lunes, 10 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Nancy en un sueño del exilio


Por Saulo Tertius


He aquí que esta noche, no sé cuánto de ella, he soñado a Nancy. Para muchos esa palabra designa el nombre de una región de las Galias. Para mí, caído en el corazón de San Manatí por mi propia impericia en lo tocante a intrigas palaciegas, es un bálsamo que restaña y duele. Un día les contaré de cómo desapareció y decidió que no conversaría más conmigo por juzgarme indigno de saber sobre su feliz su nueva vida en los fiordos helados de las tierras más cercanas al Asgaard de Thor y su familia.

En el mundo sabio aunque absurdo de los sueños me he descubierto esta noche fatigado y a la espera de que mi padre me haga una llamada. Espero esa comunicación sentado en una banca de cemento dentro de un extraño bar a donde me han dicho que pronto llamará. Mientras espero, observo a las parejas que se juran bajo un mar de neón lo que ya conozco como imposible; el dueño me habla de física cuántica y el mucho dinero que ganará dando cursos en los sótanos de ese mismo edificio. La música apesta y quiero que deje de invadirme el gusto con ese estridente ritmo Caribe.

Durante la espera debo haberme dormido porque abro los ojos hecho un ovillo en el suelo y me encuentro en el corredor de una plaza comercial cuyos negocios están cerrados a piedra y lodo. Abrir los ojos e incorporarme constituye una dolorosa operación en la que dos guardias privados me asisten acomedidamente con puntapiés, jalones e improperios, me prometen una habitación con rejas mientras sus toletes caen sobre mi espalda y yo les digo que sólo espero la llamada de mi padre, que pregunten al dueño del bar a cuyo mar neón estamos emergiendo.

El hombre que me hablaba de la fortuna casi automática que haría vendiendo cursos de Física cuántica en San Manatí me ignora, en verdad me desconoce, no me ha visto nunca, lo sé. La puerta de un negocio ajeno al bar pero dentro de este, se abre y mi padre pone fin al inocente juego de los policías privados, les muestra su vetusta charola de agente federal y éstos me dejan en sus manos. Los miro marcharse como buenos soldados, felices del deber cumplido.
Me vuelvo al padre. Estamos en terreno neutral, puedo al fin retomar el enojo que perdí en su contra cuando le descubrí viejo y un tanto enceguecido atendiendo su negocio de telas cerca del mercado de Ciudad Zapata y sentarnos en algún lugar a contar los centavos de la ira, a repartirnos las migajas de los malos recuerdos que me muerden, pero ya se ha ido y estoy en la calle umbrosa, sucia, mojada y fría en soledad varios kilómetros a la redonda y no entiendo.

Sin idea de lo que debo hacer permanezco ahí, casi bruno en la bruma, entelerido, parco, torvo, turbio, aterido y terco. Entonces me doy cuenta que ese ha sido mi estado natural latente: siempre apartado, abandonado siempre y desencajado de un mundo que ama el progreso y no la ensoñación, ser aedo o rapsoda no cuenta sino sabe uno de moda o conveniencias y como sólo se me ha dado cronicar, no entiendo nada, sueño o no.

Apenas entenderme y la magia existe. Junto a mí hay un descapotable amarillo con la bella Nancy en el asiento trasero. Acompañan su feliz sonrisa y sus ojos llenos de lumínicas estrellas un marido en el que no creo —porque el suyo, el verdadero, es uno de esos dioses nórdicos, como Wainamoinen o Hukkahainen, me imagino— y un chofer casi de piedra sentado al frente. Han ido en mi auxilio. Mientras recorremos las calles infartadas de soledad me conduce hacia su casa, quiere que vea algo.

En el camino me muestra unos tapices deliciosos que son expertos retratos, maravillosas escenas de los clásicos grecolatinos y aún algunos motivos religiosos, los pone ante mis ojos como un inocente pasatiempo y yo trato de convencerla de que además de médica es una gran artista y de que debería exponer su obra, lo que de alguna manera consoladoramente me hermanaría con ella, pero se ríe divertida, yo no cambio dice, creo que todo el mundo debe ser artista.

Luego la espero en la sala destinada al caso en el consultorio de su padre, que es médico como ella misma, converso con su marido, hombre amable, frugal y cuya inteligencia me colma de rubor, pues el espejo que se encuentra delante de mí me muestra al hombre de la canosa barba, pelo abundante, sombrero texano y envuelto en mezclillas en que me he convertido y la única sabiduría que tengo, la que me prestan las musas mientras escribo, esa imposible de retener una vez puesto el final punto, a veces antes dejando obras inconclusas que de cualquier forma no importan porque como yo no están destinadas a la trascendencia, por mucho que lo quiera.
Veo pasar a Nancy una vez y otra con la sonrisa de los ojos eternamente puesta. Su marido va y viene con ella, ambos ríen ¿no conversaba él conmigo? A mí alrededor llega cada vez más gente que busca la atención del médico padre y una enfermera me pide que salga, que se precisa espacio. Al hacerlo me veo en un callejón, también lleno de gente que me insulta y me mandan a formar porque parece que hubiera querido colarme antes de tiempo en una fila que hacen todos con un plato y una taza de peltre esperando un champurrado y una torta de tamal.

Me alejo y otra vez el laberinto, voy cargado de objetos al parecer de primera necesidad, un reloj de péndulo, un paquete de salchichas, una maleta llena de pañuelos, a mi derecha veo —es toda una noticia eso de ver con el ojo derecho, desde que nací no lo hago bien— la bellísima casa de Nancy, quien suponiéndome en la sala de espera dice que ya va, que la espere, pero no sé que decirle, ni siquiera podría oírme porque he sido lanzado de nuevo a un mundo en el que no está ella.

Entonces recuerdo que también se llama Laura y que nos reíamos porque las iniciales de sus apellidos coincidían con las de una momia que fue gobernador provincial del Departamento Tlahuica: OM y se llamaba Lauro. Quiero llorar a esas alturas en que me desconozco e incluso comienzo a olvidar mi nombre. Entonces la serena, salvadora voz de un Virgilio a quien conozco:— Maestro, está usted perdido, sígame.

Un sonriente y confiado Luis Ernesto González se deshace de mis bultos llevándolos él mismo y me precede en el camino. Se vuelve de tanto en tanto esperando que no me aparte, a nuestro alrededor hay hombres mujeres y niños que hacen un camino similar al nuestro, ya entran en casas de fachadas carcomidas, ya se paran a mirarnos avanzar entre los charcos y las piedras del deteriorado pavimento de sus calles. — Llegamos dice Luis, y me muestra que estamos al final de un callejón estrecho y cerrado.

La pared que corta aquella vía sólo tiene una ventana diminuta cuyos cristales han sido pintados de blanco. Luis la señala y me da a entender con una sonrisa que aquello es lo que andamos buscando, cada paso me ha alejado de Nancy dolorosamente en ese, el único mundo donde he podido conversar con ella en años, lustros, décadas de amistad perdida, sólo porque fuera del sueño me ha juzgado inmaduro.

Abro los ojos, son las siete de la mañana. En San Manatí es domingo y flotan resabios de un huracán lejano por el cielo. Tengo el corazón desmenuzado y si, creo que la inmadurez me ha hecho conservar las ensoñaciones, impidiéndome crecer como los otros.
Basta por ahora, no soy digno de sus lectores ojos, siempre me esfuerzo por contarles algo y termino diciendo siempre nada, creo acaso que el coro de quienes me han vilipendiado tenga razón. Mientras tanto les dejo. Ya les contaré nada en otro momento, con su permiso.

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