lunes, 3 de agosto de 2009

La vida en el envés

Concomitantes transterrados

Por Saulo Tertius

Tiempo hace que contaba en esta bitácora cómo es que luego de mi falaz destierro presté oídos a la oferta de Trajano Ugalde, viejo ex condiscípulo de los claustros universitarios, quien se presentó ante mí como un milagroso empresario editorial de San Manatí, dueño además de una flota de automecanodontes de carga, tres o cuatro empresas, cada una subsidiaria de la otra, dos o tres edificios de departamentos y un extenso rancho ganadero con laguna propia.

Tiempo ha también que les conté cómo luego de llegar a San Manatí, hice el acompasado descubrimiento de que en realidad sus haberes dependían en mucho de afortunadas apuestas cortesanas y no poca habilidad labiosa; que se movía cual señor feudal con todo y un modificado derecho de pernada en sus dominios de la calle Chubacac; que los automecanodontes se partían de viejos y que eso que osadamente llamaba departamentos eran en su mayoría habitáculos húmedos y umbrosos capaces de generar el hundimiento moral de los transterrados que dependían de sus tiendas de raya.

Además, el orgullo de su concúbito con el poder, El dorado embute, no era tanto un rancho como el desmonte de un trozo de selva que pugnaba cotidianamente por tragarse los limoneros y demás vanos intentos de rural industria descuidadamente aireados en sus confines. La laguna por demás, era la posesión más preciada de un pueblo que tampoco le pertenecía, aunque porfiaba en cambiar ese detalle algún día.

Como sea, entre la fe tributada al amigo y el descubrimiento de que en su mente enferma El Trajas tenía por generosidad sin límites lo que cualquiera identificaría de inmediato como dolo y que yo viera como una etapa antes del cumplimiento de todas sus ofertas, otros transterrados con vidas ya hechas en San Manatí aunque sometidos a su oro malhadado, me alertaron sobre los desaires que no advertía, las candongas a trasmano que yo no recelaba, el vetusto compucacharro asignado luego de reiteradas solicitudes y otras nimiedades de no poco cuidado que se comentaban sotto voce en cada tabuco de aquellos en los que su feudo se dividía y que yo no maliciaba.

Los otros transterrados me acompañaron en ese develamiento y me orientaron en los primeros pasos que debí dar en esa joven ciudad adolorida con su aire caliente, su permanente soledad, sus rabiosos genios de bajo potencial meníngeo, sus negros visitantes de la Honduras Británica, sus ludópatas, pirómanos, hetairas, falsos mendigos, boliteros, dipsómanos, desterrados, transterrados, enterrados que escapaban de la cárcava con cualquier lluvia, y también me previnieron sobre el torbellino insano de sus viajeros ciegos; mercaderes opresivos; jardineros desesperanzados; albañiles arrojados a los albañales; profanadores de sarcófagos, casas, hombres y mujeres; además de las ineluctables cohortes de políticos entrelazadas de modos vergonzantes.

Los nombres de esas almas bienhechoras, hay que decirlo, sonaban muy cercanos a lo que esos aires solicitaban, aunque ninguno era semilla original de su humus pútrido. Odiseo del Río y Junio, quien venía de allende el Golfo donde posó por vez primera el hispano pie, como Casandra Irazoque y Gèrard de Macuzpan; también estaba ahí Jerzy Palmarés, de quien los jefes se maliciaban por la puntualidad, dedicación, productividad y otras virtudes que los esclavistas de hoy aman, porque suponían que bajo esa personalidad algo de temer se escondía muy profundo.

En fin, como siempre, nada de interés general les he contado desde este punto donde se remeda el cosmos. Cada entrega de esta columna es una botella arrojada a un mar indiferente. Acaso en otra ocasión les cuente algo meritorio de su gracia, mientras dejemos que los criptólogos carbónicos de Brown entiendan.


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