De El patito feo al ornitorrinco
Juan Pablo Picazo
En el viejo
cuento titulado El Patito Feo, los buenos
patos viven su feliz sociedad sujeta a la norma. Hay entre ellos como es
natural en cualquier familia, desviaciones de la media que con todo, no
escandalizan y sirven para acentuar lo que necesario para la mayoría, lo
socialmente deseable, como dicen que Dios manda, cómo no.
Y claro, todo va
bien hasta que en su seno se gesta uno cuya apariencia en principio, pero más
tarde también su voz, sus modales y necesidad de mayor espacio, causan temor y
repugnancia crecientes hasta el punto de que los buenos patos, obligados al
mayor bien para el mayor número, optan por la expulsión, o como dicen que
aconsejaba mi General Villa, primero maten
y después viriguan, que para el caso es lo mismo.
Antes de verse
lanzado, ese aparente infractor ha porfiado en hacerse aceptar por su entorno
con lo mejor que posee en su arsenal. No obstante el rechazo se torna necesario
para su maduración y le vemos emprender un viaje iniciático al más puro estilo
de los héroes solares como Gilgamesh de Uruk; Odiseo de Ítaca y el propio Ce
Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. El tal periplo le perfeccionará estirándole el
cuello, fortaleciendo sus alas y embelleciendo sus formas de un modo que muchos
consideran superior a la tosca estética de los patos.
En la tal
historia el agraciado héroe prueba su valor, belleza y superior destino en un
final feliz, que ni duda cabe. Niños, aplaudan que esa victoria parece no tener
vuelta de hoja. No al menos hasta que algún resentido autor, ebrio de
diatribas, tome el pergamino, lo raspe un poco aquí y un poco allá y consiga
una afortunada parodia que lo trastoque todo, como dicen que manda el Diablo.
En eso que nos
han enseñado a llamar la realidad, las cosas pintan un tanto distintas sin
embargo pues no siempre los patos feos consiguen no ya digamos hacerse cisnes, sino
que ni siquiera pueden hacer el viaje iniciático que al final importa más. Se
les esclaviza y explota o se les convence con pericia de su fealdad y
repugnancia al punto de que llegan a aceptarla como algo ineluctable y se
entregan a su condición de lumpenestéticos
abandonándose al ostracismo como sea.
Pero hay otros
patos que no lo son y que tampoco se tornarán en cisnes; son mamíferos con cara
de palmípedo a los que el escritor mexicano Juan Villoro, en una charla que
tiempo hace sostuvimos a propósito de los despropósitos entre literatura y
periodismo, empata con la crónica, de la que dice: A mí me pareció que la crónica se parece al ornitorrinco porque es un
animal que podría ser cinco animales distintos y en realidad es uno a condición
de no ser ninguno de los otros.
¿Qué tiene esto
que ver con la navidad o con mi tío que vive en Toluca? Nada. Permítaseme tomar
su aserto para un símil distinto. Ciertos cronistas somos ornitorrincos; es
decir, patos endemoniadamente feos a quienes tanto los buenos cisnes literarios
como los expeditos patos reporteriles miran con una culpable mezcla de
desconfianza, envidia y desconsuelo.
Sabiéndose
testigos de la historia diaria, los tales ornitorrincos son rechazados por la canalla periodística contra la que tanto
advertía Karl Krauss; sabiéndose llamados a un destino superior que frisa en
las elocuencias del aedo, son también rechazados por los dueños del parnaso. De
modo que ni pato, ni cisne, el buen ornitorrinco ha de juntar sus lustrosas
palabras y levantar un Helicón privado en tierra de nadie con las reglas a
medias de uno a medias de otro y en la augusta vecindad de otros híbridos casi
anónimos con quienes comparte esos destierros como faunos, sirenas y centauros.
Tal es este
ornitorrinco —rústico homenaje a las jirafas garciamarquianas— un apenas
territorio donde crece toda clase de hierba y trisca un bestiario en el que
todo cabe, así pues, hasta aquí esta
suerte de saludo cuando voy entrando en esta virtual habitación.