El atropellado
en falso
Juan Pablo
Picazo
Las dos veces
que me han atropellado han sido extrañas, o ridículas si se quiere. En ambas he
salido ileso aunque con un susto que me ha sumido en un largo estado que bien
podríamos catalogar de conciencia trascendente, sin que a la larga lo haya
sido, pues no hubo revelaciones que me hayan sido comunicadas por angélicas
voluntades superiores, ni nuevas y preclaras misiones vitales que de golpe haya
comprendido.
En cada ocasión
los conductores que me han embestido han tenido el nunca bien ponderado oficio
de taxistas, buenos hombres imagino, cuyo susto ha sido mucho mayor que el mío
—o lo fue al menos en el segundo caso ya que debí auxiliarlo luego— y en ambas
por hacer justicia a la verdad, mía y sólo mía ha sido la culpa; o en todo caso
de mi ceguera monocular; o del médico que atendió con enjundiosos fórceps mi
nacimiento y dañó mi nervio óptico; o de mis padres, quienes por dar cauce a la
satisfacción de un sacrosanto antojo al octavo mes de embarazo, emprendieron
una azarosa excursión en motocicleta por la montaña morelense en busca de
cecina, cuando fuimos derribados por una gruesa rama en mitad de la carretera,
en fin.
En mi segunda
experiencia cercana con la defensa de los autos de alquiler, el chofer frenó
casi al mismo tiempo que yo abrazaba la unidad como si me diera gusto verla;
ignoro si la inercia andaba de vacaciones o alguien se comió entonces las leyes
de la física, pero ahí quedé abrazado al cofre del auto sin los vuelos
devastadores que en tales casos suelen producirse, aunque como es natural, no
sabía si estaba yo completo o de plano ya no estaba.
Todo estaba
congelado. La luz seguía en rojo y el monito en verde, los colectivos iban con
lentitud de niebla por todas partes, los ruidos de la cuernavacense noche se
callaron unos instantes y el motor dejaba de ronronear poco a poco debajo mi
panza. Que en ese momento justo era el centro del cosmos.
Cuando los
ruidos volvieron, traían un aderezo de gritos e insultos, autos que frenaban y
pasos precipitándose alrededor de mi. Entonces me puse en pie como si tal cosa
mientras algunos buenos ciudadanos mutaban en doctores callejeros para realizar
equívocas auscultaciones, opinar sobre el deficiente trazo de nuestras calles,
sobre el consabido desenfreno de los buenos taxistas, quienes se mueven a
velocidades supersónicas a fin de completar las abultadas cuentas que les piden
sus patrones, tener lista la plata para el combustible y finalmente, si queda
algo, llevarlo de ganancia a casa.
Mientras las
germanías se mezclaban airadas o azoradas todavía, miré al parabrisas donde un
hombre no mayor que yo, lloraba asustado y aferraba su volante con fuerza, como
si con ese acto de contrición pudiera resucitar al muerto que creía tener sobre
su auto, no sé si de veras funcionó y fue sólo por eso que me puse en pie.
Le hablé, aunque
suene ridículo le dije buenas noches señor, yo soy su atropellado. Quise ser
cortés y también pronuncié un mucho gusto en conocerlo; le expresé también
cálmese porque no me pasó nada, y mire, creo que compartimos un milagro o vaya
usted a saber y decentemente y no sin pena, también comenté dispense, pero
tengo ceguera nocturna, no siempre es grave, sólo que ahora además se voló una
luz roja y pues como venía por mi diestra invidente no pude evitar que pasara
este mal rato.
Mi prójimo
taxista me miraba confundido: sus ojos pasaban de una azul beatitud que
agradece a Dios salir con bien del trance, al rojo asesino que se guarda a
duras penas de hacerle la eutanasia al maniático que se le ha atravesado en
forma semejante, como si pasar las luces rojas fuera una nadería y ser un peatón
a medias ciego un pecado mortal o ya de menos la más atroz de las faltas viales.
El coágulo de las
avenidas Cuauhtémoc y Plan de Ayala se disolvió con una micro dosis de policía
de tránsito acercándose con apetitos de ganarse un dinero extra cuéstele a
quien le cueste. Como los demás, me hice ojo de hormiga y enfilé rumbo a casa,
me faltaban aún treinta minutos de trayecto al cabo de los cuales ya había
olvidado el incidente hasta nuevo aviso.
La primera vez fue
menos aparatosa y grave en lo físico, intrascendente incluso, pues no pasó de
un rechinar de llantas, apenas un beso de lámina caliente, y eso sí, el
catálogo completo de altisonancias correspondientes al caso de que alguien
medio atropelle a un escuincle que juega en la calle a la pelota. Eso último
fue devastador, y no tanto escucharlo como la conclusión de mi madre, quien en
medusa convertida por la furia, me espetó: — ¡Te dijo hasta la despedida!
Entonces
fue. Empecé a creer que todos los seres humanos estábamos conectados por
cristalinas y frágiles membranas invisibles y que si alguien te decía
“córtalas”, las rompía aunque sin daño permanente pues uno siempre volvía a los
amigos pero que si alguien te decía “la despedida”, entonces rompía la membrana
para siempre y desde entonces estabas un poc más aislado de todos cada vez..