martes, 13 de noviembre de 2012

Onirosofía

El departamento

Por Juan Pablo Picazo
 
Llevaba demasiado tiempo planeándolo. La mudanza era un tema que ocupaba su mente por entero, desde la punta del sol hasta la salida de los lagartos. Llevaba siglos tratando con cargadores, choferes, embaladores y casaeros. Lo había visto todo de uno al otro lado de la ciudad. Su elección estaba hecha y ya nada podía cambiarla.
 
Hoy era el día. ¿O no? ¿Por qué entonces el departamento aparecía umbroso, maloliente, manchado de humedad y lleno de albañiles catalépticos regados por el suelo? No se parecía en nada al espacioso, iluminado, bien ventilado y moderno loft que había alquilado a la aristocrática señora que se veía obligada a rentar por partes el viejo palacete que había sido de su familia durante siglos.
 
Érika, cargada de objetos y enseres que no confiaba a las mudanzas, hacía malabares para no pisar a aquellos hombres que ronroneaban ora como gatos, ora como motores discretos y sencillos. Afuera se escuchaban las estruendosas imprecaciones de los mudanceros que la acompañaban. Al fondo, en la otra habitación, estaba su casero parado y silencioso como un cirio, con el mismo aspecto de aristócrata venido a menos, pero no era más una señora, sino un hombre viejo. Al reconocerlo, hacia él se encaminó.
 
El hombre no parpadeaba, tal era la silenciosa e intensa atención que dispensaba al otro rincón del cuarto donde un oscuro bulto gemía entre periódicos, ropa vieja y restos de comida en descomposición, aunque lucía tan apetitosa como si hubiera sido recién preparada. Sobreponiéndose al asco inicial, Érika se asomó a ver aquello y quedó maravillada: era una hermosa perra dando a luz sus cachorritos.
 
Se quedó mirando embelesada, pues tanto era el amor que profesaba a aquellos animales, que soñaba con adoptar a cientos. Antes de que pudiera pensarlo de nuevo, nació el primero. Ahí estaba: una buena cabeza canina en el incongruente cuerpo de pollo rostizado. Aquello la hoororizó, su amor por los perros comenzó a ser cuestionado.
 
Miró al hombre, y vio que él no parecía encontrar extraño el asunto, pues miraba arrobado de felicidad el acontecimiento; su expresión no cambió cuando el milagro se repitió otras tres veces más. Ella quiso decir algo, aquello era contra natura, ese raro animal moriría tarde o tremprano, pero antes de que pronunciara la primera sílaba, aquella criatura sin plumas escapó volando por la ventana. El casero se asomó, y de espaldas a Érika repuso:
 
—No se apure, todavía no tiene alas, no puede ir muy lejos. Su perro volverá pronto.
 
Notó que se relajaba, aunque quiso protestar, y el milagro aún no concluía, pues los perros seguían naciendo y escapando. La perra gemía con cada alumbramiento y los mudanceros ya habían dejado un caos de muebles y albañiles por todo el departamento. El casero sonrió, puso dos juegos de llaves en su mano y desapareció por la puerta principal, no sin antes felicitarla por el feliz acontecimiento.
 
Ella se quedó en pie. Los albañiles dormidos seguían ronroneando, los perros revoloteaban y de cuando en cuando regresaban sólo para salir de nuevo. No sabía si estar feliz en su nuevo departamento.

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