sábado, 8 de noviembre de 2008

Yo, lector

La putilla blanca de Sadec

Por Juan Pablo Picazo Para estosdías

Nada igual a la deliciosa tentación de confundir a los escritores con sus personajes cuando escriben en primera persona, sobre todo si su maestría mezcla la verdadera vida con la ficción. En una entrevista que mis compañeros Alejandra Atala, Luis Ernesto González y un servidor sostuvimos para nuestros programas radiofónicos Paréntesis y Vuelo entre líneas con la escritora Silvia Molina, lo entendimos bien. Su libro La mañana debe seguir gris, cuya innominada protagonista se enamora en Londres del poeta tabasqueño José Carlos Becerra, le ha dado ese quebradero de cabeza durante muchos años.

Un lector improvisado suele confundirse en este sentido ante Marguerite Duras. Se precisa fuerza para entender que alguien -hombre o mujer- sea capaz de escribir tan descarnadamente sobre sí mismo. De tan verdadero, su trabajo se antoja ficción. En El amante (Tusquets Editores, México, 1990) se ha logrado un corte demasiado fino de la verdad. Cualquiera creerá hallarse ante la fantasía de una mujer decidida a transformar una vida gris en epopeya. Pero Duras no necesita semejante cosa, sabe lo que la realidad puede. Su poderío es superior a la ficción; lo ha concebido en la soledad engendrada alrededor de quien escribe para sostener su andanza entre la gente.

El amante confirmó su fama mundial y le atrajo el Premio Goncourt hacia 1984, pero para este lector eso no es un libro, se trata de mucho más: una confesión; una absolución; un ensayo científico sobre la diversa infinitud del alma humana. Leerlo me ha dejado cicatrices, me ha movido a amar a una joven de otro tiempo y lejanas geografías.

Ese libro condensa el amor inevitable hacia la audacia que encarna la adolescente que atraviesa en trasbordador el río Mekong; su compasión infinita hacia la madre, su odio incondicional y doloroso hacia el hermano mayor; la angustia ditirámbica por el hermano menor, además de la compasión arrebatada por la sensualidad que fluye desde Héllène Lagonelle, esa beldad efímera atrapada en una remota tierra sin destino, sin luz, ni presencia verdadera.

Muchos críticos dudan de que la verdad sea sustento de El amante; otros lo aseguran a pie juntillas. Nada importa, sin embargo. Juan Rulfo fabulaba sobre sí, sobre su nombre y hasta sobre su lugar de nacimiento para regalarse una leyenda. Marguerite Duras la encuentra inevitable en la lucha verbal emprendida para el entendimiento de sí. En la citada novela, escribe: La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea… Así pues, lectores, críticos y aún curiosos, no importa si lo narrado ocurrió, cada libro es vida. Eso basta. Ella está tan viva como el Quijote. Es una mujer trascendente desde su muerte el 3 de marzo de 1996. Quizá antes.

El español Juan Antonio Pascual, entonces catedrático e Investigador de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), me dijo al ver un libro de la Duras en mi escritorio: Eso no es literatura. No pierdas el tiempo con esos gachupines. Buen amigo como siempre, quise creerle, pero era demasiado tarde. Ya tenía las raíces de esa voz bien clavadas en el alma.

El amante es, además de un atrevido recuento de la infancia, un desnudar a la familia; un ensayo sobre las primeras, incomprendidas, inclinaciones de la escritora hacia la soledad necesaria, hacia la escritura, hacia el misterio que guarda la verdad desnuda bajo el sol del trópico asiático y sus ratas, y sus fiebres, y sus sombríos comerciantes chinos.

Escribir para Duras fue, me parece, un acto de liberación. Por eso la profundidad, el eco de sus adjetivos, la estridencia suicida de sus verbos, la belleza sostenida de sus frases; es casi más orfebre que escritora. Opina en su novela: Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. En su ensayo Escribir, nos dice otra verdad inevitable, y quienquiera que haya gustado de los demonios de la pluma lo sabe: Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir.

Pero llegar a esa fuente de la vida fue difícil. Era una mujer de siglos. Las edades vivían apretujadas en sus quince años y medio cuando declaró que quería escribir libros, novelas. Su azorada madre encuentra más natural su precocidad de amante y su rebeldía antes que ese deseo, y se lo niega. Aquello no es un trabajo, sino una niñería. Mientras esta escena se desarrolla en El amante, en Escribir la dama envejecida que se estremece incluso con la muerte de una mosca resume así su vida: Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.

Porque la bella niña de quince años tiene un amante, el hijo de un comerciante chino, y eso parece lo menos extraño para ella y lo más escandaloso para la colonia francesa de Indochina, donde ya la llaman soterradamente La putilla blanca de Sadec. Poco le importa. Sabe que ella es el centro del universo, pero no lo entiende nadie. El mundo giraba ya en torno de una pluma implacable.

Le invito a asomarse a esta novela de Marguerite Duras, es idónea para restañar en modos inesperados su capacidad de asombro y colocarle en una ruta nueva de redescubrimientos. No en balde se le considera la más deslumbrante autora de lo que se llamó la nouvelle roman o nueva novela francesa. La vida de Duras se desarrolló en el activismo contra la invasión nazi a su país, y aunque algunos de sus contemporáneos ponen en tela de juicio la veracidad de sus relatos, su literatura se impone y reescribe la historia. Otros de sus libros son El Amor y Moderato Cantabile.

(Para comentarios y sugerencias, escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)

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