domingo, 25 de noviembre de 2012

Onirosofía

Ornitocostes jótnicos

Por Juan Pablo Picazo

Apenas ensolece y ya nos han aupado, parece mentira. Siento casi como si apenas hubiese dado mi cansancio al inquítrico silomenio. Como sea, no parece que haya ensoñado, desde hace mucho que no. Ni que fuera uno de esos Aristocuarzos.

Hay que moldentar apenas unas urdimbres de nata con azúcar y lanzarse de nuevo a la diaria inclufrejada en el Yebefresnal para lo mismo de siempre: desrutecer los patotones equinogénicos, teclanescentes, y vulnefrecir las sofosintartas de orgacalema, las oniclerosas léngulas piridosales.

Y a ver, así que alguien me hable de las bondades de los dioses, no. Banticocintro es un dios cruel, nos dio la inmortalidad para no lidiar con la necesaria creación de nuevos esclavos en sus campos. Así cualquiera es un dios, con siervos que cultivan y recogen mundos. Ya quisiera yo mirarlo aquí, trabajando a seis manos, con los pies desgarrados diariamente por esas raíces que se defienden hasta con los dientes para que no las arranquemos.

Cada décimo dayo sin embargo, descansamos. Vamos juntos a la Iltérida, escuchamos a los mendacios y dedicamos el resto de las horas a cabalgar escuchimicuaxtles hasta que lunece y vamos de nuevo al silomenio. Al ensolecer comenzamos otra vez la tarea de desrutecer los patotones equinogénicos, teclanescentes, y vulnefrecir las sofosintartas de orgacalema, las oniclerosas léngulas piridosales.

La vida es dura. Y no vale de nada escapar, esto es lo único que existe. A veces, algunos de nosotros han desaparecido introduciéndose en los filogendores para gestarse dentro de los mundos con que alimentamos el monstruo ese que le acompaña, el tal universumio, dicen que ahí pueden vivir cortas y fecundas vidas y luego apagarse agradecidos, dicen que no faltan oportunidades de crecer y ser recordados como grandes genios, dicen que es fácil, pues con todo lo que sabemos del oficio de ser dios, no lo dudo, pero…

Estoy muy cansado, esta noche me llevaré un foligendor y me cofragrediré en él para probar de una vez por todas si lo que dicen es verdad, no aguanto un dayo más, no quiero regresar a la Iltérida dentro de seis soles. Debo apresurarme porque ya casi ensolece de nuevo y los jótnicos ornitocostea están listos para su canto.

martes, 13 de noviembre de 2012

Onirosofía

El departamento

Por Juan Pablo Picazo
 
Llevaba demasiado tiempo planeándolo. La mudanza era un tema que ocupaba su mente por entero, desde la punta del sol hasta la salida de los lagartos. Llevaba siglos tratando con cargadores, choferes, embaladores y casaeros. Lo había visto todo de uno al otro lado de la ciudad. Su elección estaba hecha y ya nada podía cambiarla.
 
Hoy era el día. ¿O no? ¿Por qué entonces el departamento aparecía umbroso, maloliente, manchado de humedad y lleno de albañiles catalépticos regados por el suelo? No se parecía en nada al espacioso, iluminado, bien ventilado y moderno loft que había alquilado a la aristocrática señora que se veía obligada a rentar por partes el viejo palacete que había sido de su familia durante siglos.
 
Érika, cargada de objetos y enseres que no confiaba a las mudanzas, hacía malabares para no pisar a aquellos hombres que ronroneaban ora como gatos, ora como motores discretos y sencillos. Afuera se escuchaban las estruendosas imprecaciones de los mudanceros que la acompañaban. Al fondo, en la otra habitación, estaba su casero parado y silencioso como un cirio, con el mismo aspecto de aristócrata venido a menos, pero no era más una señora, sino un hombre viejo. Al reconocerlo, hacia él se encaminó.
 
El hombre no parpadeaba, tal era la silenciosa e intensa atención que dispensaba al otro rincón del cuarto donde un oscuro bulto gemía entre periódicos, ropa vieja y restos de comida en descomposición, aunque lucía tan apetitosa como si hubiera sido recién preparada. Sobreponiéndose al asco inicial, Érika se asomó a ver aquello y quedó maravillada: era una hermosa perra dando a luz sus cachorritos.
 
Se quedó mirando embelesada, pues tanto era el amor que profesaba a aquellos animales, que soñaba con adoptar a cientos. Antes de que pudiera pensarlo de nuevo, nació el primero. Ahí estaba: una buena cabeza canina en el incongruente cuerpo de pollo rostizado. Aquello la hoororizó, su amor por los perros comenzó a ser cuestionado.
 
Miró al hombre, y vio que él no parecía encontrar extraño el asunto, pues miraba arrobado de felicidad el acontecimiento; su expresión no cambió cuando el milagro se repitió otras tres veces más. Ella quiso decir algo, aquello era contra natura, ese raro animal moriría tarde o tremprano, pero antes de que pronunciara la primera sílaba, aquella criatura sin plumas escapó volando por la ventana. El casero se asomó, y de espaldas a Érika repuso:
 
—No se apure, todavía no tiene alas, no puede ir muy lejos. Su perro volverá pronto.
 
Notó que se relajaba, aunque quiso protestar, y el milagro aún no concluía, pues los perros seguían naciendo y escapando. La perra gemía con cada alumbramiento y los mudanceros ya habían dejado un caos de muebles y albañiles por todo el departamento. El casero sonrió, puso dos juegos de llaves en su mano y desapareció por la puerta principal, no sin antes felicitarla por el feliz acontecimiento.
 
Ella se quedó en pie. Los albañiles dormidos seguían ronroneando, los perros revoloteaban y de cuando en cuando regresaban sólo para salir de nuevo. No sabía si estar feliz en su nuevo departamento.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Onirosofía

La clase

Por Juan Pablo Picazo

Me esperaban con voracidad antropofágica, lo juro. Estaban ahí, sentados. Era una bizarro grupo modelo: tenían los rostros grises y sus silencios estridentes, tensos. Me confundí con ellos, me mimetizaba para observarlos antes de iniciar la clase conferencial.
 
Algo no andaba bien sin embargo, y no sabía qué. Pasé revista al espacio para encontrar una explicación, algo que no encajara. Pero ahí estaba todo: los alumnos pétreos con sus arrugadas impaciencias, las mullidas butacas de latón y almendra, los trillizos pizarrones de mirada esquiva, las paredes blandas, la alberca magisterial al frente, y hasta el tapanco de los narcos, esos oyentes externos que de cuando en cuando acuden a clase blandiendo sus enseres de matarse por las calles.
 
Sólo hacía falta que tomase mi lugar al frente. Decidido me puse en pie, por un segundo exhibí mi talla profesoral y me lancé de lleno al agua; mientras me hundía pude escuchar el parloteo rabioso, como de hojas secas en reyerta, que hicieron los alumnos al escapárseles viva la presa que yo era.
 
En el fondo de la alberca consulté la agenda académica y vi que nada se apartaba aun de la rutina, pues el tema era la vuelta de caimanes piel adentro con o sin apoyo de bacalaos y esturiones, nada fuera de lo común en la materia de monopoliábasis II.
 
Mientras explicaba el procedimiento, noté en que estaba tirada en el suelo la matadita de la clase, que no obstante su postración, clavaba notas de lo que yo explicaba en la madera de sus brazos. Como sea, detallé que por falta de recursos, la práctica se llevaría a cabo a mano limpia, sin bacalaos ni esturiones, y que necesitaba su plena atención.
 
Venidas a ser como eran las cosas, me paré sobre el agua unos instantes, y solicité la asistencia de Ibag, la sirena del colegio, quien desde su lago mural me hacía el favor de lanzarme uno por uno los caimanes que necesitaba para dar la clase. Precisa y sonriente, Ibag no me daba tregua en su lanzamiento de caimanes, campeonato que había ganado ya por dos años consecutivos. Tenía un elegante estilo de lanzamiento y procuraba yo no arruinarlo coordinando bien mi discurso expositivo, mi capacidad para atrapar caimanes sin ser mordido, y mi habilidad para voltearlos piel adentro.
 
Al poco de hacerlo, y cuando vi que estaban preparados, cedí la alberca a los alumnos quienes poniéndose las bocas-trituradora se lanzaron hambrientos al agua mientras yo me escabullía por el laberinto de emergencia que Ibag esconde en ese lago suyo que está empotrado en la pared.
 
Aunque como verán en este informe todo se desarrolló como siempre, yo sigo pensando que en la clase de hoy había algo raro.