jueves, 30 de abril de 2009

La vida en el envés

Redondo con escala en miedo

Por Saulo Tertius

He caminado libre en medio del miedo. Fue hermoso, unos y otros disfrazados de bandidos, mimetizándose. El gobierno que me desterró me abrió la puerta, fue la misma policía política que me sacó a la frontera la que ahora me obligó al uso de mascarilla, lentes y guantes. Pude ir y venir sin que mi rostro, mis escandalosos iris dorados o mis huellas dactilares dejaran algún rastro; y si precisaba renovar mi disfraz, por todas partes me regalaban los elementos necesarios.


Así es, en días pasados quebranté mi exilio llamado por la insurgencia de mi país. Nunca he sido guerrillero ni pertenezco esas desorganizadas y hasta pueriles bandas que nada han logrado con esa su luenga yihad atragantada entre el decimonónico idealismo proletario y sus perturbados líderes, indecisos entre el fuste de programas políticos que no entienden bien y la dudosa validez de sus visiones personales.


Por salud mental jamás he militado en partidos políticos, no me he adherido a confesión alguna ni me inscribo en clubes, sociedades, colegios y demás. No creo ni confío en la seriedad del trabajo humano colectivo, menos si además aducen a altos objetivos, se autocalifican como ejecutores de una noble tarea o peor, dicen sacrificar su individualidad por el bien de la nación o hasta de la humanidad entera. No, no existe mentira más redonda ni perfecta. No obstante mi falta de instinto gregario que en parte me ha llevado a un lugar como San Manatí, no estoy equivocado, no lo está quien a sí mismo se asume. Se es lo que se es.


Penetré al territorio nacional por mar, en Juntacadáveres y de ahí seguí por tierra hasta el corazón de la Nueva Santander aprovechando el desconcierto y el miedo sembrados por las autoridades internacionales concertadas en torno una perturbadora enfermedad aparecida de la noche a la mañana como el esqueleto del Reichstag incendiado en Hitler, la magnífica ficción del cronicante Darius Dust; entré a mi casa nacional sin que mis expulsores lo notaran siquiera.


Los amantes de las conspiraciones se reúnen casi en secreto porque las concentraciones están prohibidas so pretexto del contagio y su debate asocia libremente la dicha enfermedad al año electoral, lo que no deja de ser irrisorio, pues siempre son una elegante y bien montada farsa; además esgrimen otras igualmente deportivas y audaces, aunque inútiles inferencias.


Así que conferencié para esos pobres guerrilleros que patriotas se sobrestiman y seguí de frente hacia Nuevo León, la capital norteña del país, donde hice una serie de discretas visitas a algunos de quienes mantienen mi causa viva, para dos días después arribar a mi destino: Nueva Tlaxcala, ciudad en la que permanecí algunos días preparando el lanzamiento clandestino de mi último libro con tanta libertad que hasta olvidé las singularidades de San Manatí, como tierra de mi exilio. Tuve tiempo aún de enviar correos personales a Cuauhnáhuac, la capital donde se asienta la Ciudad de Mando, y a los restos de lo que se llamó Tenochtitlán, la abandonada México, para avisar de mi presencia a los amigos.


Confieso que el viaje fue más promisorio que apasionante. Pasé ante las narices de la Patrulla Sinarquista, me topé en un café con milicianos del Anillo Citlalteca y hasta pude charlar con Alfil negro en plena Plaza de las musas, frente al palacio de mando de Nueva Tlaxcala sin que un solo uniformado negro, azul, caqui o camuflado me marcase el alto.

Lo bueno no dura sin embargo y cumplida mi tarea debí seguir la misma ruta para abandonar el territorio nacional y abordar el globo ambárico a la mitad del Golfo Mextli, para regresar al indolente país maya.

A mi regreso Cihuanicté esperaba con las noticias de siempre: los escándalos del insulso senescal Félido Copla, la entrada ilegal de brujos yorubas a las costas de Montana Ross y hasta una antología de lo más chancero de las andanzas de Ugalde y Brunapeña, sujetos del experimento social que mantiene vivas las apuestas entre Grangaznate, Hamete Benenjeli, Dáidalos y algunos otros personajes que les observan como las inferiores formas de vida que para ellos son y sobre cuyas inopias suelen conversar ante una abunmdante mesa aderezada con buen vino.


Lo importante del viaje es que Alfil negro y El diácono ya saben cómo mantener abiertas las calles del país para mí cuando lo quiera, pese a las violentas interdicciones de los comandantes del gobierno, que a la vuelta de los años se han dado a la vulgaridad, la desidia y la molicie fracturando la seguridad de sus fronteras y los aparatos que sostienen al Estado. La hora ha sonado, dicen.

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