domingo, 17 de mayo de 2009

La vida en el envés

Las visiones del brujo

Por Saulo Tertius

Al principio no sólo no lo creí, sino que me dio risa. Luego Cihuanicté me preguntó por qué otra razón yo podía verla cuando nadie más en San Manatí lo hacía, pues sólo se deja ver cuando lo desea. Al fin me dijo que para decírmelo de un modo convincente y suave había arreglado que los taltos Mayfair -Ashlar y Morrigan- y yo nos encontráramos, pues ellos huelen a un brujo de modo inequívoco.

Luego vinieron los sueños, las visiones y la escucha de las mentes cercanas. Ahora es como si la Bene Gesserit del Clan de los manglares me tuviera bajo entrenamiento. Puedo ver a través de otros ojos y escuchar los pensamientos y las emociones de otros, si me lo propongo. Es como si yo fuera ellos, o viajara dentro de ellos. Veamos:

Camina un hombre solo como ha hecho muchas veces y como muchas más lo hará sin apenas reparar en ello. La calle es un desierto erizado en sombras. Sólo unos tajos de luz cortan la oscuridad en que se mueve casi como autómata. Aunque la luna está colgada en el cielo, la humedad ascendente la convierte en un espejismo pegajoso, apenas triste. Va lleno de pensamientos que no cuajan en una reflexión ordenada, que tan pronto como forman un hilo argumental se pierden por ramas tangenciales que lo llevan desde Dios al sexo, de su cuerpo a la música que lo iluminó cuando pequeño, de su ojo ciego a la ausente figura paterna que padeció y en la que no desea convertirse, de los ojos risueños de su esposa a esa población fronteriza indolente y enajenada. Su morosa ponderación de lo vivido y lo por vivir no le permite tomar control sobre las circunstancias en que por ahora se desenvuelve su vida.

Avanza. Oscuridad casi compacta le frena como quien desea correr estando atado bajo el agua. Se pregunta qué hace ahí, qué busca en esa, la última ciudad de ese país que fue cercenado al suyo, intacto como continúa en otro mundo posible. Se cuestiona sobre cómo este éxodo suyo que apenas puede resistir podría soportarlo su familia, que se ha quedado atrás a la espera de que su partida pueda traducirse en una feliz prosperidad que les una pronto nuevamente. Camina solo en esa calle que no lo reconoce, mueve los pies como quien teme un obstáculo, anhela la luz que se observa en la avenida que se adivina más adelante.

Una promesa lo trajo. Una que le habló de trabajo y amistad, felicidad posible y al alcance de la mano; una promesa de prosperidad sin cuento que sólo es posible ahí, en esa tierra de mares turquesa, ríos subterráneos, heptácromos cuerpos lacustres, selvas mágicas de riqueza inagotable donde los pobres de los más serviles oficios mutan en astronómicos magnates, mentira todo lo ofertado, o verdad menos que a medias, ahora lo sabe.

Hace calor siempre. Lleva más de un año ahí y no deja de notarlo. Tiene la ropa pegada al cuerpo y se reprocha haber caído de nuevo en la tentación de caminar como hacía en el pueblo de montaña del que viene, donde anida un perenne invierno. Tenía que venir aquí, precisamente donde el verano estableció sus cármenes. Caminar es bueno para su corazón, le han dicho, por eso lo hace, pero en esa negligente aldea urbana parece un suicidio por deshidratación.

Nadie oye su risa no es esa que cautiva a las mujeres y le libera francamente. No. Se trata de una carcajada dolorosa que ha venido a ser porque desea sentirse optimista a toda costa, feliz a como dé lugar, dar al tiempo malo buena cara, como dicen. Ganar esa batalla a que la vida y un mendaz amigo le han forzado porque no puede fallarse, pese a los engaños y la mofa que a sus espaldas el venido a magnate tropical hace a sus espaldas, según le han comentado los amigos mutuos.

Camina esquivando los ladridos de los perros, ignorando el amor a primera vista de su estómago hacia los abundantes puestos callejeros de hamburguesas. Las voces, relámpagos de luz en el silencio, atraviesan sus oídos. Ahora ella no está a un giro de distancia por las noches. Aunque estire la mano no encontrará su perfumada piel, templo de tibieza viva en que pace su deseo, no su cadera redentora, tampoco su seno generoso. Aspira fuerte y no acierta a beberse los efluvios de su cabello luminoso y abundante. Ya no hace frío, no la sentirá acercarse buscando calor mientras se le pega al cuerpo. El único cuerpo que tiene a mano es el suyo y se mueve ausente, abandonado al insomnio de la ausencia teñida de decepción como ha descubierto a San Manatí.

En la República maya hay otras ciudades peores le han dicho. Kan há por ejemplo, el puerto de oro, paraíso que se extingue, Babel abierta que incita, limita, imita, invita y a menos de un siglo de vida también vomita. Tiene conocidos que la viven y la sufren con la fama de sus playas blancas y sus rojos asesinos, sus azules aguas y sus polícromos traficantes, sus verdes selvas aledañas y sus dorados días de fiesta permanente.

Su paso no mengua, prosigue guarecido de la mente que divaga exangüe, soporta la ceguera del hombre que contiene. Luego se detiene en seco. Acaba de pensarlo y se descubre sin contexto porque no se sabe el nombre de estas otras calles, ni de la colonia, permanece de pie contemplando el camino andado, los postes apagados o apenas parpadeantes se le antojan como las velas de Kavafis, dando entristecida cuenta de los días perdidos.

Ya está muy cerca de la avenida, dobla a la derecha y gana la esquina iluminada. Ha detenido el paso para aspirar ese aire caliente y pastoso de humedad salina. A tiempo se detiene, el instinto le frena, que no la vista porque además ha salido a la calle otra vez con los ojos desenfocados por las muchas horas de edición de textos ante la pantalla y aún no se normalizan, a sus pies un hombre yace. Todo grasa y negritud en atavíos decadentes resopla sobre el suelo con ecos olfativos de licores agrios que rezuma entero. ¿Llegó a medias forzado, invitado a medias como él a la ciudad? ¿Ha nacido en ella?

La prudencia le urge que se marche cuando el hombre se revuelve en el suelo y le pregunta la hora con malos modos, pero la necesidad de conocer historias lo retiene ¿Fue abandonado ahí por su familia y aceptando aquel castigo se ha dado a morir en la calle lentamente? ¿Ha pensado en suicidarse con la hamaca como hacen aquí los muchos derrotados porque dicen que proporciona una muerte dulce y casi indolora? Parece un consuetudinario visitante de las redomas y las damajuanas que ha olvidado las historias de que estaba hecho. Le da la hora y sigue su camino mientras el otro murmura maldiciones monumentales y vuelve a ser un feto indómito e indefenso en el cálido vientre de la esquina de Bravisal y La Paola.

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