jueves, 19 de marzo de 2009

La vida en el envés

Corazones


Por Saulo Tertius

El corazón de una bruja, me ha dicho Cihuanicté, es inconmovible a causa de las abrasivas visiones que desde siempre le atormentan. El tiempo todo es un presente ininterrumpido que lima las incertidumbres y reluja los contratiempos, de modo que pocas cosas son capaces de sacudir su interior templo de certezas absolutas.

Por el contrario, dice la buena bruja, el hombre encuentra sentido a la vida sólo a través de sus concatenadas angustias, sus decisiones dubitantes, sus prospectivas audaces, las sorpresas de lo inesperado y el hastío de lo repetido hasta el hartazgo. Su felicidad consiste en la zozobra que le permite la lucha diaria, incansable en la carrera de sus deseos contra el tiempo que sabe perdida de antemano y que encontrarse cara a cara con la perfección le desmorona; arribar al ideal de su vida le transporta de la satisfacción a la molicie y de esta a la ruina en sólo unos milisegundos luz.


Continúa su disertación haciendo caso omiso al mi azoro y mi mutismo: — Pero nada sabemos de los corazones de los cíclopes, hechos con trueno y sal, lágrimas divinas y amoroso odio sideral. Nada sabemos. Como los de las demás criaturas, son ínsulas sus corazones, cerrados sistemas de vida autosuficientes hasta que una hembra de humano, una diosa o una bruja, les hechiza involuntariamente, entonces les urgen los puentes, les escoce el alma por la posesión de los navíos y se apresuran a zarpar muchas veces extraviándose hasta el fin de los tiempos o hasta que alguien les conduce de nuevo al centro de sí mismos con el amor de una palabra.

Así es Cihuanicté. A veces aparece donde menos la espero; como la oportunidad aquella en que investigaba dónde se había metido el senescal de Montana Ross y alejó a mi informante diciéndome que no perdiera el tiempo, que los cronicantes nos ocupábamos de idioteces. Me dijo que para ubicar a Don Félido de Copla y Gudinçalvez era menester preguntar en ciertos principados árabes que disfrutan la vida a plenitud según el consejo de Omar Khayyam. Dubai, creo que dijo, y que no me preocupara pues los públicos tesoros serían puntualmente apostados en los casinos de un oscuro lugar llamado Montecarlo; a saber, no puede confiarse siempre en las visiones de una bruja.

Lo cierto es que mientras esperábamos el barco donde habría de llegar Polifemo, la Bene Gesserit renegada de Arrakis me dijo que no hay corazón humano —negro, blanco, femenino, masculino, lo que sea— que no contenga miríadas de secretos habitáculos en los que se guarda algún dolor o una incierta soledad; en ese momento me enseñó a recorrerlos dentro de mí y pude localizar algunos muertos y no pocos prisioneros estrafalarios, como aqueste silencio avergonzado que mató unos besos y un amor tras ellos; esotra pulsión que me apartó del original camino y sombras más, pinceles menos, también encontré fortunas perdidas, amores nunca descubiertos y cariños agostados por la estólida mi vista que no los descubrió nunca, entre muchas otras joyas que aúllan menesterosamente pidiendo un nombre, reclamando su poeta.

Es noche cerrada y la bahía está cercana de la ebullición. El barco de Polifemo no corona todavía el horizonte y ya estoy sudando a pesar de lo medio vestido que Cihuanicté me hizo salir del departamento. Ha estado muy perturbadora con sus anagramas y sus quisicosas, me ha dicho que ella y yo somos parte de ese Polifemo: dice ser su ánima y que yo su ánimus, cuando le he preguntado por el significado de sus palabras sólo me ha mirado larga, cariñosamente y ha empezado con una de esas antífonas deliciosas con las que deja fuera de combate a cuanto ser vivo que cantar la escucha.

Mientras me dura el embeleso, la oigo conversar con voces lejanas que contestan en contrapunto y en mi cabeza escucho la respuesta a una pregunta que aún no sé siquiera que voy a formular: — Sirenas, me dicen la distancia a la que aún se encuentra la nave en la que Ulises viene a dejarlo, lejos del poder de Poseidón, enloquecido y ciego a mi cuidado. No deja de cantar y yo pienso que debe haber algún error, de nuevo su voz aclara: — He hablado ya con Hera no bien salimos de tu habitación, sé lo que es menester hacer con él. ¿Cómo es que habla conmigo; con Hera, la madre y conversa en polifonía con las sirenas del Mar de las Antillas?

El barco está cerca y siento un deseo grande de dejarla ahí y correr donde Don Alonso de Quijano, Sancho y Grangaznate me convidan de continuo a beber, pero “te necesito aquí” me dice y aprieta mi mano.

miércoles, 18 de marzo de 2009

La vida en el envés

Azucena y Polifemo

Por Saulo Tertius

- Ven conmigo.

Nada más la miro, su mano extendida me invita, la otra mano espera apoyada en la cadera que se asoma con singular desnudez bajo la urdimbre translúcida de ese vestido suyo, hecho como al propósito para la seducción, huelo su trampa en el aire y la piel sube casi a combustión, pero me mantengo lejos, no. La última vez nos encontramos en un avión y, uniforme con galones por delante, hizo su voluntad hasta sentarse junto a mí y darme un largo beso de amor que no esperaba.

Su presencia es lo mismo grata que imposible. Casi diría que es un fantasma y quiero preguntarle si sabe de los rumores sobre la muerte del Rojo Érick, aquel su mancebo amante por quien me dejó habiendo antes prometido tanto y a quien de tanto en tanto abandonaba para tratar de convencerme que habitaba sólo a gusto en mis amorosos raptos.

Quiero preguntarle muchas cosas o de plano rendir ante ella mis ciudadelas. Parece una princesa, aunque en realidad desde hace años viste el uniforme de la enfermera militar en que mutó luego de obtenido su título de bachiller. Se llama Azucena y recuerdo con terror que su mirada era letal porque se inclinaba sobre tu rostro inundándote de perfume y con ella te escarbaba en el corazón hasta el sometimiento.

Ahora está aquí, frente a mí. No entiendo cómo ha conservado esa lozanía de las tardes conversando en su casa de mujeres llena, con semejante cohorte de hermanas, tías, madre y primas aquello parecía uno de esos clanes de brujas que ya luego he conocido ¿y si lo era? Pero no. Conserva esa sonrisa suya, rara como los montañas nubladas de San Manatí, que nunca han existido y así, con gran descaro me observa divertida.

En el viejo aparato en que volamos aquella vez como remontando el tiempo, pues era dos horas más temprano cuando desembarcamos que al inicio del viaje, solicitó que vaciaran de pasajeros la fila en que me encontraba argumentando mi apariencia sospechosa y su necesidad de interrogarme sin interrupciones. Cumplido su capricho, gustó de sorprenderme, preguntar por los amigos, por el Rojo Érick al que ya había dejado por un comandante de la zona militar en que servía.

Entonces vino el beso, cuyo origen pareció el viejo amor que nos latió cuando muy jóvenes todo era yerro sobre yerro y cuya prolongación pareció más bien un feroz acto de dominio, un plantar sus orgullosos pendones de conquista y cuya disolución, húmeda lenta y tardana, aludía a una suerte de castigo propinado a quien más lo merecía en el mundo porque conllevaba una promesa de no venir a cuento nunca más ni en esta ni en cualquier otra vida posible o imposible, faltaba más, ni que novios, esposos o amantes fuéramos y Alzheimer mediante, pidió que no volviese a acosarla o me haría arrestar hasta el fin de los tiempos.

Ahora estaba aquí, con el mismo cuento de la invitación al amor, sacándome del sueño sudoroso, solitario e inquieto que suelo practicar en las mendaces y pringosas noches acaloradas de San Manatí, como si fuera poco. No. No iba a aceptar su invitación, seguro afuera un batallón de mandoblianos esperaba para llevarme prisionero a la base de Majahualco, o a las prisiones secretas que el gobierno de Montana Ross tiene en la intrincada selva de Cantún.

- Ahora sé una de las razones por las que duermes solo.

Esa voz no es de Azucena. Cihuanicté me mira con esos ojos brillantes que posee para ver en la oscuridad. La miro disgustado, pues duermo desnudo. Cuando estoy en punto de preguntarle cómo ha entrado me recuerda: - Querido, yo viajo a través de los espejos. La miro como un tonto, eso sí que lo sabía, pero no lo había visto. Voy a preguntarle qué hace en mi departamento cuando ordena:

- Arréglate, debemos recibir el barco en que traen exilado a Polifemo.

lunes, 2 de marzo de 2009

La vida en el envés

Ash y Morry

Por Saulo Tertius

— Brujo.

Al principio ni los había visto. Rara cosa porque normalmente paseo los ojos a placer por la estancia cuando llego y observo con calma — e incluso con descaro— a los presentes. Si son ellas, me detengo un tanto más apenas para apreciar su arquitectura, su color y su textura por si pueden darme el alimento necesario para el trazo de mis personajes. No, primero percibí su olor como a caramelo quemado o cosa semejante, pero qué va, El Zaguán es un restaurante y numerosos efluvios llenan el ambiente, así que lo pasé por alto.

Pero no soy brujo, sino apenas un viajero en principio forzado que ha venido a dar a este recoveco en el que encontró sin quererlo casi, una mina de figurantes con la cual escribir durante tres vidas humanas al menos. Bruja es Cihuanicté y brujas sus hermanas y hermanos del clan de los manglares, sus parientes del clan de Punta Kan, los más poderosos de las Antillas. Yo no, sólo un cronicante, un escribidor sin nombradía que va y viene por este cruce de caminos que en otros mundos paralelos y perpendiculares no es tal como ese donde San Manatí es nombrada Chactemal o aquél otro en que Ciudad Bahía le han nombrado.

— Si, eres un brujo. Dice ella.

— Qué risa que no lo sepas. Dice él.

Se sientan frente a mí. Y no sé por qué me muevo inquieto en el asiento. Sus grandes cabezas, su persistente olor, sus sonrisas francas, sus ojos limpios y sus largas manos me preocupan aunque en San Manatí pasea toda clase de criaturas. Nada más ayer, Cihuanicté me había llevado al pueblo donde moran los cronopios y las famas al abrigo de una extraña selva fría donde nadie se atreve. Ahí les vi, con lo absurdo de sus conductas en una dinámica ajena a la humanidad que en sí misma tiene coherencia. Dijeron no recordar a Julio, el argentino que tanto les retrató.

— Brujo, brujo, brujo. Dicen los dos.

Les miro azorado. Son como niños juguetones que se divierten con mi expresión de sorpresa y susto, son como esos grandes cánidos o felinos que quieren jugar contigo cuyas caricias pueden arrancarte la cabeza. Siguen sonriendo y aplauden ante mis gestos de asombro. Él ya peina canas en las sienes. Ella tiene la piel más bella que haya visto nunca y pese a su estatura, hay una sublime armonía en sus formas, su atractivo es casi animal, irresistible. Él me observa y parece adivinarme el pensamiento cuando dice:

— Si brujo, Morri es bella. Tu hélice gigante es compatible, pero no es por eso que hemos venido a hacerte compañía. Aunque no tienes más que pedirlo. Morri es libre y decide sobre sí misma.

Aquello completa la locura, me parece. Se ven perfectamente humanos, pero están por encima de nosotros, me parece. Deseo que Cihuanicté aparezca pronto y me ayude, la verdad, estos dos son perturbadores y supongo…

— No supongas nada. Ah, y tu amiga bruja no vendrá, nos teme. Dice Morri con un gesto de niña traviesa. Hace algún tiempo algunas de sus tribus y los de nuestra especie pelearon, al menos en este mundo, en el mundo de donde provenimos no, ahí nosotros y los brujos siempre fuimos más o menos aliados. Si. Leemos en tu pensamiento.

— Morrigan Mayfair, hija de brujo y bruja, dice ella y ofrece su mano.

— Ashlar Templeton, dice él y hace lo propio.

Los miro y asiento. Nos quedamos charlando todo el día en la terraza que da a la bahía. Intercambiamos historias. Ash dice que han venido porque a Morri San Manatí le recuerda vagamente a su natal Nueva Orléans. Al ver mi asombro, me aclaran: — Nueva Francia, la república que colinda con el Departamento de Tejas-Coah, en el norte de la República Tenochca. Ya ubicado, asiento de nuevo.

Es probable que se queden a vivir aquí y quieren que les ayude como intermediario con los clanes locales de los brujos. ¿Brujo yo?