jueves, 4 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Develamiento postergado

Por Saulo Tertius

– Leer y vivir. Ver y escribir. Eso más o menos constituye la vida perfecta para la gente como tú y yo.

Ni siquiera me saludó, llegó diciendo eso y se sentó frente a mí en el Woq’s. Se acomodó las gafas de aumento y leyó con su voz afrancesada lo que estaba escribiendo en mi diario personal con un lenguaje más o menos inventado por mí. Se quejó de lo obvio que era y me dijo que se llamaba Isabeau y que era una aburrida mujer inmortal que ya lo había visto todo. Miré hacia los ventanales del restaurante y era media mañana, así que vampiro no podía ser. Bruja tampoco porque son longevas, no inmortales.

Como si nada la hubiera interrumpido reinició su monólogo dejando a medias mi reflexión sobre su naturaleza: – Sin embargo uno lo nota cuando ya es casi demasiado vieja. Cuando la luz rompe con su abundante claridad las nubes de lo inmediato, cuando ya somos seres atados a la circunstancia, a los quehaceres, al tráfago de la vida común que siempre decimos añorar pese a tenerla. Cuando ya no hay modo de atar a la familia a la suerte veleidosa del malabarismo mendicante que da el vivir vida de artista, cuando ya no podemos, responsabilidad mediante, arriesgar a la aventura las necesidades de la vejez que se avecina, lenta pero inexorable.

No obstante el descubrimiento maravilla, y lejos de descorazonarnos, nos empuja a pretender que somos lo que ya soñamos durante las décadas que se ha extendido nuestra vida. Entonces hacemos el recuento de nuestros bártulos, esos que grandilocuentes consideramos nuestra obra y los mimamos con la miel de los recuerdos, los aderezamos con la sal de los detalles, los relujamos imponiendo justicieras comas o amputando adverbios y adjetivos que se antojan majaderos según el consejo que los años han añadido a nuestra humana fealdad para darle una cierta dignidad.

La miro atentamente, no parece joven sino de edad madura. Vieja no es aunque sus palabras la denuncien como tal, no creo en su inmortalidad. Sigue imperturbable: – Pero los evangelistas del destino, los mismos que susurraban al oído de la familia que el pequeña Isabeau Saint Cyr era una promesa para la humanidad, pregonan a mi oído que soy tiempo perdido, sal inmerecida, agua estancada y no sé cuántas insidias más destinadas a lograr la demolición de mi ya maltrecho ego, sobreviviente a cientos de guerras perdidas y destierros subsecuentes. Les oigo peo no presto corazón a sus palabras.

¿Sabes cómo sobrevivo? –es una pregunta retórica, no espera mi respuesta y pienso que todos los locos de San Manatí se corrieron la voz de que hay otro loco que los oye y escribe sus historias- Sobrevivo porque me reescribo diariamente por enmendarle la plana al autor, pero siempre avanza antes de mí, además es el editor y corrige mis adiciones y omisiones, es una guerra perdida que no obstante reinicio a diario con sólo abrir los ojos y ponerme en pie, lavándome y aderezándome, lo que en ciertas ocasiones requiere de todas mis fuerzas pues amanece una devastada a causa de los sueños experimentados durante la noche.

Las canas han llegado, y me parece que demasiado pronto se van aposentando grises y discretas donde vivía un color más fuerte y definido. Traen consigo mensajes que no necesito escuchar, duelen en las articulaciones, se acumulan adiposos en la cintura, brincan con los párpados y a veces punzan también en el hemisferio izquierdo del pecho y se callan como si tal cosa.

Entonces estoy seguro de que no hay tal inmortalidad, pues no se puede tener tal cosa y padecer tantos achaques ¿o si? La escucho decir: – Ya casi me vuelvo gris, luego blanca, dice. Ya casi mi voz alcanza el territorio de las fugaces enramadas de luz que les nacen a las nubes las noches de tormenta, en ese país donde todo el terreno es libre, puede ser que finque, si se me permite, un buen lugar donde mis líneas pasten hasta fortalecerse y pueda yo acudir al su mercado. Ya se verá, ¿Crees que debo rendirme?

Me mira y calla, ahora sí espera esta respuesta y no sé me ocurre qué decirle. Me aclaro la garganta y suspiro para ganar tiempo y entonces le digo: – No, nadie se va a rendir. Es imposible deponer las armas porque son parte del cuerpo, de la conciencia, de la respiración. Rendirse equivale a abandonar el planeta y sin los medios de locomoción adecuados, muta uno en suicida. No. Si tampoco es posible la victoria, otra alternativa debe haber, siempre hay un gris detrás del otro, no debe ser todo blanco o negro. Vida o muerte, noche o día. Lo mejor de estar vivo es que no queda más remedio que seguir estando así, a menos que la voluntad del escritor sea imprimir un giro sorpresivo en nuestra trama.

Me da las gracias y se va. Ya no entiendo, la gente de san Manatí no hace caso de mí ni de las extrañas apariciones con las que converso, mientras leo un libro tras otro y procuro respirar. Mientras escribo mi morralla más veloz que mi obra mayor, la cual avanza lenta como el movimiento de la corteza terrestre o la evolución de una estrella, lenta hasta casi la inmovilidad, pero no llega la vida perfecta, ya no.

Además debo pensar en los bastimentos con que la dinastía ha de enjaezarse y yantar para gloria del Dueño del cerca y junto, el Dador de la vida que silente nos conoce y vigila sin demasiada congoja, sin mucho cuidado.

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