jueves, 30 de abril de 2009

La vida en el envés

Redondo con escala en miedo

Por Saulo Tertius

He caminado libre en medio del miedo. Fue hermoso, unos y otros disfrazados de bandidos, mimetizándose. El gobierno que me desterró me abrió la puerta, fue la misma policía política que me sacó a la frontera la que ahora me obligó al uso de mascarilla, lentes y guantes. Pude ir y venir sin que mi rostro, mis escandalosos iris dorados o mis huellas dactilares dejaran algún rastro; y si precisaba renovar mi disfraz, por todas partes me regalaban los elementos necesarios.


Así es, en días pasados quebranté mi exilio llamado por la insurgencia de mi país. Nunca he sido guerrillero ni pertenezco esas desorganizadas y hasta pueriles bandas que nada han logrado con esa su luenga yihad atragantada entre el decimonónico idealismo proletario y sus perturbados líderes, indecisos entre el fuste de programas políticos que no entienden bien y la dudosa validez de sus visiones personales.


Por salud mental jamás he militado en partidos políticos, no me he adherido a confesión alguna ni me inscribo en clubes, sociedades, colegios y demás. No creo ni confío en la seriedad del trabajo humano colectivo, menos si además aducen a altos objetivos, se autocalifican como ejecutores de una noble tarea o peor, dicen sacrificar su individualidad por el bien de la nación o hasta de la humanidad entera. No, no existe mentira más redonda ni perfecta. No obstante mi falta de instinto gregario que en parte me ha llevado a un lugar como San Manatí, no estoy equivocado, no lo está quien a sí mismo se asume. Se es lo que se es.


Penetré al territorio nacional por mar, en Juntacadáveres y de ahí seguí por tierra hasta el corazón de la Nueva Santander aprovechando el desconcierto y el miedo sembrados por las autoridades internacionales concertadas en torno una perturbadora enfermedad aparecida de la noche a la mañana como el esqueleto del Reichstag incendiado en Hitler, la magnífica ficción del cronicante Darius Dust; entré a mi casa nacional sin que mis expulsores lo notaran siquiera.


Los amantes de las conspiraciones se reúnen casi en secreto porque las concentraciones están prohibidas so pretexto del contagio y su debate asocia libremente la dicha enfermedad al año electoral, lo que no deja de ser irrisorio, pues siempre son una elegante y bien montada farsa; además esgrimen otras igualmente deportivas y audaces, aunque inútiles inferencias.


Así que conferencié para esos pobres guerrilleros que patriotas se sobrestiman y seguí de frente hacia Nuevo León, la capital norteña del país, donde hice una serie de discretas visitas a algunos de quienes mantienen mi causa viva, para dos días después arribar a mi destino: Nueva Tlaxcala, ciudad en la que permanecí algunos días preparando el lanzamiento clandestino de mi último libro con tanta libertad que hasta olvidé las singularidades de San Manatí, como tierra de mi exilio. Tuve tiempo aún de enviar correos personales a Cuauhnáhuac, la capital donde se asienta la Ciudad de Mando, y a los restos de lo que se llamó Tenochtitlán, la abandonada México, para avisar de mi presencia a los amigos.


Confieso que el viaje fue más promisorio que apasionante. Pasé ante las narices de la Patrulla Sinarquista, me topé en un café con milicianos del Anillo Citlalteca y hasta pude charlar con Alfil negro en plena Plaza de las musas, frente al palacio de mando de Nueva Tlaxcala sin que un solo uniformado negro, azul, caqui o camuflado me marcase el alto.

Lo bueno no dura sin embargo y cumplida mi tarea debí seguir la misma ruta para abandonar el territorio nacional y abordar el globo ambárico a la mitad del Golfo Mextli, para regresar al indolente país maya.

A mi regreso Cihuanicté esperaba con las noticias de siempre: los escándalos del insulso senescal Félido Copla, la entrada ilegal de brujos yorubas a las costas de Montana Ross y hasta una antología de lo más chancero de las andanzas de Ugalde y Brunapeña, sujetos del experimento social que mantiene vivas las apuestas entre Grangaznate, Hamete Benenjeli, Dáidalos y algunos otros personajes que les observan como las inferiores formas de vida que para ellos son y sobre cuyas inopias suelen conversar ante una abunmdante mesa aderezada con buen vino.


Lo importante del viaje es que Alfil negro y El diácono ya saben cómo mantener abiertas las calles del país para mí cuando lo quiera, pese a las violentas interdicciones de los comandantes del gobierno, que a la vuelta de los años se han dado a la vulgaridad, la desidia y la molicie fracturando la seguridad de sus fronteras y los aparatos que sostienen al Estado. La hora ha sonado, dicen.

miércoles, 29 de abril de 2009

Yo, lector

Un viejo muy señor con unos cuentos enormes

Por Juan Pablo Picazo

Gabriel García Márquez. Normalmente basta con escribir su nombre para haberlo dicho todo. Este fabulador es el escritor latinoamericano más notorio del siglo XX, aunque se ha colado al XXI con la fuerza de sus palabras, su modestia de cuerpo presente y la potencia del silencio que suele adoptar a veces en público, como ese de cuando asistió a los seminarios sobre el arte narrativo durante los festejos por los 80 años de Carlos Fuentes, celebrado en México hacia el último tercio de 2008.

Que va, esta vez no es así. Los cuentos de los que en esta entrega hablaremos son una región aparte, no pueden concebirse en el mundo que juntos habitamos. Son como un residuo de la magia macondiana, pues la mayoría fueron escritos entre 1968 y 1972, cuando Gabriel García Márquez transitaba alejándose de Cien años de soledad hacia la exploración de nuevas posibilidades narrativas, así que son un río que corre con trayectoria propia hacia cierto extraño mar llamado Caribe que no lo es, pero antes del cual forman uno solo que concluye en un delta: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada.

Siete cuentos que comparten los escenarios del Caribe. Pero no el verdadero, sino uno colindante con algún mundo superpuesto, una “cochambre de indios” en que cielo y tierra, lo divino y lo humano, carecen de fronteras o bien las han perdido de manera que prodigio y rutina se mezclan, milagro y usanza son lo mismo. De esa mezcla surge una realidad alterna, en la que el autor se da el lujo de escribir lo que sea sin preocuparse lo más mínimo por la verosimilitud de sus historias, que el lector acepta sin importar lo absurdo de un mar oloroso a rosas o los milagros de Blacamán el malo.


El buque fantasma, el ángel atrapado en el gallinero, el político en campaña que se queda a morir en medio de la nada, el millonario vagabundo que gasta su fortuna inagotable en cumplir los sueños de la gente, la inmortalidad de Blacamán el bueno, la sangre verde de la abuela, las naranjas con corazón de diamante y el amor de dos pueblos costeros por un ahogado desconocido son grandes fuegos de artificio con los que viste su descarnada visión de la naturaleza humana: ambición, fanatismo, hipocresía, lujuria, vanidad, vesania, egoísmo, venganza y también generosidad, amor, libertad, cordura , verdad y mucho más.


Pero Gabo explora la naturaleza humana a través del artificio de la magia para atenuar lo cruel de las lecciones aprendidas. Por ejemplo, Blacamán el bueno es la crueldad más grande que se haya concebido en la venganza cuando sepulta vivo a Blacamán el malo, sólo para resucitarlo dentro de su tumba cuando finalmente ha muerto, donde lo deja morir nuevamente con la misma, reiterativa desesperación una y otra y otra vez, como una perversa forma del castigo impuesto a Sísifo.


No obstante hasta al mejor cocinero se le sala alguna vez la sopa. En Muerte constante más allá del amor titulo juguetón que parodia el gran poema de Don Francisco de Quevedo y Villegas, Amor constante más allá de lo muerte, aparece Laura Farina, cuya presencia fascina a los varones que habitan el texto y a no pocos que lo han leído. No obstante el personaje es tan débil que hacia el final, debe el autor explicitar adjetivos en su favor para dejar en claro lo que no cuajó ni con la trama ni con las descripciones, la llama: “mujer de belleza inverosímil” cuando antes la ha llamado “la mujer más bella del mundo”. Lástima. ¿Puede ser bella una mujer de ojos amarillos y proporciones masculinas? El autor dice que ha heredado los tamaños de Nelson Farina, su padre.


En fin, la pieza en cuestión no se salva ni por los otros fuegos de artificio como el coche refrigerado del senador, con su muy extraño color de refresco de fresa, los billetes que en su habitación vuelan como mariposas obsesivas, el hecho de que de él se diga que es el Blacamán de la política (lo que abre uno de los muy comunes vasos comunicantes de uno a otro cuento de un cuento a las novelas y aún entre estas que convierten la obra de GGM en un solo grande libro), el cinturón de castidad, los acarreados y otras trampas de la política tercermundista que no dejan de llevar el germen de la crítica social.


Y aunque los entusiastas dicen que este libro inaugura un nuevo García Márquez y yo creo que tal intención no tenía, pues en él transita ante los ojos del lector la misma pluma de Cien años…, lo que tampoco está mal, lo malo es que pretendan hacernos creer otra cosa. Vargas Llosa tasa la diferencia en el fraseo largo que caracteriza estos cuentos, pero ya estaba presente en obra anterior. Así y todo, esta obra es recomendable para quienes se han quedado en la embriaguez del libro mayor del colombiano mayor y quieren “curársela” con un poquito más, es casi el residuo de esa magia y por ello tiene su gracia inmejorable, cómo no.


Libro excelente, huelga decirlo, contiene los cuentos Un señor muy viejo con unas alas enormes, El mar del tiempo perdido, El ahogado más hermoso del mundo, Muerte constante más allá del amor, El último viaje del buque fantasma, Blacamán el bueno, vendedor de milagros y por supuesto el que le da nombre y es el más célebre de todos. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.

domingo, 26 de abril de 2009

Yo, lector

Meredith, el falso legalista

Por Juan Pablo Picazo

¿Ha oído hablar de Blaise Meredith? Monseñor Blaise Meredith fue durante toda su vida un hombre modelo: disciplinado, creyente, observador puntual de sus deberes de sacerdote y funcionario de la fría burocracia vaticana. Un católico ejemplar pues. Pero católicos o no –casi siempre la confesión específica para estos casos es irrelevante– una de las aspiraciones más grandes de todo creyente judeocristiano es no ya la imitación del Hijo de Dios, sino la comprensión y en consecuencia la práctica verdadera de la Biblia, volumen que con todo y las erratas y adiciones con que ha sido adulterado desde el Siglo XVI para afianzar el poder de Roma, constituye la suma de su verdad.

Malentendida esa verdad sin embargo por una hermenéutica fallida o políticamente malintencionada, aderezada por las cambiantes costumbres de las naciones a cuyas tradiciones se ha adaptado —pese a la interdicción bíblica y, peor aún, por la tradición de heredar la fe sin mayores miramientos—, se ha tornado en un empañamiento agreste en el que, bien mirado, los hombres y las mujeres, en el mejor de los casos, apenas saben encontrarse. Ocurre a menudo que quienes aceptan un dogma y se sujetan a él buscando el consuelo y la rectitud pueden caer en otra enfermedad religiosa bastante conocida: el legalismo; es decir, privilegian su relación con la iglesia a la que sirven por sobre la que sostienen con el Dios cuyo amor dicen profesar.

En su libro El abogado del Diablo (México, Altaya, 1993, traducción de María Espiñeira de Monge), Morris West esboza en Meredith lo que en jerga suele llamarse un abogado del diablo, un sacerdote cuyo apego a la legalidad vaticana le permitirá actuar como Promotor de la fe; es decir, un encargado de reunir pruebas suficientes como para desechar la presunción de santidad en una persona que ha sido propuesta para la beatificación y, en su caso, canonización.

Este escritor australiano dedicado al catolicismo y su relación con la política, los negocios y la conciencia, nos cuenta que el abogado del diablo no actúa solo, sino a la par de otro funcionario, el Postulador de la Causa (personaje a quien por cierto se le olvida incluir en la novela. Y no que le haga falta, pero nos habla de una falla en la estructura del relato, pues tampoco justifica su ausencia, pese a dejar notoriamente clara su importancia para la investigación del caso).

Y aunque la urdimbre es ingeniosa, Meredith no termina de cuajar nunca como el sacerdote legalista que supone ser, y en cambio aparece como un hombre profundamente reflexivo y en plena búsqueda de sí, a quien le queda poco tiempo de vida. No bastan pues los adjetivos calificativos de West sobre él ni la somera biografía que nos regala. Meredith se mueve por las inmediaciones de Valenta y Gemelli dei Monti buscando pruebas no tanto como para descartar la presunción de santidad respecto al misterioso Giacomo Nerone, lo que constituye su tarea, sino enganchándose más bien en dicha presunción al conocer la vida y la obra de Nerone, quien resulta ser un Lord que ha desertado del ejército inglés durante la Segunda Guerra Mundial.

Meredith pues, es uno de esos personajes de la literatura cuya fragua es incompleta, de ahí que podamos utilizarlo como arquetipo fallido. Quizá para explicar el fenómeno o para hacernos creer que esa indefinición y/o definición inversa de carácter es intencional, Morris West presenta a un Eugenio Cardenal Marotta, el Cardenal jefe del Abogado del Diablo, sorprendido del cambio operado tanto en éste como en Aurelio, obispo de Valenta, lo que encamina mejor la causa de Giacomo Nerone, cabe suponer.

La seducción, el arte, la soledad más profunda, la miseria, las tradiciones pueblerinas nocivas, las prácticas religiosas perniciosas como el celibato y el enriquecimiento, la diatriba contra la ciudad y la exaltación de lo rural y viceversa, la incertidumbre como signo de nuestro tiempo, la ultraderecha, el comunismo, el fundamentalismo católico, el judaísmo, la guerra, la guerrilla, el amor, el sexo, el olvido, muchos son los elementos que pone este autor en juego como ingredientes dispersos y necesarios para el acto de conciencia. Pero sobre todos ellos pesa la muerte como certeza irremediable del tempus fugit, de la efímera vida.

Lo cierto es que mucho del pensamiento inicial de Meredith se repite en los documentos que éste encuentra sobre Giacomo Nerone -incluso utilizando las mismas imágenes verbales-, como la certeza de que el catolicismo es el único orden posible y que, no obstante su brutal encuadramiento, brinda comodidad suficiente para hacer la vida y proporciona sentido al pecado y los tropiezos, aduciendo que todo lo que esté fuera de tal mundo es el caos. Legalista no, ¿fundamentalista?

Otra constante sin embargo es la soledad. Monseñor Blaise Meredith está solo y no encuentra siquiera a Dios para que lo defienda de la muerte gris que le crece dentro. Giacomo Nerone estuvo solo, y no obstante que encontró a Dios fue desconocido por los hombres, es el pequeño Cristo de Calabria. Anne, Condesa de Sanctus, está sola y torturada por el fuego de su propia carne que jamás gustó satisfacción verdadera pese a un alud de amantes. Aldo Meyer está tres veces solo porque es un judío en medio de cristianos, un hombre de ciencia en medio de fanáticos, un solterón que no alcanzó el amor pese a sus honestos esfuerzos. Los únicos que parecen a punto de salvarse de ella, de la soledad, son Paolo Sanduzzi y Rosetta, los más jóvenes de la historia amenazados no obstante por las soledades de los otros.

Nicholas Black encarna una de las más terribles soledades: la del artista y la del homosexual; la soledad y la intolerancia tejidas en un fino látigo con el que no deja de golpearse, como si la sociedad-verdugo necesitara de su ayuda. Aurelio, Obispo de Valenta, es un reformista solitario que se finge disciplinado para no llamar la atención de Roma mientras echa adelante sus sueños de socialista utópico ante el escepticismo de la comarca, introduciendo mejoras en las técnicas de cultivo y educando a la población.

Una confusión común en torno a este libro es la cinta de terror del mismo nombre, El abogado del diablo, dirigida por Taylor Hackford y editada en los Estados Unidos hacia 1997, en la que alternan Al Pacino, Charlize Theron y Keanu Reeves, entre otros, dando vida a una trama enteramente distinta a la canonización de un santo. Y ofrece —aprovecha— los diversos sentidos que tal título tiene. Obra aparte, pues. Otros títulos de Morris West son: Las sandalias del pescador, Los bufones de Dios y Lázaro. Si este autor o su obra le atraen, no deje pasar este comentario.

sábado, 18 de abril de 2009

Yo, lector

El día que escaparon los libros

Por Juan Pablo Picazo

No sé usted, pero yo no concibo un mundo sin libros, aunque es posible claro. Aún hoy mismo que existen, son y están, son pocos quienes se allegan a sus cauces para beber. Si prefiere imaginar tal mundo, hagamos el ejercicio, pero como ya están aquí debemos imaginar no un mundo concebido sin libros, sino uno en el que éstos deciden irse para siempre. Usted enciende su radio o su televisor y se encuentra con la noticia: Los libros han cobrado vida y escapan volando. Ahora mismo sucede, mientras lee. Salga y vea cómo las biblias, los coranes, los códigos penales y demás libros poderosamente empastados arremeten contra las vitrinas de las librerías procurándose la libertad. Asómese fuera de su casa y verá toda suerte de enciclopedias, cuadernos escolares, revistas y libros de texto desplegando sus alas y volando en pos de las ventanas y huyendo a cielo abierto. Las escuelas, las bibliotecas, las universidades se verán pronto obligadas a cerrar porque todo lo ya impreso de una forma u otra ha encontrado el modo de escapar.

Careceríamos por ejemplo de toda la literatura cosmogónica, pues no habríamos conocido a los sumerios porque no habría Gilgamesh; nos habríamos perdido los vedas y el libro de los muertos. No existiría el Islam por falta de Corán, ni judíos por falta de Tanaj. ¿Y la tradición oral? Buena objeción, pero al menos las últimas dos fueron culturas íntimamente ligadas a sus libros sagrados, sin ellos se habrían desintegrado o serían sustancialmente distintas. Tampoco habría cristianismo de ningún tipo, todas las iglesias judeocristianas están determinadas por la Biblia.

Olvídese de internet, nacida de muchos mitos viejos y contemporáneos, de los manuales, recetarios, directorios telefónicos, publicidades impresas... olvídese en fin, de la literatura, la historia, las cartas de navegación, el derecho, las ciencias y hasta de los rótulos ¿sabe qué? Olvídese de la civilización como la conoce hoy, un remedo de realidad habría alrededor suyo. Hay quienes no obstante apuestan por el retorno a la barbarie primigenia en aras de eliminar los “malestares” que la cultura nos ha traído, como las trabas morales, la política, el crimen, los medios masivos de comunicación, la violencia… ¿usted les cree? Yo no. Para contener y aprender a manejar todo eso existen los libros, la palabra impresa, registro de toda humana sabiduría.

Ya entrados en dicho imaginario, habría que asumir una humanidad sin el legado de las culturas antiguas y a las generaciones futuras sin una historia documentada del hoy, nuestros revueltos días.

En la historia de la literatura son varias las novelas que tienen a los libros como sujetos principales del relato o cuya presencia y andanzas determinan el derrotero, las texturas de la trama. Por ejemplo, en 1984 de Orwell, donde los libros ajenos o anteriores al Gran Hermano están prohibidos; en Farenheit 451, está prohibido leer bajo pena de incendio porque los libros te hacen pensar; en Un mundo feliz de Huxley, la gran literatura de la Era Prefordiana está proscrita y se prefieren el sensorama y el soma. Hasta el mexicano David Toscana en El último lector, hace su propio reino de libros según los gustos de Lucio, el bibliotecario de la analfabeta población de Icamole. Muchos otros hay por cierto en los que el libro es protagonista y siempre, siempre, el más sabio, el más imprescindible de los consejeros. En Farenheit 451 incluso Montag se une a un movimiento guerrillero muy especial, es un grupo de exiliados cuya resistencia se basa en la memorización de algunos libros. Montag por ejemplo, es El Eclesiastés.

En El orden alfabético, Juan José Millás nos presenta un mundo normal que transcurre ante nosotros como mejor puede entregárnoslo la narración de Julio, el preadolescente protagonista de la novela, quien como cualquiera de su edad y condición, vive en el mundo real y que, sin embargo tiene un defecto: el acceso a un mundo paralelo hacia lo que el llama la otra parte de la vida o la vida fuera del calcetín, que es como mejor logra expresarlo su mente no del todo ajena a la visión infantil.

Desde pequeño su vida está ligada a los libros porque su padre le ha enseñado que la enciclopedia es una forma de viajar por el espacio, por el tiempo, por las cosas que son y las que han sido. En ella se puede ir y venir por donde le plazca a uno y aprender de todo. No lo dice la novela, pero esa enciclopedia millasiana es muy parecida al Aleph borgiano o a las palantir, las piedras videntes del universo tolkieniano.

Una fiebre, dos, todas las fiebres le llevan de un lado a otro, de una realidad a otra. La verdadera, la que ya conoce, donde tiene a sus padres preocupados por su enfermedad y el mundo vive según el orden perpetuamente conocido; la otra donde el éxodo de los libros ha deformado el mundo, deslucido los rostros, ha enrarecido el aire y el caos se apodera de todo porque también comienzan a desaparecer las letras, los conceptos, como en la enfermedad del olvido que alguna vez atacó a Macondo en Cien años de soledad.


Pero una luz tiene ese mundo que ha perdido las letras y los libros, en mediodel mercado negro de palabras en que los adverbios se tiran a la calle como desperdicio, las preposiciones y las conjunciones se malbaratan en las calles y los verbos y los sustantivos se venden a precio de oro sólo por ser más nutritivos, está Laura o Laua, porque en ese mundo la r se ha perdido pero no importa porque en ese mundo, Laua le corresponde en sus amores, lejos, muy lejos de la indiferencia y el desprecio con que le trata en la realidad real. Al final, cuando ya es adulto, este protagonista no sabe en cuál de las dos realidades ha venido a quedar, pero poco a poco los descubrirá atando cabos.


Déjese sorprender por el valenciano Juan José Millás y esta loca orfebrería suya que se roza con los mundos creados por Franz Kafka para El Castillo y El Proceso, y sin embargo no vienen a nosotros tan sinceros y desnudos, sino subrepticiamente y para cuando les descubrimos, es demasiado tarde, nos han impuesto sus leyes antitéticas, supranaturales. Le reto a esta lectura divertida y veloz, entre por esas páginas y descubra si alguna vez visitó el otro lado de la vida o si es ahí donde vive y no en la llamada realidad. Uno nunca sabe.

La vida en el envés

La infatuación de El trajas


Por Saulo Tertius

Trabé conocimiento con él cuando apenas era El trajas, ciudadano pobre, oloroso a Caribe limpio y purembes modos, jovial, mal hablado y peor pensionado aunque estudioso y con profusa iniciativa que decía saber muy mucho de la vida en todas sus materias al grado de imaginar mil y un formas de aderezar una rata de metrópoli para suplir el apetito de menesterosos que cada sol padecíamos; señalaba saber de buena tinta muy mucho de la existencia en sus elementos todos, aunque un día sí y otro también, cayera mártir de merolicos, falsarios mendicantes y no pocos magistrales culinarios de avenida, mercado y boulevard.

Vecinos de hambre, socios de abandono, hermanos de fiebres, miserias y fríos universitarios y tenochcas que luego ya su ajada memoria negaría a pie juntillas porque nunca vivió tal, según la reconstruida historia que de sí predica a los sus fieles, El bueno de El Trajas era un ente generoso, industrioso y temerario que no perdía una tilde o un punto de las plumas de La Faena, el entonces diamante de la prensa ácrata y adusta con que alimentaba, él más que ninguno de nosotros, sus inflamados ideales de utópica siniestra.

Le hice atravesar la serranía para abrirle las puertas de mi casa en Bosqueparlante, donde salvó la doliente soledad de muchos fines de semana, festivos días y no pocas cortas vacaciones, impedido como estaba para viajar a su distante república separatista en la península antillana. Luego ya no fue imperioso pues el creativo señor en ciernes contactó parientes, tentó dudosas damiselas acuciosas de ser arrebatadas y traficó mercaderías clandestinamente internadas al menudeo, negocios ambos que le dieron harto fructíferos y placenteros modos de pasar las obligadas soledades tenochcas y que su cuidadosa instrucción como cronista tanto le exigía, sin obstar una consorte y dos delfines desplegándose parvos en la lejanía merced a su deserción paterna.

Cumplidas las jornadas del mucho estudio partió a sus lares con lo puesto y m uchas arterías nuevas, y un par de años luego, enojado con mi mundo, le seguí a San Manatí para trabajar con los emisarios hertzianos del Gobierno de Montana Ross. En otro sitio hablaré de mis primeras andanzas sanmanatienses, que por hoy el tema es El trajas, quien debió huir más tarde a Meridia a saber por qué oscuras causas relujadas ya a punto de martirio por su nueva, no autorizada y aún no redactada semblanza.

Convirtióse entonces en una leyenda personal; un recuerdo grato a mi familia, que le dio cobijo en no pocas horas de aflicción, distracción y hasta desinterés, y siguió siéndolo durante muchos años hasta el malhadado día en que me regocijé con su llamada y el descubrimiento de que ya no era el buenazo de El trajas, sino que ya era Don Trajano de Ugalde y Zamorano, Conde de Lacusterra, monitor personal de senescal de Montana Ross y sus cercanos, y zoilo supremo de los cronicantes de San Manatí en su calidad de director de Hoy, hoy el semanario, y con tales y tantos poderes y potestades públicas y privadas y secretas últimas estas que desconocía, y mareaba con su decir de que deseaba compartir la su mucha gloria con mi humilde y desterrada pluma.

Luego ya vi que al avinagrado grito de la enjundia estrenó su gusto por la diestra semiapostólica y se relamió más y más de los muchos denarios, dracmas y lempiras merced a sus poco a poco mejor acomodados mutualistas, gregarios y parciales como para estampar la su signatura en muchos tratados con ministerios y despachos gobiernosos, lo que le llevó a la cresta de esa antigua república indiana. Pero basta ya, que del talante nuevo y ya no tanto de El trajas, hablaremos aún otra vez en que mejores cosas de charlar no tengamos.