viernes, 31 de diciembre de 2010

Viento encadenado

El escriba

Juan Pablo Picazo

Soy el escriba de los testamentos que las buenas gentes me dictan desde sus agónicos lechos. Siempre llevo conmigo la tabla, los papiros, las plumas y las tintas, jamás una alforja con remedios, nunca una voz potente que pronuncie ensalmos salvadores.

Soy requerido más que los sacerdotes de Amón, Baal, Tamúz y cualquiera otro, requerido más que los discípulos de Hipócrates, Galeno, o cualquier otro curandero. Pero eso no me llena de orgullo porque el mío es un trabajo triste, me llevo el último hilo de voz, la voluntad postrera, el castigo que los moribundos aún planean y ejecutan en contra de alguien a quien nada dejarán.

Por eso vine hasta este lugar. Un dios está muriendo dicen, y quiere dictarme sus últimas voluntades, yo no sé nada, ni soy nadie, sólo copio del aire lo que su aliento dibuja. Me apresura, quiere que escriba no su testamento sino una historia entera. Así que empiezo: – En el principio Dios creó los cielos y la tierra…

sábado, 30 de octubre de 2010

La vida en el envés

Resurrección

Por Saulo Tertius

Juro que estaba muerto. Y aquello era como saberlo todo sin estar seguro en qué punto se es el que se era y desde donde se es lo demás, los demás y el todo. El tiempo era un río caudaloso que arrastraba de todo, como si crecido durante una tormenta y lleno de fangos de toda clase.
Y yo estaba ahí, detenido en los escombros herrumbrosos que se amontonaban a la vera, putrefacto como los dinteles de los palacios que albergaron imperios abolidos y transtornado como los depuestos reyes. La mente se me dislocaba y no se enfocaba la mirada.
Así pasé no sé cuánto de ese no tiempo oliendo los asfódelos y escuchando las arpías, viendo el desfile de las almas, unas esperando a Caronte, otras de camino hacia el Tlalocan, y así cada cual según el subterfugio en el que hubiese creído durante sus irrisorios días. Entonces casi lo entendí todo, pero no sabía exactamente qué estaba comprendiendo.
Al fin llegó la ocasión y comprendí que no había ido a ningún lado porque no ansiaba paraíso alguno, pues mis vagabundeos entre los mundos me habían dado el poder para andar por ahí con la humildad de cosa entre las cosas sin la tutela de Dios alguno, por eso estaba estancado en ese afluente de la Estigia.
Cuando quise incorporarme, debí primero encontrar todos los fragmentos de mi devastado yo, asaz desecha estaba mi persona en aquel tumulto de muebles rotos, recuerdos confundidos, papeles dispersos, imperios devastados y ruinas de todo tiempo y geografía.
Muchos huecos me quedaron en principio, pues a mi mente vino la imagen de Lobo Zacppai rompiendo el cuello de Luna'la cuando los esbirros de Rosalío Pat me dieron alcance en aquel aciago callejón de la Ciudad Tlahuica donde mi daemonion decidió asesinarme.
No bien había alcanzado la estatura de un hombre en ese muladar de muerte, Hades vino a mí y me dijo:
- Debes marcharte ahora brujo. Nada te queda por hacer en mis tierras. Yo, Mictlantecuhtli, te destierro. Llévate contigo la muerte negra que has traído, mucho ha hecho devorando almas en estos campos a la espera de tu resurrección.
Y miré y he aquí que Lobo Zacppai, estaba encadenado a su carro de batalla, lo soltó y se unió a mí como si fuera natural aquello. Al punto el hombre-lobo-nube-sombra me llenó los huecos completándome. Era mi daemonion verdadero. ¿Pero y Luna'la? Alguien me debía muchas explicaciones.
Hades se marchó señalándome una puerta entre los escombros, conducía a un estrecho pasillo, mohoso y frío, me adentré por él y al punto miles de escarabajos negros se lanzaron contra mí, ya que no podía morir estando muerto, me abandoné a su ataque, y tras un nuevo interregno de mi consciencia, abrí los ojos, escupí sangre y tragué aire desesperadamente mientras una voz gritaba cerca de mí:

- ¡Está vivo! ¡Llamen al comandante!

viernes, 29 de enero de 2010

Amantes indecisos

Por Juan Pablo Picazo

Se acechan. Se lanzan anzuelos con los ojos esperando conquistarse. En medio de ellos se mueve el mundo, indiferente y mordaz; descontando días, traficando hartazgos.

Él va y viene con su carga cotidiana de palabras. Ella viene y va con el grillete de oro puesto entre los dedos, buscándose desde hace tiempo en un mundo donde sospecha haberse extraviado. Ambos siembran diario en corazones que no cuajan todavía.

Alrededor conspiran los otros sus aspiraciones cartesianas, cada ínsula con quien dialogan se imagina centro del universo, orillas los demás, en un concierto cuyo equilibrio está formado por miradas apenas, por nudos, cribas, manecillas y por papel fértil a la espera de las semillas entintadas.

Ella lo mira. Él no la ve. Ambos se sospechan. Ellos los observan sin saber nada a ciencia cierta, excepto lo que sol revela.

Y el tiempo se va con esa prisa suya que no perdona nada. Antes de tenerlo se habrá marchado, como siempre hace, ajeno a casi todas las cosas, atento a lo demás. A veces quiere ella seducir al reloj universal para ganar su voluntad y que los sueños sean cumplidos.

Ella coincide con su paso durante miles de estudiados y felices accidentes; él es cordial y camina sin abandonar la ruta que se ha trazado hacia un mundo que nace a diario pero sin repetirse.