viernes, 19 de junio de 2009

La vida en el envés

La niña vieja (I)

Por Saulo Tertius

Como casi siempre, el verano de San Manatí es una interminable masa de vapor caliginoso aderezada de un sol asesino en que se solazan los naturales. Puede vérseles moverse holgadamente en ese hircismo consuetudinario del que tan orgullosos se muestran por el resto del mundo en que viven serenamente atrapados. Pocas cosas pueden alterar su incuria, acaso por ello los quebrantamientos de sus mostrencos estatutos sean tan cernícalos.

En fatigosa huida de la espectral visión que de ellos puede tenerse aún a plena luz del día, me refugio en la fresca sombra bienhechora del Woq’s, donde a veces basta mirar a Georgia sirviendo las mesas de los angloparlantes, para sentir que existen islas en el infausto mar de changarreros, boliteros, amantes desechables, empresaurios de afiladas zarpas y fauces fétidas de que está incrustada la superficie de esta ciudad donde también hay —joyas insalvables— hombres y mujeres de bien.

Hace meses que me he desecho del ensalmo que muy tramoyistas me hicieron Trajano Ugalde y Mesías Brunapeña, mellizos inexactos que gustan murmurar el uno del otro a sus propios lomos diciendo cada cual que su socio es apenas su meñique, aunque en la soledad de un cuasi cortijo así llamado El áureo embute se amen irrfrenablemente compartiendo viandas, libaciones y arrapiezas callejeras, todo venido allende la frontera. Yo mientras, celebro la dicha libertad con un café de suyo antiguo que me han dado en ofrenda los oclumantes de Navarra, de paso por esta oscura intersección en su camino de otras forzadas latitudes.

Mientras en la remembranza ociosa de estos hechos ocupo una parte de mi mente, sé de pronto que hoy no vendrá Cihuanicté. Pero delante de mí hay una joven que mira directo con ojos como fanales en demanda de atención. Su estampa y urbanidad denuncian una dama de fina crianza, pero sus rasgos y el rubor presente en esas blancas orejas tanto como en las mejillas, denotan que uno está ante la presencia de una joven casi recién salida de la adolescencia. Pregunta:

— ¿Eres Saulo Tercero, hijo de José?

Es obvio que no pertenece al mundo de San Manatí, así me llaman en otro sitio. Contesto:

— Si, soy Saulo ben José, Saulo Tertius ¿Quién pregunta?

Su cara de niña hace pensar que pronto sonreirá y confesará estar jugando, pero no es así. Grave y cejijunta, dice:

— Soy Doménica de Alcázar, la niña vieja, y me dijeron que contigo pueden depositarse a buen recaudo las muchas historias que han de saberse y que uno no quiere recordar muy mucho.

Afirmo sin soltar la voz. Ella muerde su labio inferior y pasea las esmeraldas de su rostro por el cosmos de mesas y de comensales organizando el pensamiento. Se toma su tiempo y al fin dice:

— Bien.

Dos suspiros después y un leve masaje del índice a la sien, comienza sin mayores ceremonias:


— Era un verano de calor sin cuento y una repentina lluvia inundó el barco pirata que mi hermano Enzo y yo teníamos bajo ataque en el jardín, eso nos ahuyentó hacia la casa. Entonces encontré la puerta. ¿Te imaginas encontrar de pronto en tu casa una puerta que nunca había estado ahí? Era pequeña y de dos hojas, pesaba mucho sin embargo y cuando la abrimos daba a lo que en un principio creí otro jardín, estaba soleado y florecido, tomé la mano de Enzo y salimos.

La miro con calma, no sé a dónde va su historia, mi ojo humano mira con atención su frente ornada de un fino sudor, la palidez de su blanco rostro. Mi ojo ciego percibe lo que ella vio entonces, aún no controlo esas facultades, me arrastra consigo como si pisara yo aquel pastizal a cuyo fondo se mira un bosque oscuro lleno de senderos.

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