lunes, 31 de agosto de 2009

La vida en el envés

Las verdades y los gárrulos

Por Saulo Tertius


Durante mis muchos tránsitos por toda clase de caminos y mis demasiados destinos he visto que la magia y la ciencia son dos expresiones de las mismas leyes que gobiernan el universo, pese a que sus respectivos oficiantes a veces se desprecian y no pueden verse ni en pintura como se dice, pues por lo común descreen los unos de los otros y a cual más, ambos se consideran una plaga oscurantista.

Mi trabajo como observador y cronicante de los mundos me ha permitido distinguir que la diferencia entre ellos es casi la misma habida entre rapsodas y pensadores, a saber, ninguna; y demostrado como he la tal cosa con un opúsculo escrito hace lustros, no obstante la mayoría de ellos persiste con celo extremo en marcar sus cotos y defender la admiración de sus feligresías y militancias.

Vamos, como sea no es un tema del que me ocupe durante días enteros y asiduas noches en vela, pero cuando tu mejor amiga es una de las brujas del Clan de los manglares y puedes dialogar casi con quien te dé la gana en el cruce de caminos que es San Manatí, entonces no hay nada más qué hacer: uno ha de referir lo que se ve, se oye y se olfatea en esta ciudad donde los pobres son sospechosos, los fuereños son presuntos responsables de los crímenes sin resolver, y los chacales son liberados por falta de méritos.

Pese a todo si, hay quienes saben que las leyes son las mismas, y que los métodos para el entendimiento y el aprovechamiento del orden subyacente en los cimientos del cosmos es diferente. Por ello han dejado ya de forcejear aunque son los menos. A los demás se les mira con placer ensayando un día sí y otro también los mejores denuestos, las más pulcras vejaciones, las diatribas más sinceras y las amenazas más emotivas y apremiantes.

Como sea, hay entre los defensores de ambas verdades no pocos simuladores, vendedores de falaces certezas, mentirosas revelaciones y mendaces exactitudes que a la larga sirven sólo para sostener un aura artificial de sabios sobre los universitarios títulos con los que ornan sus oscuros nombres, o bien sirven para alimentar una fama de prodigiosos que les dé modus vivendi mientras mercan sus filtros y venden talismanes de todas clases como cuenta Gabriel, el fabulador que no quería ser cachaco, que hacían Blacamán el bueno y Blacamán el malo.

Lo que sé de cierto es que los precarios hijos del hambre y la ignorancia se entran cada sol en las inmediaciones de Montana Ross en busca de El dorado, o La sierpe con sus calles de oro hostelero y sus manantiales de dineros verdes, pierden la valía, los haberes y hasta los deberes por mano de facundos en busca de la buena fortuna que nadie ha decidido depararles.

Llegan con sus bolsas de prodigios a una esquina, esquilman a los crédulos y levantan el vuelo metamorfoseándose en magnates irreconocibles que viajan en aves de metal u hosterías flotantes de las que llevan la fiesta eterna en altamar y sólo toman puerto para aprovisionarse de venenos deliciosos cuando las reservas amenazan agotarse.

Algo decente hubiera querido contarles de esta aldea urbana caliginosa y flébil, en otra ocasión será. Ha llegado Cihuanicté de donde Lobo Zacppai con sus hermanas, tiempo será de hablar con ella; mientras a los lectores de El nigromante y a los seguidores de estas líneas en otros mundos, suplico paciencia en estos días de pocas letras.

miércoles, 12 de agosto de 2009

La vida en el envés

Sirenios tribales

Por Saulo Tertius

Desde que empecé esta columna o cronicón para El Nigromante (que se publica también en medios de otros tres o cuatro mundos dispersos con los que el cosmos nuestro guarda alguna similitud) puse como condición a los diaristas que me dejaran escribir sobre los aspectos San Manatí que yo quisiera, así que la disecciono según a mi gusto y disgusto refocilándome en sus aspectos más lóbregos y sus personajes más sórdidos, sólo por ofrecer un contraste con el carácter de metrópoli cosmopolita y gran centro de la cultura con que la han disfrazado por años.

Hasta el momento había evadido la gana de tratar sobre sus tribus sirenias, de las que no se habla sino con los elogios de zoólogos de las salobres cisternas y el asombro de naturalistas, el encono encendido de los activistas del hábitat y la jerigonza autocomplaciente de los gubernativos. O como mucho, con el pueril entusiasmo de las famélicas masas que con su nombre lo bautizan todo en la ciudad: los equipos deportivos, las escuelas, los autobuses, las paleterías, no pocos medios y por supuesto la propia urbe en un exceso de autoafirmación.

Así que me he evitado hasta el momento la indigna tarea de retratar lo obvio, de anegarme en los temas más ruines y de menor fuste de esta ciudad, en los que se entretienen los informadores más vulgares que la abarrotan en el perpetuo negocio rastrero del págame para que de ti no mal escriba o hable que practican otros.
Sin embargo, todo rapsoda y cronicante que se respete, alguna vez se encuentran en el trance de revisar la borrosa mancha urbana y saber que su dislexia colectiva le conduce a la sequía más brutal que pluma alguna haya experimentado y entonces, sólo entonces, uno acomete temas como el de los callados habitantes de la bahía sanmanatiense.

Las aguas de la afamada bahía muerta o al menos desfalleciente, van del azul que espera verse en mar cualquiera a un sepia suspicaz cuya presencia se concentra hacia la desembocadura del fronterizo Río profundo que separa a los dizque angloparlantes de los dizque hispanoparlantes, a diferencia de los turquesas, aguamarinas y demás tornasolados espectáculos cromáticos que regala el mar en el resto de la región. La explicación oficial del color sepia que esa porción de la bahía muestra, son los sedimentos y el humus que el río arrastra en su curso; no obstante los fanáticos del entorno han demostrado que se trata de toda clase de basura ya licuada por las revoluciones del agua como detergente, residuos fabriles, desechos domésticos y más abundantes, detritos humanos y animales además de los restos de uno que otro cadáver.


Comparados con la fauna terrestre, no pocos naturalistas y demás entusiastas estudiosos han dicho que los sirenios habitantes de la muy poco profunda bahía, son por su morfología, dieta y costumbres, semejantes al ganado vacuno terrestre; no obstante, la profunda contaminación antes descrita los fue convirtiendo más bien en seres que hoy guardan mayor semejanza con sus porcinas contrapartes terrestres.


Dáidalos me ha dicho que tiempo hace, en sus primeras búsquedas de Ikaros, él había visto en esta misma bahía un cuerpo de agua cristalino a través del cual había observado a tribus de tritones que pastoreaban manatíes. Desde luego no vivían en aguas tan expuestas, pues como todo mundo sabe sus ciudades se hunden muy lejos del talud, mar adentro.


Los sirenios tomaron su ganado y se marcharon hace mucho tiempo, cuando los encañes de los humanos comenzaron su tarea de vomitar veneno en la bahía, sobre todo hacia el delta del Río profundo, los pocos manatíes que aún se ven son cimarrones o extraviados de lejanas granjas instaladas en el fondo del Mar de las Antillas.


Pero bueno, ya les contaré otras cosas en entregas posterioes, mientras tanto, sobrevivan para nuestro encuentro siguiente.

lunes, 3 de agosto de 2009

La vida en el envés

Concomitantes transterrados

Por Saulo Tertius

Tiempo hace que contaba en esta bitácora cómo es que luego de mi falaz destierro presté oídos a la oferta de Trajano Ugalde, viejo ex condiscípulo de los claustros universitarios, quien se presentó ante mí como un milagroso empresario editorial de San Manatí, dueño además de una flota de automecanodontes de carga, tres o cuatro empresas, cada una subsidiaria de la otra, dos o tres edificios de departamentos y un extenso rancho ganadero con laguna propia.

Tiempo ha también que les conté cómo luego de llegar a San Manatí, hice el acompasado descubrimiento de que en realidad sus haberes dependían en mucho de afortunadas apuestas cortesanas y no poca habilidad labiosa; que se movía cual señor feudal con todo y un modificado derecho de pernada en sus dominios de la calle Chubacac; que los automecanodontes se partían de viejos y que eso que osadamente llamaba departamentos eran en su mayoría habitáculos húmedos y umbrosos capaces de generar el hundimiento moral de los transterrados que dependían de sus tiendas de raya.

Además, el orgullo de su concúbito con el poder, El dorado embute, no era tanto un rancho como el desmonte de un trozo de selva que pugnaba cotidianamente por tragarse los limoneros y demás vanos intentos de rural industria descuidadamente aireados en sus confines. La laguna por demás, era la posesión más preciada de un pueblo que tampoco le pertenecía, aunque porfiaba en cambiar ese detalle algún día.

Como sea, entre la fe tributada al amigo y el descubrimiento de que en su mente enferma El Trajas tenía por generosidad sin límites lo que cualquiera identificaría de inmediato como dolo y que yo viera como una etapa antes del cumplimiento de todas sus ofertas, otros transterrados con vidas ya hechas en San Manatí aunque sometidos a su oro malhadado, me alertaron sobre los desaires que no advertía, las candongas a trasmano que yo no recelaba, el vetusto compucacharro asignado luego de reiteradas solicitudes y otras nimiedades de no poco cuidado que se comentaban sotto voce en cada tabuco de aquellos en los que su feudo se dividía y que yo no maliciaba.

Los otros transterrados me acompañaron en ese develamiento y me orientaron en los primeros pasos que debí dar en esa joven ciudad adolorida con su aire caliente, su permanente soledad, sus rabiosos genios de bajo potencial meníngeo, sus negros visitantes de la Honduras Británica, sus ludópatas, pirómanos, hetairas, falsos mendigos, boliteros, dipsómanos, desterrados, transterrados, enterrados que escapaban de la cárcava con cualquier lluvia, y también me previnieron sobre el torbellino insano de sus viajeros ciegos; mercaderes opresivos; jardineros desesperanzados; albañiles arrojados a los albañales; profanadores de sarcófagos, casas, hombres y mujeres; además de las ineluctables cohortes de políticos entrelazadas de modos vergonzantes.

Los nombres de esas almas bienhechoras, hay que decirlo, sonaban muy cercanos a lo que esos aires solicitaban, aunque ninguno era semilla original de su humus pútrido. Odiseo del Río y Junio, quien venía de allende el Golfo donde posó por vez primera el hispano pie, como Casandra Irazoque y Gèrard de Macuzpan; también estaba ahí Jerzy Palmarés, de quien los jefes se maliciaban por la puntualidad, dedicación, productividad y otras virtudes que los esclavistas de hoy aman, porque suponían que bajo esa personalidad algo de temer se escondía muy profundo.

En fin, como siempre, nada de interés general les he contado desde este punto donde se remeda el cosmos. Cada entrega de esta columna es una botella arrojada a un mar indiferente. Acaso en otra ocasión les cuente algo meritorio de su gracia, mientras dejemos que los criptólogos carbónicos de Brown entiendan.