jueves, 28 de mayo de 2009

Cumple La hormega cien textos

Ante infatuados molinos de viento

Por Juan Pablo Picazo

Cien textos ya. Más de seis mil visitas. La hormega nació como un espacio de expresión que decidimos otorgarnos algunos periodistas de distintos puntos de la rara república que es México, luego de peregrinar por un sinfín de espacios tradicionales muy casados con sus propios intereses y profundamente amedrentados ante la posibilidad de perder sus permisos, licencias, y peor aún, sus privilegios y lisonjas ante el menor atisbo de que alguien se les salga de guacal.

No sólo eso, hemos levantado a La hormega como un símbolo. El nombre de este espacio es un neologismo involuntario surgido en alguna de nuestras pláticas, alude por supuesto al animal más fuerte de la creación, la hormiga, y añade en punto un sufijo que alude grandeza o dimensión, según se vea.

Así pues, nos hallamos ante un grupo pequeño pero de expresión proporcionalmente más poderosa que la de los gigantes a quienes hemos debido enfrentar cada cual en su momento, entre los que se cuentan rectores infatuados, transnacionales omnipresentes y claro, directores serviles de dependencias varias.

Y mientras ustedes nos visiten y nos lean y esos molinos de viento sigan allá afuera, seguiremos en la noble tarea de acometerlos con nuestros manguillos, plumas y teclados, pues son de uno u otro modo, espantajos transitorios del poder. Las ideas sin embargo, están condenadas a crecer y extenderse.

Así, Lola Manzo seguirá en este espacio escribiendo desde Cuernavaca esas visiones suyas, rayanas en la desesperanza, pero teñidas siempre de la fuerza que puede dar la inconformidad; Luis Ernesto González, habitante de Neurópolis, mejor conocida como Ciudad de México, explorador tenaz y pendenciero pacifista, nos seguirá entregándonos esos reportes sui generis en Exilios y alienaciones mientras nos repara el alma —o nos la confronta, vaya usted a saber—, con sus apasionadas visiones desde En el bisel de la luz.

Y no es todo, Juan Jacobo Schimtter, trópico adentro, podrá llevarnos al entendimiento de la idiosincrasia nacional con Necton de Tierra, esa columna suya en la que caben todas las humanas cosas. Desde Chetumal en plena frontera con Centroamérica, nos muestra el ser de la nación ya mediante crónicas de viaje que en el concienzudo análisis de las coyunturas y las estructuras de esta nación cuya democracia es apenas un cuerpo extraño en estado coloidal.
con que analiza las vísceras de la viuda nacional a través de

Finalmente la loca pluma de Saulo Tertius, un autor a primera vista alucinado que no obstante, trabaja el alma nacional desde un mundo paralelo en el que las aspiraciones y los miedos de este se cumplen un día sí y otro también. En su columna La vida en el envés, desfilan imposibles personajes como Cide Hamete Benenjeli y Cihuanicté, una bruja Bene Gesserit de Arrakis y juntos nos exponen un mundo que sin serlo no deja de ser nuestro.

Gracias por su compañía, sigan acompañándonos en esta aventura cibernética cuyo destino ignoramos todavía pero que por lo pronto, ya hace camino al andar. Hagámoslo juntos.

domingo, 17 de mayo de 2009

La vida en el envés

Las visiones del brujo

Por Saulo Tertius

Al principio no sólo no lo creí, sino que me dio risa. Luego Cihuanicté me preguntó por qué otra razón yo podía verla cuando nadie más en San Manatí lo hacía, pues sólo se deja ver cuando lo desea. Al fin me dijo que para decírmelo de un modo convincente y suave había arreglado que los taltos Mayfair -Ashlar y Morrigan- y yo nos encontráramos, pues ellos huelen a un brujo de modo inequívoco.

Luego vinieron los sueños, las visiones y la escucha de las mentes cercanas. Ahora es como si la Bene Gesserit del Clan de los manglares me tuviera bajo entrenamiento. Puedo ver a través de otros ojos y escuchar los pensamientos y las emociones de otros, si me lo propongo. Es como si yo fuera ellos, o viajara dentro de ellos. Veamos:

Camina un hombre solo como ha hecho muchas veces y como muchas más lo hará sin apenas reparar en ello. La calle es un desierto erizado en sombras. Sólo unos tajos de luz cortan la oscuridad en que se mueve casi como autómata. Aunque la luna está colgada en el cielo, la humedad ascendente la convierte en un espejismo pegajoso, apenas triste. Va lleno de pensamientos que no cuajan en una reflexión ordenada, que tan pronto como forman un hilo argumental se pierden por ramas tangenciales que lo llevan desde Dios al sexo, de su cuerpo a la música que lo iluminó cuando pequeño, de su ojo ciego a la ausente figura paterna que padeció y en la que no desea convertirse, de los ojos risueños de su esposa a esa población fronteriza indolente y enajenada. Su morosa ponderación de lo vivido y lo por vivir no le permite tomar control sobre las circunstancias en que por ahora se desenvuelve su vida.

Avanza. Oscuridad casi compacta le frena como quien desea correr estando atado bajo el agua. Se pregunta qué hace ahí, qué busca en esa, la última ciudad de ese país que fue cercenado al suyo, intacto como continúa en otro mundo posible. Se cuestiona sobre cómo este éxodo suyo que apenas puede resistir podría soportarlo su familia, que se ha quedado atrás a la espera de que su partida pueda traducirse en una feliz prosperidad que les una pronto nuevamente. Camina solo en esa calle que no lo reconoce, mueve los pies como quien teme un obstáculo, anhela la luz que se observa en la avenida que se adivina más adelante.

Una promesa lo trajo. Una que le habló de trabajo y amistad, felicidad posible y al alcance de la mano; una promesa de prosperidad sin cuento que sólo es posible ahí, en esa tierra de mares turquesa, ríos subterráneos, heptácromos cuerpos lacustres, selvas mágicas de riqueza inagotable donde los pobres de los más serviles oficios mutan en astronómicos magnates, mentira todo lo ofertado, o verdad menos que a medias, ahora lo sabe.

Hace calor siempre. Lleva más de un año ahí y no deja de notarlo. Tiene la ropa pegada al cuerpo y se reprocha haber caído de nuevo en la tentación de caminar como hacía en el pueblo de montaña del que viene, donde anida un perenne invierno. Tenía que venir aquí, precisamente donde el verano estableció sus cármenes. Caminar es bueno para su corazón, le han dicho, por eso lo hace, pero en esa negligente aldea urbana parece un suicidio por deshidratación.

Nadie oye su risa no es esa que cautiva a las mujeres y le libera francamente. No. Se trata de una carcajada dolorosa que ha venido a ser porque desea sentirse optimista a toda costa, feliz a como dé lugar, dar al tiempo malo buena cara, como dicen. Ganar esa batalla a que la vida y un mendaz amigo le han forzado porque no puede fallarse, pese a los engaños y la mofa que a sus espaldas el venido a magnate tropical hace a sus espaldas, según le han comentado los amigos mutuos.

Camina esquivando los ladridos de los perros, ignorando el amor a primera vista de su estómago hacia los abundantes puestos callejeros de hamburguesas. Las voces, relámpagos de luz en el silencio, atraviesan sus oídos. Ahora ella no está a un giro de distancia por las noches. Aunque estire la mano no encontrará su perfumada piel, templo de tibieza viva en que pace su deseo, no su cadera redentora, tampoco su seno generoso. Aspira fuerte y no acierta a beberse los efluvios de su cabello luminoso y abundante. Ya no hace frío, no la sentirá acercarse buscando calor mientras se le pega al cuerpo. El único cuerpo que tiene a mano es el suyo y se mueve ausente, abandonado al insomnio de la ausencia teñida de decepción como ha descubierto a San Manatí.

En la República maya hay otras ciudades peores le han dicho. Kan há por ejemplo, el puerto de oro, paraíso que se extingue, Babel abierta que incita, limita, imita, invita y a menos de un siglo de vida también vomita. Tiene conocidos que la viven y la sufren con la fama de sus playas blancas y sus rojos asesinos, sus azules aguas y sus polícromos traficantes, sus verdes selvas aledañas y sus dorados días de fiesta permanente.

Su paso no mengua, prosigue guarecido de la mente que divaga exangüe, soporta la ceguera del hombre que contiene. Luego se detiene en seco. Acaba de pensarlo y se descubre sin contexto porque no se sabe el nombre de estas otras calles, ni de la colonia, permanece de pie contemplando el camino andado, los postes apagados o apenas parpadeantes se le antojan como las velas de Kavafis, dando entristecida cuenta de los días perdidos.

Ya está muy cerca de la avenida, dobla a la derecha y gana la esquina iluminada. Ha detenido el paso para aspirar ese aire caliente y pastoso de humedad salina. A tiempo se detiene, el instinto le frena, que no la vista porque además ha salido a la calle otra vez con los ojos desenfocados por las muchas horas de edición de textos ante la pantalla y aún no se normalizan, a sus pies un hombre yace. Todo grasa y negritud en atavíos decadentes resopla sobre el suelo con ecos olfativos de licores agrios que rezuma entero. ¿Llegó a medias forzado, invitado a medias como él a la ciudad? ¿Ha nacido en ella?

La prudencia le urge que se marche cuando el hombre se revuelve en el suelo y le pregunta la hora con malos modos, pero la necesidad de conocer historias lo retiene ¿Fue abandonado ahí por su familia y aceptando aquel castigo se ha dado a morir en la calle lentamente? ¿Ha pensado en suicidarse con la hamaca como hacen aquí los muchos derrotados porque dicen que proporciona una muerte dulce y casi indolora? Parece un consuetudinario visitante de las redomas y las damajuanas que ha olvidado las historias de que estaba hecho. Le da la hora y sigue su camino mientras el otro murmura maldiciones monumentales y vuelve a ser un feto indómito e indefenso en el cálido vientre de la esquina de Bravisal y La Paola.

martes, 5 de mayo de 2009

La vida en el envés

El sabio avecindado

Por Saulo Tertius

Como los días transcurren en semicuarentena durante la prueba de las cepas que precisan los poderosos para vender sus medicinas a las naciones empobrecidas, no ha habido gran cosa que contar; así que de burlas y veras, les contaré el germen de una historia que no por fantástica en su origen, deja de ser verdadera para una cabeza rala y muy mucho encanecida que han visto mis ojos moverse sobre camisetas con letreros, pantalones holgados y extravagantes calzaletas.

Mesías Brunapeña y Galopanda tiene la cara sonriente de los hombres que ya saben la respuesta y se gozan con la torturada faz de sus interlocutores cuando se devanan el cerebro buscando un sustantivo, los verbos, los complementos con qué formar una oración perfecta porque incluso cuando hablan les atrapa al vuelo las comas mal colocadas, los gerundios engorrosos y claro, los adverbios cuyo rigor lingüístico elimina. No hay ciencia en ello, en realidad no sabe mucho, pero es un rey tuerto entre los afásicos escribientes de San Manatí, lugar en que ha reinventado el idioma por razones que podríamos llamar “de estilo”, según las insondables leyes de su hastiada obstinación.

Nació en un lodoso rincón de la Nueva Santander, en una tierra que mutaba de infernales calores y sequía polvosa en el verano a casi una laguna en cuyo lecho papá Brunapeña, cultivaba la tierra y los habidos hijos, despellejándose con el trabajo en la misma actitud reverencial y culta con la que el sabio Hesiodo se dio a producir la tierra mientras escribía con soltura su investigación sobre los enrevesados parentescos de los dioses, los hombres, los héroes y los semidioses de la Hélade; o al menos esa es la épica personal del postizo sanmanatiense, quien afirma que su dicho patriarca fue apóstol de la posrevolucionaria escuela rural.

Es incapaz de hablar: siempre pontifica. Con su personal cosmovisión traspone la razón de sus oidores, hiere sus corazas y si esgrimen delante suyo pensamiento opuesto de andamiaje que según su juicio sea menor apenas a los libros, anécdotas, nombres, acuerdos, tratados, recuerdos, fechas, maestros, enfermedades, remedios, casas, mujeres, ciudades y oficios abundantes como ha leído, vivido, escuchado, testificado, comprendido, recordado, tenido, padecido, conocido, habitado, trabajado y aprendido, entonces suele ser inmisericorde y demoledor como no conoce nadie, aunque la razón le sea ausente, lo que pasa todo el tiempo.

Carga con el talante exasperado de la tozudez que tan rauda se reproduce, exhausto dentro de sí por la espera de un país más inteligente, decidido, sensible y racional, dice él, tan ahíto de renunciación a las muchas grandezas que tuvo a mano y que rechazó dice también, por no encadenarse a las muchedumbres, por evitar la domesticación con que le acosan las grandes empresas transnacionales, los colosales organismos públicos, las inmensurables instituciones universitarias que se anuncian nobles y de cuya vileza está tan seguro como que el ron ha de tomarse solo, apenas de cola pintado y con abundante hielo.

Las mujeres han sido su calvario, si bien siempre hablará gloriosamente de aquellas a las que alguna vez ha pertenecido. Todas ellas brillantes, hermosas, cotidianamente evolutivas y sensibles, fuertes, independientes que por una u otra causa han volado de su hogar una vez y alguna más, por alguna infidelidad suya, su implacable intolerancia o porque parece destinado siempre a cosas más grandes que las ya tenidas, pero las isleñas del yoruba son sus preferidas. Cada año las visita y las conoce como se dice bíblicamente y tanto, que de vez en cuando se ayunta en nupcias con alguna que más tarde se marcha donde los anglos diezmaron a los indios.

Se han ido como sea. Le han dejado a solas con sus poderosos recuerdos, sus fantasmas diarios y esa fértil soledad en la que ha tejido historias que luego, como Penélope esperando a Ulises y postergando incómodos amantes, desteje porque el mundo no las merecía, porque no eran sólidas o porque siempre las termina insatisfecho, como el genio verdadero, que no dejará obra concluida o al menos firmada.

Porque Mesías Brunapeña nada firma de cuanto escribe: ni la agria erudición de su columna Señales, con la que enjuicia la estructura que sostiene a las naciones y las leyes, ni sus muchas reflexiones donde llama inútiles a reyes y princesas y embiste a la gente de la calle tanto como al senescal de Montana Ross, su secreto socio. Cualquiera supondrá, y no sin justicia que un periodista que no firma no tiene buenas intenciones, o buenos modos, o ética de trabajo, dice en su descargo que en su caso hay otras razones. No, tampoco es la modestia venenosa o la jactancia de humildad vestida, no la idea panóptica de la obra universal que todos escribimos juntos. No.

Está muy lejos de ser un viejo zorro, pero tampoco es el viejito zurrado, disfraz en que a veces se esconde por ver que pesca en los bares abisales que visita por ver si las ebrias hijas de Meridia caen en esos brazos que ejercita con un costal de box para paliar la soledad en que se mueve cuando está en esos períodos de entre nupcias.

Hasta aquí el retrato de esa otra mitad del antiguo trajas. Como siempre nada les he contado, apenas una ficticia crónica de entretenimiento con la qué pasar la cuarentena a que nos obligan los bacteriológicos ares angloparlantes que dólar y crisis en mano, siguen imponiendo su ley desde los polos y hasta los manglares.