jueves, 4 de junio de 2009

La vida en el envés

El mercado Hornitos

Por Saulo Tertius

Hoy saludé el Mercado Hornitos de la colonia Gelasio Carmona. No sé cómo llegué hasta allá, ni de qué modo me fue posible percibir las impresiones sensoriales de los pregones, viandas, afeites y ajuares que ahí se ofertan, puesto que físicamente estaba sentado escribiendo algunos apuntes en mi diario en una de las mesas del rincón de El Zaguán en San Manatí. Esas cosas raras “de brujos” me pasan desde que tengo amistad con Cihuanicté y ya casi me estoy acostumbrando a ellas, aunque aún es difícil conversar con personajes de libros que has leído o caminar por calles en las que se mezclan la luz del sol antillano y el sol entumecido de otros cielos que se trasponen sin mediar aviso alguno.

El Mercado Hornitos es un lugar que solía yo conocer por las muchas veces que lo recorrí haciendo la compra de los víveres de la semana, fue hace mucho tiempo, durante otra de mis vidas cuando ministro, se trataba de un tianguis a la tlahuica usanza, sin más ni menos misterios que esos suyos tan antiguos y de conocida costumbre. ¿Por qué compraba ahí? Algún tiempo viví en la Gelasio Carmona, pese a la augusta fama que tenía como nido de malvivientes, su oscura epopeya era grande, aunque no se compara con el poblado que se nombra Los Primates en San Manatí, donde se junta una fauna muy parecida a la que daba vida a la Corte de los Milagros, como piratas de a pie, traficantes de polvo de zombi, coleccionistas de beldades, severos matadioses entendidos, estranguladores de consortes enojosos y las emperatrices generosas, solicitadas reinas y princesas encantadas que venden tiempos compartidos en tálamos de media con limpio.

Pero volvamos al Mercado Hornitos. Ahora que marché por sus callejuelas, todo pareció más sórdido, desleído y hasta humedecido en la viscosa sustancia que normalmente opaca las cosas soñadas hace mucho tiempo. Incluso sentí la presencia de una bestia acezante, que espera el intersticio oportuno de la pared para guarecerse y allanar con su cris de añejo pedernal los huesos míos que se entumen de frío por los grises pasillos del mercado, así que evito los pasajes oscuros donde se venden los venenos y las pociones de esclavitud, tanto como las negras casetas donde los animaleros ocultan sus joyas nocturnas.

Ella, la antigua, tiene con la bestia un imposible lazo consanguíneo, vaga por aquí de luz vestida, pero es quimérico que nos veamos en alguno de los vetustos corredores por donde han pasado innúmeras vidas y sinrazones. Lo sé porque el aire a veces se llena de un perfume que era suyo y que no he vuelto a percibir jamás en otro pecho cálido. La sé moviéndose en sentido opuesto por el mismo sitio en busca no sé de qué mágica orfebrería necesaria, de qué lunares accesorios ya soñados, qué pendientes vidas por vivir y perdidas cuando la muerte llegó vestida de frío al su corazón cansado.

Mi paso es como el andar de otro a quien yo mismo vigilo. Algunos mercaderes de esa infame penumbra me miran con recelo, alguno me señala y dice a su anciano padre: — Aba, el alquimista ha vuelto. Los ancianos ojos, azotados por azules nubes, me observan insistentes. Yo apresuro mi andanza por ese territorio que huele a enemigo y miro por primera vez los miembros de la policía comunitaria de su Iltérida pasear alertas por otro pasillo, se dice que cada uno de esos mandoblianos debe al menos mil doscientas vidas.

La bestia va dejando marcas de sudor fosforescente en las paredes, sus pesadas zancas estampan profundas improntas en las baldosas quebradizas, y su altura sobresale un poco la de los puestos. Los dependientes ni lo miran, les tiene sin cuidado, pese a que su paso derriba torres de mercaderías y pulveriza no pocos artefactos de los ahí expuestos.

Lo que importa es mi paso por ese mundo desgajado de otra realidad que conocí. Algún hueco en la pared, una ventana en el suelo, serían la salida según la lógica de esta tierra con aire tan espeso, con estas paredes tan obscenamente húmedas y blandas. Pero no, no veo oquedades como esas, solo los muros que se comban, el grito permanente del audiofaro que orienta los barcos de marino ciegos que se acercan.

Fuera de mí, San Manatí llueve catastrófico y mi café se enfría. Los manglares se desdibujan tras la lluvia y la tinta va secándose en el manguillo que espera descender de nuevo para consignar lo que mi mente, mi corazón, mi voz desean dejar como herencia a las diez posteridades de los mundos conocidos.

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