de imprimirlas.


Pero la soledad es una sustancia delicada, tan corrosiva como curativa, tan solvente como refrescante, tan venenosa como nutritiva. Debe ser consumida en tiempo y forma, como una buena medicina. Lo contrario conduce necesariamente a escenarios diversos que no siempre resultan benéficos para el autor, pues en ocasiones…


— ¿Tertius? ¿Saulo tertius?


La voz es dulce pero tiene autoridad. Levanto la vista y la mujer está parada delante mío con su cabello largo y graciosamente ensortijado, sus serios ojos de oscura miel, el ligero vestido representativo de alguna etnia que desconozco y unas breves sandalias, lleva una bolsa de cuero en bandolera y un largo cayado, como si viniera de la representación de alguna obra en alguna escuela de San Manatí.

Hace días que no voy al Woq’s porque transita demasiada gente y eso distrae mis lecturas y lo que pretenciosamente llamo mis reflexiones. Ahora estamos en El zaguán de frente a la bahía y afuera el sol parece haber muerto apagado en uno de esos diluvios belicosos que de cuando en cuando caen transformando la ciudad en una Venecia de rugientes e intransitables canales.

Ella espera. Yo contesto.


— Tercius, se pronuncia Tercius. Siéntese, ¿en qué puedo servirle?


Nada dice. Me mira. Tapo a Lauren, mi pluma fuente, y cierro el cuaderno de Shanghai para mostrarle mi atención. Una mesera llega y ambas se sonríen con una complicidad añosa, es como si hubiera ordenado nada más entrar, o como si supieran lo único que bebe. En su taza hay un té de aroma dulcísimo que más bien parece un cálido perfume.


— Cihuanicté.

Pronuncia su nombre y bebe. Callamos un rato y luego dice:

— Podrías volver cuando quisieras, sólo el miedo y la vergüenza te retienen en este mundo. Sé que se refiere a mi exilio, al prolongado silencio de mi solitaria habitación de la calle Bellacuenca, a mi incapacidad mayúscula para entender este mundo, mucho más evidente que la incapacidad para moverme en el otro, donde he nacido. Quiero alegar algo en mi defensa, pero sé que sabe.


Sé más, la respuesta a ese argumento que no he llegado a formular. Es como si hablara de un modo con los labios y de otro desde dentro directamente de su corazón al mío. Sabe que ya lo he entendido y sus labios se distienden en una sonrisa triunfal, casi luminosa. Afirma:


— Así es Saulo Ben José. Vuelo con ellas, comparto sus costumbres, pero no soy totalmente bruja. Soy mestiza, híbrida como tú, por eso puedes vernos como somos. En el último consejo hemos resuelto llamarnos con el nombre que tú nos regalaste en el anecdotario de las ventanas virtuales donde escribes. Ahora somos si, las brujas del Clan de los manglares. Pero ese gentilicio que nos das no nos gusta. Ni ellos ni nosotras somos sanmanatienses.


Si ello es posible, arrugo más la frente en mi extrañeza. Les he dado ese gentilicio por su parecido fonético con el de los atenienses, no me gusta el que ellos usan: sanmanatieños. Suena muy vulgar, me parece, quizá…


— Prefiero ser Cihuanicté, la bruja sanmanatiana.


Cruza la pierna y echa a un lado la cascada rebelde del cabello. Bebe su té que parece inagotable. Mientras lo hace sus ojos vagan dentro de mí, siento su tacto en las venas y me asusta. La oigo decir que a ella y otras brujas les gusta observarme en esta empecinada soledad, cáustica y ociosa. Dulce y productiva, y aunque una ha reclamado su derecho de conquista sobre mí y mis libros dispersos, la magia sencilla de mi alianza en la siniestra mano las mantiene lejos. No obstante seguras siervas, amigas mías permanecen, dice.


Yo la sigo confuso, la mujer prodigio —sus casi quinientos años vibran en mi piel de alguna forma— parece apenas de unos treinta. Se inclina y me besa.
Ahora podrás llamarme si hace falta, dice. Toma el báculo y sale a la llovizna gris de la tarde, camina graciosamente bordeando la bahía, yo espero verla levantar el vuelo. Gira de lejos y me dice “no”, moviendo el índice, estornudo y al abrir los ojos, se ha marchado.

Estas son las cosas que pasan en San Manatí, pero en ese mundo del que vengo no dicen absolutamente nada. Ya le contaré más de mis nadas alguna otra vez.

lunes, 24 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Realidad sobre la ausencia

Por Saulo Tertius

Si yo fuera ustedes no leería esta columna hoy, es triste, inútil y carece de aplicaciones prácticas. No recuerdo si les conté de un sueño que tuve de Nancy, aquí en el envés son importantes medios de comunicación. Aunque si no es así, qué bueno, tampoco debiera contarles lo que ahora me zahiere y demanda su propio exorcismo. Aunque los exorcismos de los artistas —algo que soy pese a mi mismo, que lo encuentro lamentable— son poca cosa y jamás definitivos y raras veces además suelen mutar en algo trascendente.

Cuando la conocí éramos adolescentes. Ella y su novio eran el modelo de la inteligencia escolar cumplida y bien pulimentada que rendía buen fruto por la acción de buenos padres y buena alimentación. Miguel era un excelente amigo, tenía un cerebro prodigioso y una casa enorme. Tan sólo en su cocina habría cabido la casita que habitaba junto con mi familia en una vecindad del centro y sin embargo, siempre nos acogía con esa calidez sencilla propia de una mente ocupada en temas de mayores trascendencias sociales y científicas. Tiempo hace que nada sé de él.

Ella era ya una pequeña dama. Tenía desde entonces modales finos, risa contagiosa y ojos destellantes. Aunque en ella todos veíamos a una muchacha como nosotros, ya era una mujer completa; discretamente bella, serena y sensible. Yo entonces perdía los días de mi juventud en amores imposibles o posibles a medias, perdía mis temprenas noches de insomnio en machacar las teclas de una máquina de escribir portátil que mi madre y mis hermanas soportaban con el orgullo y el estoicismo de quien tiene fe en que alguien de la familia será grande y famoso. Lástima que no se haya cumplido nunca la grandeza que me achacaban ya en casa, ya entre compañeros, era -soy ahora- una promesa fallida.

Ahora caigo en cuenta que para mí es importante verbalizar por ver si hay exorcismo, pero en privado no funciona así que lo he puesto aquí pero sigue siendo sólo asunto mío, así que deja de leer ya, que esto no tiene la menor importancia. Déjame decirte no obstante que nuestra amistad no era mucha entonces, comenzamos a tratarnos después. Yo iba a su casa y ella venía a la mía, yo la amaba pero no tenía la menor idea, supongo que ella lo sabía, las mujeres saben siempre estas cosas antes que uno mismo.

Ella fue la primera mujer con quien fui al cine, lo cual me pareció un honor más grande que ninguno recibido hasta entonces, pues siempre tuve la certeza de ser feo, sucio e indigno de la mirada, la amistad o los afectos de las niñas, pues mi madre, quien procuró civilizarme por todos los medios posibles, siempre me había dicho que todo eso era yo. Además, de tanto escucharlo, con el tiempo me había convencido de que era un flojo insufrible e incorregible energúmeno.

Desde el principio de mi memoria las niñas eran la gracia, la belleza, la limpieza y la paz, y para no imponerles la presencia de cosa tan atroz como yo era, me mantenía tan apartado de ellas como podía a pesar de sus amistades limpias y generosas que incluían un abrazo, el saludo de beso en la mejilla, el convidarme de sus viandas escolares, pero me daba pena que me tocaran y dijeran que estaba sucio, que se acercaran y les oliera feo, que al verme descubrieran que era feo como un continente devastado. Hoy sé que perdí muchos días de mi vida en una soledad artificial cuando había tantas chicas con las que pude haberme llevado mejor aún y de quienes pude haber aprendido mucho.

Con Nancy fue distinto. Era tan directa y dulce que me olvidaba de quién era yo, el monstruo desaparecía y luego de centurias de encierro me fui con el péndulo hacia el otro lado, quería que ella conociera la inteligencia que guardaba, mis visiones deslumbrantes, pero en algún momento debí parecerle fatuo e insensible, inmaduro y tonto, pues cuando más cerca de su corazón estuve, cuando me pudo acaso dar su amor, me asusté habida cuenta de que yo sólo una novia había tenido en la vida y me había dejado en un mes, cuando mis amigos estaban incluso casados.

Ella casi era una doctora y yo, un simple estudiante de periodismo de la universidad nacional, feo, con el cabello largo y la barba de chivo inclulta al que sus amigas, como la rubia Edith a quien conocía de lejos desde el Jardín de Niños, les daba risa, lo menos.

Un día se marchó a la muy antigua Helvecia, por ahí de la Galia cisalpina y desde allá me contaba las maravillas que veía mientras yo vivía solo e incubando otro de mis amores imposibles y luego me marché odiando el mundo a mi primer, breve exilio en San Manatí. Mientras yo trashumaba en estas tierras de lánguidos piratas, ella regresó a buscarme a la Ciudad Tlahuica, tan luego me enteré, preparé la salida de mi infierno e hice el regreso. Pero ya no pude verla, primero porque el entusiasmo de mi hermana por su transformación europea, me dejó verla más hermosa, más sabia aún y sentí pánico de verme más pordiosero aún ante sus ojos pues arribaba yo desde el infierno tropical de la molicie.

Luego supe que se había marchado lejos. Yo estaba inmerso en la tristeza de un amor que se había vuelto posible y pasaba intermitentemente de sueño a pesadilla. Como conocía a su familia, quise hacerme de su dirección electrónica para escribirnos, para compartirnos el asombro y la magia que cada cual vivía, como habíamos hecho siempre, pero mandó decirme a través de su bella y seria hermana Silvia y Roberto su cuñado, compañero mío entonces en el Gobierno Departamental de Ciudad Zapata, que no quería problemas como consecuencia de comunicación semejante. O sea, mi inmadurez volvía a atacar, según.

Como esa, todas mis historias son un equívoco. Todo ello me reduce a no ser sino una mentira que se regenera y se mantiene sola. Susana, mi hermana, conoció al hermano de la bella ausente en la secundaria y mucho antes de que fuésemios amigos. Yo también le conocí años después, convertido en un especialista en leyes en un país donde nadie las respeta, un genio, le he mandado saludos con rostro de cosa ocasional que siempre pretendieron ser una botella al mar rogando por un intercambio de palabras, solamente. Pero no, estoy sencillamente desterrado.

Lo último que de ella supe fue que salvó la vida de uno de sus hijos en un bosque lleno de nieve, alguien me refirió de modo escueto el incidente, pero mi mente lo ha vuelto una aventura que por poco le costó la vida también a ella. Esa es Nancy mi ya no más amiga, la doctora, la viajera, la mujer que decidió no darme más un saludo tras descubrirme viejo pero inmaduro. Quizá tenía razón mi madre y yo era todo lo que de niño me dijo, las mujeres saben muchas cosas que los hombres no vemos aunque obvias, un día les contaré el sueño que tuve de ella y que me dejó el corazón desmenuzado. ¿Acaso ya lo hice? Aquí en el envés los tiempos se revuelven, una vez amaneció dos veces en el mismo día.

No más por el momento, no pierdan su tiempo con estas amarguras fosilizadas que nada cuentan, otro día les escribo, tengan la bondad.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Yo, lector

Amor de seda

Por Juan Pablo Picazo para estosdìas

Hay lecturas difíciles, que oponen resistencia, como negándose a ser conquistadas. Pero existen otras que no parecen lectura, sino un flujo suave. Agua que fluye con pertinaz gozo. Si hemos de ser estrictos, de lo que aquí escribo es de una novela; si hemos de creerle al autor merced al efecto que produce, es una historia escrita con música blanca, semejante al silencio. Quienes en ella callan, enseñan con su silencio; quienes en ella hablan, sólo subrayan los muchos significados que tiene el acto de callar; quienes gritan e interrumpen en sus páginas, apenas se perciben como susurros secundarios.


Seda (Anagrama/Colofón, México, 2005), del italiano Alessandro Baricco, llegó a mis manos gracias a la profunda impresión que causó en mi amiga Gabriela Alonso. Luego de leerla decidió que yo debía conocer esa historia; generosamente se hizo de un segundo ejemplar -el suyo no lo dejaría por nada del mundo- y me lo envió. Su entusiasmo al hablarme del libro y su dedicatoria me llevaron a la primera línea y, de ésta, a la lectura asombrada del capítulo 1. Tenía por entonces varias lecturas en curso, como siempre, pero me vi obligado a dejarlas por ese libro que llegaba.

Es una ficción que discurre cómoda en los brevísimos capítulos en los que se desgrana; que se mueve a sus anchas en la economía de palabras; cálida y grata en medio de una selva de puntos y seguido. Baricco desarrolla su ficción sin desdeñar el contexto histórico, que ofrece a cada momento un motivo para la acción conjunta de los personajes sin incidir directamente en ellos. Incluso hombres como Luis Pasteur se pasean por las páginas de esta novela, con una reputación apenas por construir, y lo hacen tan desmañadamente que complementan la trama sin contaminarla.

Múltiples logros tiene este narrador italiano. Sus personajes son sólidos, fuertes, a pesar de la suavidad fantasmal con que se les encuentra en escenarios donde casi se mimetizan. Arquetípicos en su construcción, adquieren verosimilitud en los detalles. Piense, por ejemplo, en el cabello de Hélène, en los ojos de la mujer sin nombre, en la autoritaria soledad de Hara Kai, en las flores azules como anillos de Madame Blanche.

Hervé Joncourt es caso aparte; es más tetradimensional que muchos personajes de títulos clásicos. Su personalidad coincide con algunos cuantos seres de carne y hueso que usted y yo conocemos. El libro lo define así: “Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla”. Por tanto carece de iniciativas espectaculares y sólo toma decisiones menores, al grado de que está por estudiar una carrera militar que le escogió su padre y la abandona por la de tratante de huevos de gusano de seda, luego que tanto su padre como Baldabiou lo deciden.

Acaso usted se pregunte ¿cómo un hombre así es el protagonista de una novela? Su desapego a las cosas, su falta de ambiciones, su nula visión del futuro, lejos de ser defectos son los engranajes perfectos para encarnar esa historia delicadamente equilibrada, en la que el amor -ese hórrido fantasma de mil cabezas- aparece apenas insinuado en una poética contemplación que no llega a concretarse sino en instantes que más bien parecen sueños que verdades.

Contra Alessandro Baricco tengo que tres de los personajes más atractivos -Jean Berbeck, Madame Blanche y Baldabiou- son desplazados a una inmerecida sombra; su historia se narra de modo tangencial y con pinceles toscos que esbozan sólo a medias el intenso drama que puede haber detrás. Tampoco me gusta mucho el final, que, no obstante su excelente y sorpresiva resolución, me hizo sentir engañado, herido, incluso. Pero ésas son mis privadas manías de lector, puestas sólo aquí para atenuar el elogio que la obra me ha hecho concebir.

Sin duda la cúspide literaria está en la carta que este hombre de inercias recibe un día; una voz femenina le acaricia el corazón con palabras como éstas:
…tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez, será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti. No puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de repente…

Además la hermosísima y erótica carta es el nudo de la narración; le llega a Hervé sin más, luego de perdidas ya las esperanzas de reencontrarse con esa mujer con rostro de muchacha, cuyo recuerdo le atormenta al grado de ya no ser el hombre que asiste a su propia vida sin vivirla, sino en alguien que, según el decir de sus vecinos de Lavilledieu, tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.

Pese a mis quejas, usted se internará en un mundo privado de sutiles cambios, miradas intensas, silencios que lo contienen todo y vidas que transcurren, a veces, sin mucha autoconciencia, a veces con una intensidad quemante, como la de Joncourt -¿no que era un hombre casi gris? Un misterio lo despierta y lo lleva a un desasosiego de siglos, de miles de kilómetros, al enigma de la caligrafía oriental.

Lea a este autor italiano, encontrará en su obra matices interesantes sobre lo que significan las convicciones y las certezas de apariencia inamovible sobre las que muchos construyen sus espejismos de grandeza y estabilidad.

(Para comentarios y sugerencias, escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)



viernes, 21 de noviembre de 2008

La vida en el envés

A Venus Fabia, en su partida

Por Saulo Tertius

Estaba en los lindes del imperio que alguna vez juntos cronicamos. No pensaba verte, desde luego, y no por falta de respeto, cariño o camaradería. Era sólo que vivimos priorizando nuestros encuentros con aquellos que persisten en mantenerse dentro del primer círculo de nuestras personales proyecciones y no obstante lo antes compartido, vamos postergándonos las citas para el café o la copa los unos a los otros, como si fuésemos eternos.

Esto último, muy a tu modo, es lo que tu partida ha venido a recordarnos merced a ese dolor presentido siempre y siempre sorpresivo con sus mordaces mordeduras. Y aunque hube transpuesto la ventana de mi exilio, no pude asistir a tus exequias porque feliz prisionero apenas empañado de tu muerte era de un cepo dulcísimo y esperanzado, carne de mi carne, que me ha hecho pensar en el futuro de tu propia hija.

Qué ganas de ser un demiurgo verdadero, vieras. Podría quitarte la final mordaza y devolverte al mundo de quienes vigilamos la república y la auscultamos con cansina asiduidad por encontrar las oscuras vetas de sus enfermedades más espurias y vetustas para denunciarlas porque curanderos haya que le sanen de sus dolencias más aviesas.

Pero no se es nada, sino en mi caso un mago pequeño de palabras heridas y tambaleantes. Se sueña con una gloria imposible y se camina como si la eternidad naciera en nuestros huesos y se fortaleciera en nuestras carnes a sabiendas que alimento diferido son de otros organismos que perecerán también sin siquiera haber ansiado alguna gloria como aquellas con las que soñamos juntos grabadora en mano más de una vez, oponiéndonos cuanto pudimos a las fuerzas y las malas razones de los hipócritas encumbrados.

No conversaremos más, no más habremos de consolarnos mutuos ante el avance de los tarquinios y otros males de este mundo. Por llorarte he vestido la más negra de mis armaduras y me he ceñido el más gentil de los morriones, pero carece de importancia porque todos los afanes nuestros están medidos y pesados de antemano, traemos puesta una fecha de caducidad que nadie nos denuncia y el prepago de nuestro aliento no parece negociable. En nuestros corazones converge toda clase de dictaduras, contra eso luchaste diariamente como seguimos haciendo los de tu clase, quienes encontramos alguna vez un cálido rincón en tu ánimo y tu solidaridad.

Ahora mismo el sueño, ese burdo ensayo de la muerte que nunca nos prepara para su llegada, arrasa la debilidad de tus dolientes y mañana o pasado nos arrastrará a una conformidad como la que antaño hemos encontrado en la partida de otros nuestros y nos sentiremos asaz tan criminales, que no sabremos cómo resolver las lágrimas atravesadas justo en medio de los ojos y de las anegadas manos.

Eras una superviviente, todos lo sabíamos. Ella te buscaba y tú le presentabas batallas y razones que la convencían a pasar de lado. No pudo contigo cuando aquel carguero embistió tu nave doméstica, ni en otras emergencias que te obligaron al hospital, la medicina y el sosiego. No, esta vez la descarnada amiga se ha distraído un palmo en ese juego de cercanías que tenía contigo, y lo hecho, hecho está, no podríamos vencerla si bien queremos como antaño tantas veces.

¿Pero qué hago despidiéndome? ¿No es acaso el mismo origen que tenemos? Porque nqadie sabe dónde ha estado antes de ser envuelto en carne y sangre ni lo sabe nadie que decirnos pueda lo que sigue a la última inspiración posible. A esto hemos venido, pero siempre queremos llevarnos en las uñas un jirón apenas de la eternidad. Ya nos veremos nuevamente, quizá en el lugar del árbol florido del Tlalocan, en la casa del sol o en el Mictlán, nunca se sabe.

No te detengo más del vuelo. Al fin, algo he contado esta vez en la columna, pero no más. Ya les referiré otros aciagos vacíos alguna vez. O quizá dolores como el presente me lo impidan.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Tarquinio el infatuado

Por Saulo Tertius

Le conocí hace muchas traslaciones, un par de lunas y rotaciones más rotaciones menos. Entonces era apenas de Tarquinio el incierto. Casi, casi andaba de mecapal y sombrero mordisqueado haciendo sus labores como esclavo de una falsa periodista que un día creyó ser redentora de los alucinados pero no servía más que para tocar melodías anodinas, que no andinas. Mi trabajo de cronicante me llevó a tomarle el testimonio beligerante que utilizaba entonces, era un defensor de los pobres y soñaba con una sociedad distinta, así se fue convirtiendo en Tarquinio el bueno.

Se quejaba cuando los pliegos impresos le devolvían la estridencia de sus voces transcritas desde mi magnetófono portátil, se desmentía a sí mismo, asustado de sus mesiánicas palabras y trataba de desmentir mi pluma pero de cuando en cuando le ponía enfrente el espejo de su voz como terapia y recuperaba la cordura, aunque momentáneamente.

Luego nos perdimos de vista, yo en la labor del escribiente, en el hacer mundano del diarista. Él metido a esbirro del oscuro general sureño a cuyo servicio juraba que podría transformar el mundo desde las tripas de la bestia, ganando buenas bolsas de monedas por calentar los muebles en horarios limitados, entonces fue Tarquinio, el burócrata.

Cuando fui llamado al grupo de consejeros del mismo general sureño supe que él ya daba clases en la romana Xiamilpan, donde lentamente hundió sus dagas aquí, escarbó con las garras allá y también hacía sus parlamentos entre los expertos con la comodidad que da ser sacerdote de San Segismundo de Viena, cuyos fieles cargan siempre con las culpas de su propio pecado, pueda o no sanarlos el hierofante de todas las certezas. Entonces era ya Tarquinio el convencido de sí mismo.

Y fue que los caminos nuestros se acercaron nuevamente cuando fui llamado como cronicante de Xiamilpan, el romano feudo de la ciudad del árbol parlante. Él era ya Tarquinio el tirano sonriente, señor del Claustro de San Segismundo, poseía lujosas carrozas y sirvientes y ganaba bolsas de oro por la cátedra, por la atención de los fieles que acudían por consejo a su particular capilla y por su papel como amo del claustro.

Así que las lunas se sucedieron, me consultaba o mandaba sus heraldos solicitando que le diera voz, que le publicase sus edictos y diese circulación a los quehaceres de su mano y de cuando en cuando, de los miembros favoritos de su corte, hasta que quiso pasar de rey a emperador y solicitó mi consejo para ganarse a los condes y marqueses, barones y duques del consejo, y se coludió con ellos de modo que llegase a los aposentos de los coronados. Era entonces Tarquinio el solemne, Tarquinio el meritorio.

Y puse los cronicantes de su lado, le mostré palabras y caminos entre los cuales hacer mejores pasos y ofreció desayunos, cenas y comidas en busca de votos y era entonces Tarquinio el idóneo también llamado Tarquinio el bienportado y llegado el día de su triunfo, pidióme que fuera su edecán, pero los cronicantes no mutamos de esas formas, como él mismo y comenzó a mostrarse como Tarquinio el frío.

Y fue que trabajamos. Yo como cronicante que ya era de Xiamilpan y ahora del su nuevo imperio donde había muy muchas almas cuyas obras debían conocerse y a las que de inicio abrazaba con declarada hermandad como Tarquinio, el magnánimo y él, entregándose lentamente al ejercicio de la voluntad que debe ser obedecida a pie juntillas, pues fue que un día se hizo la luz en sus axones y supo que era sabio. Había probado a saber más de cortes finos que un astrónomo y más de astronomía que un gastrónomo y entonces fue Tarquinio el omnisciente.

Entonces el reino todo sufrió sus embates de vidente no evidente: procesó y encarceló, acusó y desterró a mansalva según el orden de sus múltiples caprichos, y como no bastaban instituyó una colección de espías entre sus ministros, jueces y verdugos y todos jugaban a la mutua delación, lo que le daba siempre material de guillotina no importaba si el imperio amenazaba decadencia.

Luego empezó a zaherir los cronicantes y acusarme de tener sobre ellos un control hipnótico que él deseaba, así que me condenó al destierro y los enfrentó en una batalla que al perder significó el pago secreto en oros y prebendas y desde entonces es su rehén, y aparece en las páginas y los pregones como Tarquinio, el excelente mientras el secreto pago sea puntual.

Pero los Xiamilpanenses lo llaman Tarquinio el necio; Tarquinio el bipolar, no le importa mientras haya quien sus plantas bese, que para eso paga a sus ministros, secretarios y palafreneros, todos los cuales le veneran guardando el veneno para mejores tiempos.

Pero basta ya, que criatura tan mendaz y turbia no merece las palabras del envés. Viene el tiempo de su defenestración.