miércoles, 24 de junio de 2009

viernes, 19 de junio de 2009

La vida en el envés

La niña vieja (I)

Por Saulo Tertius

Como casi siempre, el verano de San Manatí es una interminable masa de vapor caliginoso aderezada de un sol asesino en que se solazan los naturales. Puede vérseles moverse holgadamente en ese hircismo consuetudinario del que tan orgullosos se muestran por el resto del mundo en que viven serenamente atrapados. Pocas cosas pueden alterar su incuria, acaso por ello los quebrantamientos de sus mostrencos estatutos sean tan cernícalos.

En fatigosa huida de la espectral visión que de ellos puede tenerse aún a plena luz del día, me refugio en la fresca sombra bienhechora del Woq’s, donde a veces basta mirar a Georgia sirviendo las mesas de los angloparlantes, para sentir que existen islas en el infausto mar de changarreros, boliteros, amantes desechables, empresaurios de afiladas zarpas y fauces fétidas de que está incrustada la superficie de esta ciudad donde también hay —joyas insalvables— hombres y mujeres de bien.

Hace meses que me he desecho del ensalmo que muy tramoyistas me hicieron Trajano Ugalde y Mesías Brunapeña, mellizos inexactos que gustan murmurar el uno del otro a sus propios lomos diciendo cada cual que su socio es apenas su meñique, aunque en la soledad de un cuasi cortijo así llamado El áureo embute se amen irrfrenablemente compartiendo viandas, libaciones y arrapiezas callejeras, todo venido allende la frontera. Yo mientras, celebro la dicha libertad con un café de suyo antiguo que me han dado en ofrenda los oclumantes de Navarra, de paso por esta oscura intersección en su camino de otras forzadas latitudes.

Mientras en la remembranza ociosa de estos hechos ocupo una parte de mi mente, sé de pronto que hoy no vendrá Cihuanicté. Pero delante de mí hay una joven que mira directo con ojos como fanales en demanda de atención. Su estampa y urbanidad denuncian una dama de fina crianza, pero sus rasgos y el rubor presente en esas blancas orejas tanto como en las mejillas, denotan que uno está ante la presencia de una joven casi recién salida de la adolescencia. Pregunta:

— ¿Eres Saulo Tercero, hijo de José?

Es obvio que no pertenece al mundo de San Manatí, así me llaman en otro sitio. Contesto:

— Si, soy Saulo ben José, Saulo Tertius ¿Quién pregunta?

Su cara de niña hace pensar que pronto sonreirá y confesará estar jugando, pero no es así. Grave y cejijunta, dice:

— Soy Doménica de Alcázar, la niña vieja, y me dijeron que contigo pueden depositarse a buen recaudo las muchas historias que han de saberse y que uno no quiere recordar muy mucho.

Afirmo sin soltar la voz. Ella muerde su labio inferior y pasea las esmeraldas de su rostro por el cosmos de mesas y de comensales organizando el pensamiento. Se toma su tiempo y al fin dice:

— Bien.

Dos suspiros después y un leve masaje del índice a la sien, comienza sin mayores ceremonias:


— Era un verano de calor sin cuento y una repentina lluvia inundó el barco pirata que mi hermano Enzo y yo teníamos bajo ataque en el jardín, eso nos ahuyentó hacia la casa. Entonces encontré la puerta. ¿Te imaginas encontrar de pronto en tu casa una puerta que nunca había estado ahí? Era pequeña y de dos hojas, pesaba mucho sin embargo y cuando la abrimos daba a lo que en un principio creí otro jardín, estaba soleado y florecido, tomé la mano de Enzo y salimos.

La miro con calma, no sé a dónde va su historia, mi ojo humano mira con atención su frente ornada de un fino sudor, la palidez de su blanco rostro. Mi ojo ciego percibe lo que ella vio entonces, aún no controlo esas facultades, me arrastra consigo como si pisara yo aquel pastizal a cuyo fondo se mira un bosque oscuro lleno de senderos.

miércoles, 10 de junio de 2009

La vida en el envés

Los sapientes descremados

Por Saulo Tertius

Uno pensaría que de uno a otro mundo las cosas serían muy distintas; sin embargo, los seres humanos sólo son eso y forman una abrumadora mayoría en cualquiera de ellos. Sus sapientes, a quienes otros mundos llaman intelectuales, sabios, expertos o científicos según sea el caso, se erigen a sí mismos en faros de la sociedad y la interpretan a su antojo. Cada uno utiliza para tan holgazana majadería, la germanía y los preceptos propios de su derivación o ramo del conocimiento y sus teorías y/o cosmovisiones en razón de las cuales rasuran nuestra memoria, deciden lo que somos, anticipan lo que sentimos y hasta adivinan lo que pensamos, aunque sepamos que se equivocan de medio a medio lo cual por cierto jamás aceptarán, para eso son lo que se llama vacas sagradas en algunos mundos y en otros, lenguas de fuego inapelables.

En descargo nosotros, los anónimos, la masa bajo el microscopio, hacemos lo que es menester sin cuidarnos de que a los sapientes les parezca o no correcto, explicable o plausible. Por ejemplo, ahora trajinan sus constituciones políticas o leyes estructurales o normatividades supremas según sea el mundo de que hablamos, para explicar las “apatías de la masa” en materia electoral sin ahondar mucho en lo tocante a la acción de los tiranos, sátrapas, emperadores, presidentes y demás figuras de autoridad y su inacabable complicidad con las muchas catervas a las que dicen dar beligerancia a favor del bien común.

A la larga, el castigo de los contencionistas (también llamados abstencionistas o nulovotistas) será tal. Lenta pero inexorablemente mermarán la autoridad legal convirtiéndose no ya en mayoría sino en voluntad general de nueva cuenta, como ocurrió en Cronoesfera, el séptimo de los mundos conocidos, done finalmente los jueces ciudadanos revocaron el mandato a los poderes antaño instituidos y sustituyeron a la vieja autoridad haciendo obsoleta la figura del guardapolis o político, como también lo llaman.

No importa mucho explicar todo esto o hacerlo asequible a los oclumantes de los claustros académicos y/o religantes de todas las deidades, pues como hemos dado cuenta ya, resulta inútil toda contienda verbal con los sapientes, pues son por naturaleza necios, sordos e irreductibles convencidos como están de saberse la verdad al dedillo.

Muchas otras cosas hay que se parecen entre los mundos. Los rituales amatorios, la importancia nunca bien densificada de los cronicantes, el desprecio atávico de bardos, rapsodas y aedos, así como el olvido de la existencia de ciertas minorías relegadas a la mitología sólo por la naturaleza equívoca de sus enfermedades, como en el caso de los hematófagos, los licántropos y otros parecidos.

Encima de todo, se les ha visto politizando a la sociedad, descremando la leche, ciudadanizando la política, deslactosando el jugo de vaca, politizando la economía, descafeinando el café, monetizando la política, pauperizando a la ciudadanía y según me cuentan las fuentes mejor informadas, tratarán pronto de desempolvar los polvorones. Así que cuidado con sapientes encumbrados, no sea que acuerden decididamente que no existes, pues todos los documentos que fervorosamente has acumulado durante toda tu vida para demostrarlo, podrían perder vigencia legal.

jueves, 4 de junio de 2009

La vida en el envés

El mercado Hornitos

Por Saulo Tertius

Hoy saludé el Mercado Hornitos de la colonia Gelasio Carmona. No sé cómo llegué hasta allá, ni de qué modo me fue posible percibir las impresiones sensoriales de los pregones, viandas, afeites y ajuares que ahí se ofertan, puesto que físicamente estaba sentado escribiendo algunos apuntes en mi diario en una de las mesas del rincón de El Zaguán en San Manatí. Esas cosas raras “de brujos” me pasan desde que tengo amistad con Cihuanicté y ya casi me estoy acostumbrando a ellas, aunque aún es difícil conversar con personajes de libros que has leído o caminar por calles en las que se mezclan la luz del sol antillano y el sol entumecido de otros cielos que se trasponen sin mediar aviso alguno.

El Mercado Hornitos es un lugar que solía yo conocer por las muchas veces que lo recorrí haciendo la compra de los víveres de la semana, fue hace mucho tiempo, durante otra de mis vidas cuando ministro, se trataba de un tianguis a la tlahuica usanza, sin más ni menos misterios que esos suyos tan antiguos y de conocida costumbre. ¿Por qué compraba ahí? Algún tiempo viví en la Gelasio Carmona, pese a la augusta fama que tenía como nido de malvivientes, su oscura epopeya era grande, aunque no se compara con el poblado que se nombra Los Primates en San Manatí, donde se junta una fauna muy parecida a la que daba vida a la Corte de los Milagros, como piratas de a pie, traficantes de polvo de zombi, coleccionistas de beldades, severos matadioses entendidos, estranguladores de consortes enojosos y las emperatrices generosas, solicitadas reinas y princesas encantadas que venden tiempos compartidos en tálamos de media con limpio.

Pero volvamos al Mercado Hornitos. Ahora que marché por sus callejuelas, todo pareció más sórdido, desleído y hasta humedecido en la viscosa sustancia que normalmente opaca las cosas soñadas hace mucho tiempo. Incluso sentí la presencia de una bestia acezante, que espera el intersticio oportuno de la pared para guarecerse y allanar con su cris de añejo pedernal los huesos míos que se entumen de frío por los grises pasillos del mercado, así que evito los pasajes oscuros donde se venden los venenos y las pociones de esclavitud, tanto como las negras casetas donde los animaleros ocultan sus joyas nocturnas.

Ella, la antigua, tiene con la bestia un imposible lazo consanguíneo, vaga por aquí de luz vestida, pero es quimérico que nos veamos en alguno de los vetustos corredores por donde han pasado innúmeras vidas y sinrazones. Lo sé porque el aire a veces se llena de un perfume que era suyo y que no he vuelto a percibir jamás en otro pecho cálido. La sé moviéndose en sentido opuesto por el mismo sitio en busca no sé de qué mágica orfebrería necesaria, de qué lunares accesorios ya soñados, qué pendientes vidas por vivir y perdidas cuando la muerte llegó vestida de frío al su corazón cansado.

Mi paso es como el andar de otro a quien yo mismo vigilo. Algunos mercaderes de esa infame penumbra me miran con recelo, alguno me señala y dice a su anciano padre: — Aba, el alquimista ha vuelto. Los ancianos ojos, azotados por azules nubes, me observan insistentes. Yo apresuro mi andanza por ese territorio que huele a enemigo y miro por primera vez los miembros de la policía comunitaria de su Iltérida pasear alertas por otro pasillo, se dice que cada uno de esos mandoblianos debe al menos mil doscientas vidas.

La bestia va dejando marcas de sudor fosforescente en las paredes, sus pesadas zancas estampan profundas improntas en las baldosas quebradizas, y su altura sobresale un poco la de los puestos. Los dependientes ni lo miran, les tiene sin cuidado, pese a que su paso derriba torres de mercaderías y pulveriza no pocos artefactos de los ahí expuestos.

Lo que importa es mi paso por ese mundo desgajado de otra realidad que conocí. Algún hueco en la pared, una ventana en el suelo, serían la salida según la lógica de esta tierra con aire tan espeso, con estas paredes tan obscenamente húmedas y blandas. Pero no, no veo oquedades como esas, solo los muros que se comban, el grito permanente del audiofaro que orienta los barcos de marino ciegos que se acercan.

Fuera de mí, San Manatí llueve catastrófico y mi café se enfría. Los manglares se desdibujan tras la lluvia y la tinta va secándose en el manguillo que espera descender de nuevo para consignar lo que mi mente, mi corazón, mi voz desean dejar como herencia a las diez posteridades de los mundos conocidos.