miércoles, 26 de noviembre de 2008
La vida en el envés
Por Saulo Tertius
Se dice que el del escritor es un arte muy barato. Que no necesita de lienzos o pinceles, no precisa de cinceles, instrumentos musicales o vestuarios específicos. Según los tiempos, apenas le han bastado siempre papel y tinta, o en su defecto, una máquina de escribir ya mecánica, eléctrica o electrónica o PC, como las llaman.
La herramienta más importante de un escritor sin embargo es la soledad. Ella es circunstancia, ciclorama, forma y fondo. La soledad permite al escritor suplir el horno en que el escultor funde lo que habrá de ser la obra, es el cuaderno sobre el que los grandes pintores bocetean algunos detalles de la obra, la pantalla sobre la que proyectamos nuestras varias tomas antes de imprimirlas.
Pero la soledad es una sustancia delicada, tan corrosiva como curativa, tan solvente como refrescante, tan venenosa como nutritiva. Debe ser consumida en tiempo y forma, como una buena medicina. Lo contrario conduce necesariamente a escenarios diversos que no siempre resultan benéficos para el autor, pues en ocasiones…
— ¿Tertius? ¿Saulo tertius?
La voz es dulce pero tiene autoridad. Levanto la vista y la mujer está parada delante mío con su cabello largo y graciosamente ensortijado, sus serios ojos de oscura miel, el ligero vestido representativo de alguna etnia que desconozco y unas breves sandalias, lleva una bolsa de cuero en bandolera y un largo cayado, como si viniera de la representación de alguna obra en alguna escuela de San Manatí.
Hace días que no voy al Woq’s porque transita demasiada gente y eso distrae mis lecturas y lo que pretenciosamente llamo mis reflexiones. Ahora estamos en El zaguán de frente a la bahía y afuera el sol parece haber muerto apagado en uno de esos diluvios belicosos que de cuando en cuando caen transformando la ciudad en una Venecia de rugientes e intransitables canales.
Ella espera. Yo contesto.
— Tercius, se pronuncia Tercius. Siéntese, ¿en qué puedo servirle?
Nada dice. Me mira. Tapo a Lauren, mi pluma fuente, y cierro el cuaderno de Shanghai para mostrarle mi atención. Una mesera llega y ambas se sonríen con una complicidad añosa, es como si hubiera ordenado nada más entrar, o como si supieran lo único que bebe. En su taza hay un té de aroma dulcísimo que más bien parece un cálido perfume.
— Cihuanicté.
Pronuncia su nombre y bebe. Callamos un rato y luego dice:
— Podrías volver cuando quisieras, sólo el miedo y la vergüenza te retienen en este mundo. Sé que se refiere a mi exilio, al prolongado silencio de mi solitaria habitación de la calle Bellacuenca, a mi incapacidad mayúscula para entender este mundo, mucho más evidente que la incapacidad para moverme en el otro, donde he nacido. Quiero alegar algo en mi defensa, pero sé que sabe.
Sé más, la respuesta a ese argumento que no he llegado a formular. Es como si hablara de un modo con los labios y de otro desde dentro directamente de su corazón al mío. Sabe que ya lo he entendido y sus labios se distienden en una sonrisa triunfal, casi luminosa. Afirma:
— Así es Saulo Ben José. Vuelo con ellas, comparto sus costumbres, pero no soy totalmente bruja. Soy mestiza, híbrida como tú, por eso puedes vernos como somos. En el último consejo hemos resuelto llamarnos con el nombre que tú nos regalaste en el anecdotario de las ventanas virtuales donde escribes. Ahora somos si, las brujas del Clan de los manglares. Pero ese gentilicio que nos das no nos gusta. Ni ellos ni nosotras somos sanmanatienses.
Si ello es posible, arrugo más la frente en mi extrañeza. Les he dado ese gentilicio por su parecido fonético con el de los atenienses, no me gusta el que ellos usan: sanmanatieños. Suena muy vulgar, me parece, quizá…
— Prefiero ser Cihuanicté, la bruja sanmanatiana.
Cruza la pierna y echa a un lado la cascada rebelde del cabello. Bebe su té que parece inagotable. Mientras lo hace sus ojos vagan dentro de mí, siento su tacto en las venas y me asusta. La oigo decir que a ella y otras brujas les gusta observarme en esta empecinada soledad, cáustica y ociosa. Dulce y productiva, y aunque una ha reclamado su derecho de conquista sobre mí y mis libros dispersos, la magia sencilla de mi alianza en la siniestra mano las mantiene lejos. No obstante seguras siervas, amigas mías permanecen, dice.
Yo la sigo confuso, la mujer prodigio —sus casi quinientos años vibran en mi piel de alguna forma— parece apenas de unos treinta. Se inclina y me besa. — Ahora podrás llamarme si hace falta, dice. Toma el báculo y sale a la llovizna gris de la tarde, camina graciosamente bordeando la bahía, yo espero verla levantar el vuelo. Gira de lejos y me dice “no”, moviendo el índice, estornudo y al abrir los ojos, se ha marchado.
Estas son las cosas que pasan en San Manatí, pero en ese mundo del que vengo no dicen absolutamente nada. Ya le contaré más de mis nadas alguna otra vez.
lunes, 24 de noviembre de 2008
La vida en el envés
Ella fue la primera mujer con quien fui al cine, lo cual me pareció un honor más grande que ninguno recibido hasta entonces, pues siempre tuve la certeza de ser feo, sucio e indigno de la mirada, la amistad o los afectos de las niñas, pues mi madre, quien procuró civilizarme por todos los medios posibles, siempre me había dicho que todo eso era yo. Además, de tanto escucharlo, con el tiempo me había convencido de que era un flojo insufrible e incorregible energúmeno.
Desde el principio de mi memoria las niñas eran la gracia, la belleza, la limpieza y la paz, y para no imponerles la presencia de cosa tan atroz como yo era, me mantenía tan apartado de ellas como podía a pesar de sus amistades limpias y generosas que incluían un abrazo, el saludo de beso en la mejilla, el convidarme de sus viandas escolares, pero me daba pena que me tocaran y dijeran que estaba sucio, que se acercaran y les oliera feo, que al verme descubrieran que era feo como un continente devastado. Hoy sé que perdí muchos días de mi vida en una soledad artificial cuando había tantas chicas con las que pude haberme llevado mejor aún y de quienes pude haber aprendido mucho.
Ella casi era una doctora y yo, un simple estudiante de periodismo de la universidad nacional, feo, con el cabello largo y la barba de chivo inclulta al que sus amigas, como la rubia Edith a quien conocía de lejos desde el Jardín de Niños, les daba risa, lo menos.
sábado, 22 de noviembre de 2008
Yo, lector
Por Juan Pablo Picazo para estosdìas
Hay lecturas difíciles, que oponen resistencia, como negándose a ser conquistadas. Pero existen otras que no parecen lectura, sino un flujo suave. Agua que fluye con pertinaz gozo. Si hemos de ser estrictos, de lo que aquí escribo es de una novela; si hemos de creerle al autor merced al efecto que produce, es una historia escrita con música blanca, semejante al silencio. Quienes en ella callan, enseñan con su silencio; quienes en ella hablan, sólo subrayan los muchos significados que tiene el acto de callar; quienes gritan e interrumpen en sus páginas, apenas se perciben como susurros secundarios.
Seda (Anagrama/Colofón, México, 2005), del italiano Alessandro Baricco, llegó a mis manos gracias a la profunda impresión que causó en mi amiga Gabriela Alonso. Luego de leerla decidió que yo debía conocer esa historia; generosamente se hizo de un segundo ejemplar -el suyo no lo dejaría por nada del mundo- y me lo envió. Su entusiasmo al hablarme del libro y su dedicatoria me llevaron a la primera línea y, de ésta, a la lectura asombrada del capítulo 1. Tenía por entonces varias lecturas en curso, como siempre, pero me vi obligado a dejarlas por ese libro que llegaba.
Es una ficción que discurre cómoda en los brevísimos capítulos en los que se desgrana; que se mueve a sus anchas en la economía de palabras; cálida y grata en medio de una selva de puntos y seguido. Baricco desarrolla su ficción sin desdeñar el contexto histórico, que ofrece a cada momento un motivo para la acción conjunta de los personajes sin incidir directamente en ellos. Incluso hombres como Luis Pasteur se pasean por las páginas de esta novela, con una reputación apenas por construir, y lo hacen tan desmañadamente que complementan la trama sin contaminarla.
Múltiples logros tiene este narrador italiano. Sus personajes son sólidos, fuertes, a pesar de la suavidad fantasmal con que se les encuentra en escenarios donde casi se mimetizan. Arquetípicos en su construcción, adquieren verosimilitud en los detalles. Piense, por ejemplo, en el cabello de Hélène, en los ojos de la mujer sin nombre, en la autoritaria soledad de Hara Kai, en las flores azules como anillos de Madame Blanche.
Hervé Joncourt es caso aparte; es más tetradimensional que muchos personajes de títulos clásicos. Su personalidad coincide con algunos cuantos seres de carne y hueso que usted y yo conocemos. El libro lo define así: “Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla”. Por tanto carece de iniciativas espectaculares y sólo toma decisiones menores, al grado de que está por estudiar una carrera militar que le escogió su padre y la abandona por la de tratante de huevos de gusano de seda, luego que tanto su padre como Baldabiou lo deciden.
Acaso usted se pregunte ¿cómo un hombre así es el protagonista de una novela? Su desapego a las cosas, su falta de ambiciones, su nula visión del futuro, lejos de ser defectos son los engranajes perfectos para encarnar esa historia delicadamente equilibrada, en la que el amor -ese hórrido fantasma de mil cabezas- aparece apenas insinuado en una poética contemplación que no llega a concretarse sino en instantes que más bien parecen sueños que verdades.
Contra Alessandro Baricco tengo que tres de los personajes más atractivos -Jean Berbeck, Madame Blanche y Baldabiou- son desplazados a una inmerecida sombra; su historia se narra de modo tangencial y con pinceles toscos que esbozan sólo a medias el intenso drama que puede haber detrás. Tampoco me gusta mucho el final, que, no obstante su excelente y sorpresiva resolución, me hizo sentir engañado, herido, incluso. Pero ésas son mis privadas manías de lector, puestas sólo aquí para atenuar el elogio que la obra me ha hecho concebir.
Sin duda la cúspide literaria está en la carta que este hombre de inercias recibe un día; una voz femenina le acaricia el corazón con palabras como éstas:
…tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez, será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti. No puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de repente…
Además la hermosísima y erótica carta es el nudo de la narración; le llega a Hervé sin más, luego de perdidas ya las esperanzas de reencontrarse con esa mujer con rostro de muchacha, cuyo recuerdo le atormenta al grado de ya no ser el hombre que asiste a su propia vida sin vivirla, sino en alguien que, según el decir de sus vecinos de Lavilledieu, tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.
Pese a mis quejas, usted se internará en un mundo privado de sutiles cambios, miradas intensas, silencios que lo contienen todo y vidas que transcurren, a veces, sin mucha autoconciencia, a veces con una intensidad quemante, como la de Joncourt -¿no que era un hombre casi gris? Un misterio lo despierta y lo lleva a un desasosiego de siglos, de miles de kilómetros, al enigma de la caligrafía oriental.
Lea a este autor italiano, encontrará en su obra matices interesantes sobre lo que significan las convicciones y las certezas de apariencia inamovible sobre las que muchos construyen sus espejismos de grandeza y estabilidad.
(Para comentarios y sugerencias, escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)
viernes, 21 de noviembre de 2008
La vida en el envés
Por Saulo Tertius
Estaba en los lindes del imperio que alguna vez juntos cronicamos. No pensaba verte, desde luego, y no por falta de respeto, cariño o camaradería. Era sólo que vivimos priorizando nuestros encuentros con aquellos que persisten en mantenerse dentro del primer círculo de nuestras personales proyecciones y no obstante lo antes compartido, vamos postergándonos las citas para el café o la copa los unos a los otros, como si fuésemos eternos.
Esto último, muy a tu modo, es lo que tu partida ha venido a recordarnos merced a ese dolor presentido siempre y siempre sorpresivo con sus mordaces mordeduras. Y aunque hube transpuesto la ventana de mi exilio, no pude asistir a tus exequias porque feliz prisionero apenas empañado de tu muerte era de un cepo dulcísimo y esperanzado, carne de mi carne, que me ha hecho pensar en el futuro de tu propia hija.
Qué ganas de ser un demiurgo verdadero, vieras. Podría quitarte la final mordaza y devolverte al mundo de quienes vigilamos la república y la auscultamos con cansina asiduidad por encontrar las oscuras vetas de sus enfermedades más espurias y vetustas para denunciarlas porque curanderos haya que le sanen de sus dolencias más aviesas.
Pero no se es nada, sino en mi caso un mago pequeño de palabras heridas y tambaleantes. Se sueña con una gloria imposible y se camina como si la eternidad naciera en nuestros huesos y se fortaleciera en nuestras carnes a sabiendas que alimento diferido son de otros organismos que perecerán también sin siquiera haber ansiado alguna gloria como aquellas con las que soñamos juntos grabadora en mano más de una vez, oponiéndonos cuanto pudimos a las fuerzas y las malas razones de los hipócritas encumbrados.
No conversaremos más, no más habremos de consolarnos mutuos ante el avance de los tarquinios y otros males de este mundo. Por llorarte he vestido la más negra de mis armaduras y me he ceñido el más gentil de los morriones, pero carece de importancia porque todos los afanes nuestros están medidos y pesados de antemano, traemos puesta una fecha de caducidad que nadie nos denuncia y el prepago de nuestro aliento no parece negociable. En nuestros corazones converge toda clase de dictaduras, contra eso luchaste diariamente como seguimos haciendo los de tu clase, quienes encontramos alguna vez un cálido rincón en tu ánimo y tu solidaridad.
Ahora mismo el sueño, ese burdo ensayo de la muerte que nunca nos prepara para su llegada, arrasa la debilidad de tus dolientes y mañana o pasado nos arrastrará a una conformidad como la que antaño hemos encontrado en la partida de otros nuestros y nos sentiremos asaz tan criminales, que no sabremos cómo resolver las lágrimas atravesadas justo en medio de los ojos y de las anegadas manos.
Eras una superviviente, todos lo sabíamos. Ella te buscaba y tú le presentabas batallas y razones que la convencían a pasar de lado. No pudo contigo cuando aquel carguero embistió tu nave doméstica, ni en otras emergencias que te obligaron al hospital, la medicina y el sosiego. No, esta vez la descarnada amiga se ha distraído un palmo en ese juego de cercanías que tenía contigo, y lo hecho, hecho está, no podríamos vencerla si bien queremos como antaño tantas veces.
¿Pero qué hago despidiéndome? ¿No es acaso el mismo origen que tenemos? Porque nqadie sabe dónde ha estado antes de ser envuelto en carne y sangre ni lo sabe nadie que decirnos pueda lo que sigue a la última inspiración posible. A esto hemos venido, pero siempre queremos llevarnos en las uñas un jirón apenas de la eternidad. Ya nos veremos nuevamente, quizá en el lugar del árbol florido del Tlalocan, en la casa del sol o en el Mictlán, nunca se sabe.
No te detengo más del vuelo. Al fin, algo he contado esta vez en la columna, pero no más. Ya les referiré otros aciagos vacíos alguna vez. O quizá dolores como el presente me lo impidan.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
La vida en el envés
Por Saulo Tertius
Le conocí hace muchas traslaciones, un par de lunas y rotaciones más rotaciones menos. Entonces era apenas de Tarquinio el incierto. Casi, casi andaba de mecapal y sombrero mordisqueado haciendo sus labores como esclavo de una falsa periodista que un día creyó ser redentora de los alucinados pero no servía más que para tocar melodías anodinas, que no andinas. Mi trabajo de cronicante me llevó a tomarle el testimonio beligerante que utilizaba entonces, era un defensor de los pobres y soñaba con una sociedad distinta, así se fue convirtiendo en Tarquinio el bueno.
Se quejaba cuando los pliegos impresos le devolvían la estridencia de sus voces transcritas desde mi magnetófono portátil, se desmentía a sí mismo, asustado de sus mesiánicas palabras y trataba de desmentir mi pluma pero de cuando en cuando le ponía enfrente el espejo de su voz como terapia y recuperaba la cordura, aunque momentáneamente.
Luego nos perdimos de vista, yo en la labor del escribiente, en el hacer mundano del diarista. Él metido a esbirro del oscuro general sureño a cuyo servicio juraba que podría transformar el mundo desde las tripas de la bestia, ganando buenas bolsas de monedas por calentar los muebles en horarios limitados, entonces fue Tarquinio, el burócrata.
Cuando fui llamado al grupo de consejeros del mismo general sureño supe que él ya daba clases en la romana Xiamilpan, donde lentamente hundió sus dagas aquí, escarbó con las garras allá y también hacía sus parlamentos entre los expertos con la comodidad que da ser sacerdote de San Segismundo de Viena, cuyos fieles cargan siempre con las culpas de su propio pecado, pueda o no sanarlos el hierofante de todas las certezas. Entonces era ya Tarquinio el convencido de sí mismo.
Y fue que los caminos nuestros se acercaron nuevamente cuando fui llamado como cronicante de Xiamilpan, el romano feudo de la ciudad del árbol parlante. Él era ya Tarquinio el tirano sonriente, señor del Claustro de San Segismundo, poseía lujosas carrozas y sirvientes y ganaba bolsas de oro por la cátedra, por la atención de los fieles que acudían por consejo a su particular capilla y por su papel como amo del claustro.
Así que las lunas se sucedieron, me consultaba o mandaba sus heraldos solicitando que le diera voz, que le publicase sus edictos y diese circulación a los quehaceres de su mano y de cuando en cuando, de los miembros favoritos de su corte, hasta que quiso pasar de rey a emperador y solicitó mi consejo para ganarse a los condes y marqueses, barones y duques del consejo, y se coludió con ellos de modo que llegase a los aposentos de los coronados. Era entonces Tarquinio el solemne, Tarquinio el meritorio.
Y puse los cronicantes de su lado, le mostré palabras y caminos entre los cuales hacer mejores pasos y ofreció desayunos, cenas y comidas en busca de votos y era entonces Tarquinio el idóneo también llamado Tarquinio el bienportado y llegado el día de su triunfo, pidióme que fuera su edecán, pero los cronicantes no mutamos de esas formas, como él mismo y comenzó a mostrarse como Tarquinio el frío.
Y fue que trabajamos. Yo como cronicante que ya era de Xiamilpan y ahora del su nuevo imperio donde había muy muchas almas cuyas obras debían conocerse y a las que de inicio abrazaba con declarada hermandad como Tarquinio, el magnánimo y él, entregándose lentamente al ejercicio de la voluntad que debe ser obedecida a pie juntillas, pues fue que un día se hizo la luz en sus axones y supo que era sabio. Había probado a saber más de cortes finos que un astrónomo y más de astronomía que un gastrónomo y entonces fue Tarquinio el omnisciente.
Entonces el reino todo sufrió sus embates de vidente no evidente: procesó y encarceló, acusó y desterró a mansalva según el orden de sus múltiples caprichos, y como no bastaban instituyó una colección de espías entre sus ministros, jueces y verdugos y todos jugaban a la mutua delación, lo que le daba siempre material de guillotina no importaba si el imperio amenazaba decadencia.
Luego empezó a zaherir los cronicantes y acusarme de tener sobre ellos un control hipnótico que él deseaba, así que me condenó al destierro y los enfrentó en una batalla que al perder significó el pago secreto en oros y prebendas y desde entonces es su rehén, y aparece en las páginas y los pregones como Tarquinio, el excelente mientras el secreto pago sea puntual.
Pero los Xiamilpanenses lo llaman Tarquinio el necio; Tarquinio el bipolar, no le importa mientras haya quien sus plantas bese, que para eso paga a sus ministros, secretarios y palafreneros, todos los cuales le veneran guardando el veneno para mejores tiempos.
Pero basta ya, que criatura tan mendaz y turbia no merece las palabras del envés. Viene el tiempo de su defenestración.
martes, 11 de noviembre de 2008
Desilusión internacional en ciernes
Para estosdias
Tras las expresiones de beneplácito de líderes mundiales tradicionalmente contrarios a Washington o al menos no tan cercanos ideológicamente, apuestan a que la “histórica” elección de Barack Obama se traducirá en un relajamiento del engreimiento imperial de los Estados Unidos, lo que no deja de ser un espejismo porque el senador Obama, en tanto que ciudadano estadounidense, ha sido criado en la doctrina del Destino Manifiesto, pensamiento del que no podrá desligar sus decisiones ni sus acciones en tanto presidente, al margen del delicado equilibrio que debe mantener al interior de su país respecto a las presiones de la opinión pública y los fanáticos del otro partido.
Incluso estudiosos como el politólogo chileno Manuel Antonio Garretón pronosticaron el fin de la "estrategia imperial" instrumentada por Bush y los republicanos. El analista, quien también es profesor titular en el Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile aseveró que se trata "de una estrategia imperial que acompaña la globalización, la tergiversa y favorece a los sectores poderosos".
Tal afirmación aparece de algún modo respaldada por el líder cubano Fidel Castro quien en su momento expresó sentir admiración por Barack Obama en contraposición a su rival republicano John McCain a quien tildó de "viejo, belicoso, inculto, poco inteligente y sin salud." Y de quien dijo, representaba la posibilidad de una guerra y la continuidad del imperialismo.
Personajes como Nelson Mandela, Hugo Chávez, Michelle Bachelet, Cristina Fernández y el propio Fidel castro, han saludado su advenimiento como el inicio de una nueva edad histórica, la posibilidad de un mejor entendimiento entre las naciones de la tierra y ese Estado convencido de su misión de gobernar al mundo bajo la lente de su particular visión política y económica.
Y puede que la experiencia conjunta de los líderes mundiales les mueva a suponer tal cosa, pero el mejor consejo es no dejarse deslumbrar con lo que parece ser, pues lo que de él se conoce hasta ahora es un discurso diseñado y esgrimido en campaña política y los escenarios tienden a cambiar lo suficiente como para causar “ajustes” en el discurso y las acciones de los políticos, sobre todo en el contexto de una economía tan inestable como la que el gobierno de Bush II deja al mundo.
Así que el beneplácito por la elección de Barack Obama podría en el mediano o largo plazo transformarse en decepción, cuando el hasta ahora senador por Illinois anteponga el pensamiento y los valores tradicionales estadounidenses –como se espera de él- a los intereses y conveniencias de otras naciones con las que se relaciona en diferentes órdenes.
Por lo pronto, ya el presidente de Guatemala, Álvaro Colom informó que los gobiernos centroamericanos invitarán al nuevo presidente de Estados Unidos a la próxima sesión de gobernantes de los países del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), lo que esperan de él es una revisión de asuntos migratorios y económicos.
lunes, 10 de noviembre de 2008
La vida en el envés
sábado, 8 de noviembre de 2008
Yo, lector
Por Juan Pablo Picazo Para estosdías
Nada igual a la deliciosa tentación de confundir a los escritores con sus personajes cuando escriben en primera persona, sobre todo si su maestría mezcla la verdadera vida con la ficción. En una entrevista que mis compañeros Alejandra Atala, Luis Ernesto González y un servidor sostuvimos para nuestros programas radiofónicos Paréntesis y Vuelo entre líneas con la escritora Silvia Molina, lo entendimos bien. Su libro La mañana debe seguir gris, cuya innominada protagonista se enamora en Londres del poeta tabasqueño José Carlos Becerra, le ha dado ese quebradero de cabeza durante muchos años.
Un lector improvisado suele confundirse en este sentido ante Marguerite Duras. Se precisa fuerza para entender que alguien -hombre o mujer- sea capaz de escribir tan descarnadamente sobre sí mismo. De tan verdadero, su trabajo se antoja ficción. En El amante (Tusquets Editores, México, 1990) se ha logrado un corte demasiado fino de la verdad. Cualquiera creerá hallarse ante la fantasía de una mujer decidida a transformar una vida gris en epopeya. Pero Duras no necesita semejante cosa, sabe lo que la realidad puede. Su poderío es superior a la ficción; lo ha concebido en la soledad engendrada alrededor de quien escribe para sostener su andanza entre la gente.
El amante confirmó su fama mundial y le atrajo el Premio Goncourt hacia 1984, pero para este lector eso no es un libro, se trata de mucho más: una confesión; una absolución; un ensayo científico sobre la diversa infinitud del alma humana. Leerlo me ha dejado cicatrices, me ha movido a amar a una joven de otro tiempo y lejanas geografías.
Ese libro condensa el amor inevitable hacia la audacia que encarna la adolescente que atraviesa en trasbordador el río Mekong; su compasión infinita hacia la madre, su odio incondicional y doloroso hacia el hermano mayor; la angustia ditirámbica por el hermano menor, además de la compasión arrebatada por la sensualidad que fluye desde Héllène Lagonelle, esa beldad efímera atrapada en una remota tierra sin destino, sin luz, ni presencia verdadera.
Muchos críticos dudan de que la verdad sea sustento de El amante; otros lo aseguran a pie juntillas. Nada importa, sin embargo. Juan Rulfo fabulaba sobre sí, sobre su nombre y hasta sobre su lugar de nacimiento para regalarse una leyenda. Marguerite Duras la encuentra inevitable en la lucha verbal emprendida para el entendimiento de sí. En la citada novela, escribe: La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea… Así pues, lectores, críticos y aún curiosos, no importa si lo narrado ocurrió, cada libro es vida. Eso basta. Ella está tan viva como el Quijote. Es una mujer trascendente desde su muerte el 3 de marzo de 1996. Quizá antes.
El español Juan Antonio Pascual, entonces catedrático e Investigador de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), me dijo al ver un libro de la Duras en mi escritorio: Eso no es literatura. No pierdas el tiempo con esos gachupines. Buen amigo como siempre, quise creerle, pero era demasiado tarde. Ya tenía las raíces de esa voz bien clavadas en el alma.
El amante es, además de un atrevido recuento de la infancia, un desnudar a la familia; un ensayo sobre las primeras, incomprendidas, inclinaciones de la escritora hacia la soledad necesaria, hacia la escritura, hacia el misterio que guarda la verdad desnuda bajo el sol del trópico asiático y sus ratas, y sus fiebres, y sus sombríos comerciantes chinos.
Escribir para Duras fue, me parece, un acto de liberación. Por eso la profundidad, el eco de sus adjetivos, la estridencia suicida de sus verbos, la belleza sostenida de sus frases; es casi más orfebre que escritora. Opina en su novela: Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. En su ensayo Escribir, nos dice otra verdad inevitable, y quienquiera que haya gustado de los demonios de la pluma lo sabe: Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir.
Pero llegar a esa fuente de la vida fue difícil. Era una mujer de siglos. Las edades vivían apretujadas en sus quince años y medio cuando declaró que quería escribir libros, novelas. Su azorada madre encuentra más natural su precocidad de amante y su rebeldía antes que ese deseo, y se lo niega. Aquello no es un trabajo, sino una niñería. Mientras esta escena se desarrolla en El amante, en Escribir la dama envejecida que se estremece incluso con la muerte de una mosca resume así su vida: Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.
Porque la bella niña de quince años tiene un amante, el hijo de un comerciante chino, y eso parece lo menos extraño para ella y lo más escandaloso para la colonia francesa de Indochina, donde ya la llaman soterradamente La putilla blanca de Sadec. Poco le importa. Sabe que ella es el centro del universo, pero no lo entiende nadie. El mundo giraba ya en torno de una pluma implacable.
Le invito a asomarse a esta novela de Marguerite Duras, es idónea para restañar en modos inesperados su capacidad de asombro y colocarle en una ruta nueva de redescubrimientos. No en balde se le considera la más deslumbrante autora de lo que se llamó la nouvelle roman o nueva novela francesa. La vida de Duras se desarrolló en el activismo contra la invasión nazi a su país, y aunque algunos de sus contemporáneos ponen en tela de juicio la veracidad de sus relatos, su literatura se impone y reescribe la historia. Otros de sus libros son El Amor y Moderato Cantabile.
(Para comentarios y sugerencias, escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)
lunes, 3 de noviembre de 2008
Yo, lector
Por Juan Pablo Picazo para estosdías
Los adelantos de la ciencia han constituido siempre un tema de preocupación para el arte, cuya penetrante visión se extiende más allá de lo que las limitadas fronteras del pensamiento científico permiten a sus hierofantes. Cuando a mediados del siglo XIX Gregor Mendel, entonces un desconocido monje de Silesia, se dedicó al estudio de la Drosophila Melanogaster, o mosca de la fruta, la genómica de hoy vio su nacimiento, y los escritores advirtieron, mucho antes que los científicos, los alcances positivos y los peligros de aquella nueva línea de investigación.
Uno de quienes previeron el futuro fue H. G. Wells, cuyo libro La isla del Dr. Moreau, publicado hacia 1896, advertía sobre el lado oscuro de los experimentos mendelianos. Este clásico literario pasó al cine en dos versiones (Charles Laughton, 1932, y Burt Lancaster, 1977) antes de una tercera que conmemoró su centenario en 1996 bajo la dirección de John Frankenheimer. Como se verá, el cine ha convertido el tema de la clonación en uno de sus favoritos, sobre todo últimamente. Entre muchas otras destacan Sexto día, de Roger Spottiswoode (2000); El ataque de los clones, de George Lucas (2002); La Isla, de Michael Bay (2005), cuya trama se parece demasiado a un clásico de la ciencia ficción del último tercio del siglo XX: Clones, crónicas de un futuro imperfecto, de Michel Marshall Smith Y claro, 2008 de nuevo George lucas con La guerra de los clones, aunque este ya no es el tema principal en ella.
En Clones (Grijalbo, México, 1998. Traducción de María Vidal), Marshall Smith muestra un mundo entregado por entero al consumo como deporte extremo, en imposibles centros comerciales de 200 pisos de altura cuya extensión de 13 kilómetros cuadrados se desplaza de una ciudad a otra de los Estados Unidos como auténticos cruceros aéreos; uno de ellos, el Nueva Richmond, aunque permanentemente varado en tierra a causa de una indeterminada falla mecánica, será su escenario.
En este libro, Jack Randall es un ojosbrillantes. Veterano de una extraña guerra, metido a guardián en una granja de refacciones humanas, decide salvar a un grupo de clones a quienes ha enseñado de modo rudimentario los prolegómenos de una cultura que desconocen, obligándolos a ascender un mínimo peldaño, de cosas a personas con pensamiento independiente, ayudado por Ratchet, el robot de mantenimiento.
En el intento por huir, una serie de bandas rivales roban a los clones para reclamar la recompensa que RedSeguridad, el ejército privado de esta empresa copiahumanos, ofrece por su recuperación y, claro, por la captura de Randall. Todo ello en un futuro sombrío donde los refrigeradores advierten al consumidor sobre el estado de los productos almacenados en su interior, los centros comerciales vuelan, las noticias se transmiten en postes instalados exprofeso por las calles, y uno de los deportes más gustado por los millonarios sin alicientes en la vida es lanzarse 200 pisos abajo en sus futuristas patinetas.
Al margen de la gastada trama policiaca que de cuando en cuando se sumerge en la irrealidad de El abismo, una sórdida dimensión paralela contra la que alguna vez lucharon los hombres, Marshall Smith se permite una de las antiutopías más interesantes que se hayan escrito con el tema de la sociedad deshumanizada en buena medida por el salvaje capitalismo global donde todo es mercancía, incluidos usted y yo, y, según Clones, no solamente por nuestra fuerza de trabajo.
Otros autores han advertido de modos diversos los estragos de la ambición científica mal encaminada, como Jonathan Swift, el feroz genio de la Irlanda barroca, quien restaba importancia a las ciencias exactas en su célebre descripción del sistema educativo de los liliputienses en aquel memorable libro conocido como Los viajes de Gulliver. Cualquiera que, sin conocer el opúsculo político que bajo la trama literaria se esconde, diga que no en balde eran enanos, está en un muy grave error.
Es cierto que la ciencia explora caminos menos cuestionables, entre otros los relativos a la manipulación de células madre capaces de formar tejido de órganos específicos para su reemplazo, aunque esa rama de la genómica apenas va. Aún falta mucho camino por recorrer, pues pese a los avances, ciencia tal está en su infancia. El clásico de clásicos en esta materia es, por supuesto, Un mundo feliz, del novelista inglés Aldous Huxley, cuya visión de una sociedad de castas genéticamente diseñadas es aterradora. La cinematografía dio su versión de cosa semejante en Gattaca, película de Andrew Nicoll protagonizada por Ethan Hawke y Uma Thurman.
La crítica ha acogido a Clones como un libro deficiente, por decir lo menos. Yo le digo lo contrario: si sabe leer más allá de lo evidente, si no se queda en la mera persecución, encontrará visiones amenazantes que quieren cumplirse diariamente en este mundo. Si encuentra esta obra, no dude en concederle una lectura; verá como Michael Marshall Smith le sorprende, con todo y las críticas que livianamente le han despedazado. (Para comentarios y sugerencias, escríbanos: juanpablo.picazo@gmail.com)