lunes, 24 de enero de 2011

El pilganero

Por Juan Päblo Picazo

Para Julio Ricardo Picazo, in memoriam


Iba siempre caminando por las calles con aire preocupado. No parecía cansarse nunca recorriendo la Cuernavaca de entonces, segura y hermosa aunque pequeña y provinciana.

No iba solo, de eso estaba yo seguro, pues dialogaba con alguien a quien jamás pude ver. A veces se quedaba parado y hacía cuentas con sus dedos nudosos y llenos de tierra y creo que no le salían porque arrojaba los brazos a sus costados como decepcionado y se ponía a decir que le preocupaban las personas.

Yo no sabía quién era, sólo entendía que era parte de la ciudad. Dormía en los quicios de las casas y los templos; buscaba comida en la basura y pasaba el día yendo de la Madrileña al Mercado Adolfo López Mateos y de éste hasta el Sardinero en las Palmas; luego se guardaba debajo de un árbol en las horas del calor, y seguía hablando.

Cuando yo preguntaba a cualquiera qué le poasaba a ese señor me mandaban a jugar y dejarme de bobadas, lo llamaban loquito, vagabundo, limosnero, ladrón y vago, y yo no sentía que fuese nada de eso, a mí siempre me sonreía con un canino y otros dientes amarillos como a punto de caerse.

Curiosamente fue Ricardo mi hermano menor, quien nada sabía y por ello era el más indicado para pronunciar las verdades públicas, quien me dijo un día:

—El loquito no es loquito. Es un pilganero.

Mis escasos siete años se resistieron a esa palabra rasposa y amarilla, no me gustó, le dije a Ricardo que estaba loco, que no sabía lo que eso significaba y tuve que rendirme a su decir clarividente cuando, haciendo uso de la plenitud de su mitomanía decretó:

— Un pilganero es el que se hace pulseras con cualquier cochinada.

Cuando volví a ver al hombre noté algo en lo que jamás me había fijado: llevaba en las muñecas una multitud de ligas, cadenas, elásticos, cordones, agujetas, diurex, cinta adhesiva, mecate de tendedero, en una palabra, podía bien tratarse del rey, el dios de los pilganeros.

Después ya no más. Desapareció de pronto. Sus infinitos y concomitantes sucesores son distintos y no les creo porque se han ganado la calle de modos que no comprendo bien. Quienes lo conocieron dicen que no, que él por dignidad había decidido "dejar de ser persona" y retirarse a la bondad de las calles.

viernes, 21 de enero de 2011

La vida en el envés

Vorágine

Por Saulo Tertius

Un huracán de humo negro. Una llama incorpórea me rodea. Afuera es la nada y a mi lado gravita la flecha emplumada de Cihuanicté. La voz del ecapuchado se desvanece y una rara impresión de su mano tratando de asirse a mi brazo se evapora. Otros ruidos emergen lentamente: aves, voces humanas que se entremezclan y un oleaje turbio, lento y vacilante.

La vorágine amaina, el mareo cede lentamente. Sigo ardiendo y mi cuerpo suda, es como si respirara sobre una olla en la que el agua para el café está hirviendo. siento un golpe que me abarca el cuerpo todo, una sacudida. Abro los ojos: el sol me ciega. Un par de espías citlaltecas se acerca. No sé dónde estoy ni cómo llegué aquí, pero me atraparán otra vez.

Estoy muy débil, lo noto mientras uno de ellos me levanta y se prepara para arrastrarme al tetraplaza que espera enfrente. El otro sonríe, está a punto de golpearme cuando la flecha de Cihuanicté hace blanco en su cabeza. Cae, su compañero me suelta y corre a verlo. Me abandonan de nuevo en el pasto que mira a una bahía gris. Muy cerca, los manglares se antojan un refugio.

— Estás en casa. Calma, yo te cubro.

Identifico la voz y el fétido buqué de la boca que me habla y no necesito abrir los ojos pára ver el rostro de Grangaznate, el gigante posadero de San Manatí. Parlotea: Que Dáidalos le avisó que él y los demás debían vigilar las puertas por consejo de Cihuanicté, que yo regresaría por una de ellas envuelto en la niebla negra de Lobo Zacppai; que todos acudieron con premura menos la niña anciana, Doménica de Alcázar, quien se ha enterado que llevo dentro o alrededor mío a Lobo Zacppai y teme que me domine y la ataque.

Casi no le entiendo, habla en esa lengua tosca de todos los gigantes, parece que me lleva donde el Clan de los Manglares, yo quiero que me lleve a la Calle Petcacab, donde mi polvorienta casa espera, quiero revisar los libros que me forzó a guardar la diablesa Adler, necesito una explicación.

martes, 11 de enero de 2011

Viento encadenado

Fin

Por Juan Pablo Picazo

No se imaginaba que el fin del mundo fuese así. Nada tenía que ver con las profecías de los antiguos. Tampoco se parecía a lo vaticinado por los videntes que pontificaban en los medios electrónicos. Menos aún tenía algo que ver con las oscuras y rebuscadas visiones de los escritores de todos los tiempos.

Era simplemente ese agotamiento de la tierra, el cansancio apoderándose de las cosas y la honda raíz del hastío en todas las personas. Era el hambre abriéndose paso sin dramas. La enfermedad apacentándose en los pastos y las bestias y las aves y los peces y los hombres sin oposición y sin prisa alguna.

Todos se sentaban por ahí para esperar lo que viniera primero: el hastío, la enfermedad, la muerte. Se dejaban consumir en una sola actitud desesperada. Nadie se disputaba la comida por las calles, nadie buscaba un mejor lugar, ni mejor compañía. Ni siquiera se acercaban a la sombra de los árboles, estos caían por montones diariamente, devorados por las más funestas plagas.

No importaba. Estaba hecho. Él y los elegidos volaban ya para tomar posesión de otro globo, uno nuevo y limpio. Ahora sí -juraba interiormente- nada sería contaminado.

lunes, 3 de enero de 2011

La vida en el envés

Despertar
Por Saulo Tertius

Ahora que lo pienso, despertar nunca me había parecido especialmente interesante. Siempre me puse en pie tan pronto como abrí los ojos, y siempre recordaba todos mis sueños. jamás fue raro, ni siquiera en la lejana infancia cuando me parecía que acababa de acostarme, y ya me llamaban a prepararme para la escuela. No. Despertar era cualquier cosa, lo de siempre.

Esta vez fue distindo. Lo primero que experimenté fue el sabor a sangre en la boca, el dolor en todo el cuerpo y las voces asustadas de gente metida en batas blancas y la urgencia de salvarle la vida. Otra vez los pinchazos, la electricidad golpeando el cuerpo y otra vez la voz de Hades-Mictlantecuthli, pero ya no me reclamaba que Lobo Zacppai engullera las almas dispersas por la Estigia, el Leteo y las otras regiones del Mictlán.

- Bienvenido al mundo brujo... Me saluda Hades y con los ojos casi abiertos, lo veo vestido de verde olivo sin insignias y con una capucha que le oculta el rostro. No, no es Hades, sino Rosalío Pat Guerrero, el siniestro ministro del interior en la República Citlalteca. Me pregunta nombres, habla de una conjura para desestabilizar el Gobierno de Alcibíades Igareda Tezozómoc, me siento cansado, no hay manera de contestarle pues mi mente va desde Luna'la y su traición silente y prolongada, a la aparición de Lobo Zacppai, que ahora es a las claras parte de mí mismo.

La voz femenina que he venido escuchando desde hace día instándome a dejar mi estado de disolución en las orillas de la Estigia, habla con el encapuchado:

-Comandante. El hombre no puede hablar aún, sus patrones cerebrales son muy confusos, no vale la pena insistir. Si se esfuerza podríamos incluso perderlo.

El sueño mastica mis ideas y no sé muy bien quien soy. Lo oigo caminar por la sala percutiendo el piso con sus estopreoles. Abro los ojos como mejor puedo. Se me acerca y estudia mi rostro. Yo trato de enfrentarlo. Aquel encapuchado es el verdadero poder de la República Citlalteca. Se me acerca y me dice pronunciando muy clara y pausadamente:

-Yo me encargaré de que vivas mucho tiempo, pero lo harás en mis jaulas. No tendrás lengua para perorar ni manos para escribir tus necedades. ¿entiendes? La próxima vez que abras los ojos mi promesa estará cumplida, no eres tan brujo como crees. Estas bajo mi poder.

Las batas blancas se mueven de aquí para allá, hablan de instrumnental quirúrgico, de anestesia y ... "nada de anestesia" dice la voz del encapuchado. Reparte órdenes. Algo raro ocurre, ¿me desmayo? el ambiente comienza a oscurecerse, es como si se llenara de humo negro. Al fondo de la sala, recargada contra el muro, aún alcanzo a ver a Ciahuanicté, que apunta su arco hacia mí ¿quiere matarme? No puedo moverme, estoy atado a la cama, no puedo gritar, una gruesa sonda atraviesa mi garganta. El encapuchado grita y se me viene encima.