miércoles, 24 de octubre de 2012

Onirosofía

Bogotá de las Ánimas

Por Juan Pablo Picazo

Sé que suena absurdo, pero juro que esto me pasó una vez en Cuernavaca, esa ciudad que alguna vez tuvo una primavera eterna y nosotros, ajenos como somos a la eternidad, conocimos sólo por el testimonio de nuestros padres y nuestros abuelos, supinos habitantes del paraíso.
 
Pasó más o menos así. Estábamos de vacaciones. Gabi y yo habíamos dejado por unos días las giras de trabajo, los escenarios, las firmas de autógrafos y los aplausos, aunque ni recuerdo de dónde o cómo vino tanta celebridad. Yo andaba muy tenso por aquellos días porque casi no hacía pie en casa y tenía mucho trabajo; ya sabes, calificar exámenes parciales, escribir mis propias historias, libros qué leer acumulándose en todos los rincones del estudio y bueno, también necesitaba desesperadamente descansar de las clases, los medios en los que escribía y el trabajo teatral.
Entramos en La Maga para comer algo, recordar viejos tiempos y disfrutar de cualquier acto cultural que ahí hubiera, por ejemplo el cine club de los jueves al que tanto nos gustaba acudir. Pero no. La Maga ahora parecía un bar. Todo había cambiado: las luces, las sillas, las mesas, la decoración, el menú, y hasta el aspecto de la calle donde se encontraba. Tanto, que puse cuidado en mirar afuera el letrero de ubicación que decía: “Calle Comonfort Morrow”, me sonaba algo raro, y eso que yo era cuernavacense de pura cepa.
 
Como sea, Regina parecía no haber cambiado, y al descubrirnos a Gabi y a mí entre los asistentes a su lugar, fue derecho a saludarnos como siempre. Mientras lo hacía, sacó un micrófono de entre sus ropas y daba las buenas noches a la concurrencia —debía ser horario de verano porque hacía mucho calor y el sol se colaba por las ventanas— apartando la voz del micrófono nos saludó, y luego nos pidió que subiéramos a su escenario. A Gabi le entusiasmó la idea, pero a mí no, ¡estábamos de vacaciones!
 
Algo molesto por lo que en ese momento me pareció una puntada inoportuna de Regina, salí a la calle y ellas dos me alcanzaron con expresiones algo divertidas por mi enojo. ¿Qué les pasa? Le dije a Gabi que yo no quería ni declamar, ni actuar porque estaba de vacaciones y ellas reían casi hasta las lágrimas dizque porque estaba yo chípil y que no era para tanto y que debía subir al escenario de La Maga, como seguramente quería en mi interior, lo cual no era cierto.
 
Mientras reían así, descubrí una banca y me senté a esperar que se calmaran. Fue peor, porque la banca comenzó a deslizarse, y aunque ellas seguían riendo, vi sus rostros asustados y extendieron las manos como para salvarme, lo que me pareció raro porque en ese momento yo estaba muy cómodo sentado en asiento metálico que se movía por su propia voluntad.
 
Cuando la banca se alejó lo que me pareció ya demasiado, traté de bajarme. Pero todo a mi alrededor había cambiado, en lugar de la banca solitaria en la que me había sentado, iba yo en el basto asiento de uno de esos falsos trenecitos en que se pasea el turismo. Sentados alrededor venían un adolescente que lloraba desconsolado abrazando sus piernas, un par de ancianas muy calladas, una joven mujer de mirada perdida y tres o cuatro niños que miraban hacia todos lados con el espanto impreso en el rostro.
 
¿Qué clase de turistas eran aquellos? ¿Y qué le estaba pasando a Cuernavaca? A medida que el falso trenecito avanzaba, se intercalaban los edificios morelenses y algunos de Europa oriental que yo había imaginado antes en Praga o Budapest, lugares que por supuesto jamás he visitado. No importaba, el sol parecía detenido en esa fase del crepúsculo cuando las sombras se alargan.
 
Ya me preguntaba dónde carajo estaba yo porque entre el Jardín Borda y el Hemiciclo a Juárez estaba el edificio de departamentos en donde mi amigo K vivía antes de ser detenido por la policía, cuando vi el letrero. Negro sobre plata, decía: Bogotá de las Ánimas. ¿Colombia?, me pregunté. “No”, dijo una voz.
 
Miré y era un hombre de rostro amarillento y ojos turbios que me miraba moviendo la cabeza de un lado a otro y no supe si lamentaba mi torpeza, se condolía de mí o tenía un tic nervioso. Decidí preguntar qué transporte me llevaría de regreso hasta La Maga, cuando una reja que bloqueaba una calle se abrió y atrapó el camión turístico parándolo de súbito.
 
En los vagones de adelante -¿qué no era un camión?- comenzaron a escucharse gritos y junto a mí había unas mesas donde un hombre con aspecto de carnicero sacaba filetes del rostro de un recién nacido. Quise reclamarle su actitud, pero no llegué siquiera a abrir la boca cuando me miró y escupió una risotada:
 
-Nuevo, ¿no? ¡Pero si estás en el infierno! Así como ves, no hay diablos que te torturen, ni llamas eternas. Sólo nosotros en plena conciencia y con hambre perpetua. ¿Y qué crees? ¡Aquí no hay comida! No sales de este lugar, debes comer y lo único comestible somos nosotros y nos devoramos unos a otros siempre. Ya me ha pasado y siempre es horrible, así que mejor tú que yo.
 
El miedo que sentí entonces no puede ser descrito, está más allá de las palabras. Así que corrí buscando una salida, un refugio. Casi puedo decir que me dejaron escapar, parecía loco y quienes me veían me señalaban. Un tipo armado con una barreta hizo amago de ensartarme en ella y me dejó ir. Mientras corría sólo escuché cuando dijo: “Todos los nuevos corren hasta caer rendidos…”
 
Lo pensé, era cierto. Tarde o temprano me cansaría, dejaría de correr y me escondiera donde me escondiera, ellos al final vendrían por mí y yo estaría inerme, cansado y dispuesto para el cuchillo como un animal de granja cuyo amo conduce hacia al sacrificio.