sábado, 22 de noviembre de 2008

Yo, lector

Amor de seda

Por Juan Pablo Picazo para estosdìas

Hay lecturas difíciles, que oponen resistencia, como negándose a ser conquistadas. Pero existen otras que no parecen lectura, sino un flujo suave. Agua que fluye con pertinaz gozo. Si hemos de ser estrictos, de lo que aquí escribo es de una novela; si hemos de creerle al autor merced al efecto que produce, es una historia escrita con música blanca, semejante al silencio. Quienes en ella callan, enseñan con su silencio; quienes en ella hablan, sólo subrayan los muchos significados que tiene el acto de callar; quienes gritan e interrumpen en sus páginas, apenas se perciben como susurros secundarios.


Seda (Anagrama/Colofón, México, 2005), del italiano Alessandro Baricco, llegó a mis manos gracias a la profunda impresión que causó en mi amiga Gabriela Alonso. Luego de leerla decidió que yo debía conocer esa historia; generosamente se hizo de un segundo ejemplar -el suyo no lo dejaría por nada del mundo- y me lo envió. Su entusiasmo al hablarme del libro y su dedicatoria me llevaron a la primera línea y, de ésta, a la lectura asombrada del capítulo 1. Tenía por entonces varias lecturas en curso, como siempre, pero me vi obligado a dejarlas por ese libro que llegaba.

Es una ficción que discurre cómoda en los brevísimos capítulos en los que se desgrana; que se mueve a sus anchas en la economía de palabras; cálida y grata en medio de una selva de puntos y seguido. Baricco desarrolla su ficción sin desdeñar el contexto histórico, que ofrece a cada momento un motivo para la acción conjunta de los personajes sin incidir directamente en ellos. Incluso hombres como Luis Pasteur se pasean por las páginas de esta novela, con una reputación apenas por construir, y lo hacen tan desmañadamente que complementan la trama sin contaminarla.

Múltiples logros tiene este narrador italiano. Sus personajes son sólidos, fuertes, a pesar de la suavidad fantasmal con que se les encuentra en escenarios donde casi se mimetizan. Arquetípicos en su construcción, adquieren verosimilitud en los detalles. Piense, por ejemplo, en el cabello de Hélène, en los ojos de la mujer sin nombre, en la autoritaria soledad de Hara Kai, en las flores azules como anillos de Madame Blanche.

Hervé Joncourt es caso aparte; es más tetradimensional que muchos personajes de títulos clásicos. Su personalidad coincide con algunos cuantos seres de carne y hueso que usted y yo conocemos. El libro lo define así: “Era, por lo demás, uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla”. Por tanto carece de iniciativas espectaculares y sólo toma decisiones menores, al grado de que está por estudiar una carrera militar que le escogió su padre y la abandona por la de tratante de huevos de gusano de seda, luego que tanto su padre como Baldabiou lo deciden.

Acaso usted se pregunte ¿cómo un hombre así es el protagonista de una novela? Su desapego a las cosas, su falta de ambiciones, su nula visión del futuro, lejos de ser defectos son los engranajes perfectos para encarnar esa historia delicadamente equilibrada, en la que el amor -ese hórrido fantasma de mil cabezas- aparece apenas insinuado en una poética contemplación que no llega a concretarse sino en instantes que más bien parecen sueños que verdades.

Contra Alessandro Baricco tengo que tres de los personajes más atractivos -Jean Berbeck, Madame Blanche y Baldabiou- son desplazados a una inmerecida sombra; su historia se narra de modo tangencial y con pinceles toscos que esbozan sólo a medias el intenso drama que puede haber detrás. Tampoco me gusta mucho el final, que, no obstante su excelente y sorpresiva resolución, me hizo sentir engañado, herido, incluso. Pero ésas son mis privadas manías de lector, puestas sólo aquí para atenuar el elogio que la obra me ha hecho concebir.

Sin duda la cúspide literaria está en la carta que este hombre de inercias recibe un día; una voz femenina le acaricia el corazón con palabras como éstas:
…tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez, será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti. No puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de repente…

Además la hermosísima y erótica carta es el nudo de la narración; le llega a Hervé sin más, luego de perdidas ya las esperanzas de reencontrarse con esa mujer con rostro de muchacha, cuyo recuerdo le atormenta al grado de ya no ser el hombre que asiste a su propia vida sin vivirla, sino en alguien que, según el decir de sus vecinos de Lavilledieu, tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.

Pese a mis quejas, usted se internará en un mundo privado de sutiles cambios, miradas intensas, silencios que lo contienen todo y vidas que transcurren, a veces, sin mucha autoconciencia, a veces con una intensidad quemante, como la de Joncourt -¿no que era un hombre casi gris? Un misterio lo despierta y lo lleva a un desasosiego de siglos, de miles de kilómetros, al enigma de la caligrafía oriental.

Lea a este autor italiano, encontrará en su obra matices interesantes sobre lo que significan las convicciones y las certezas de apariencia inamovible sobre las que muchos construyen sus espejismos de grandeza y estabilidad.

(Para comentarios y sugerencias, escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)



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