jueves, 22 de enero de 2009

La vida en el envés

La viajera

Por Saulo Tertius

La miro. Cuando entra me da la impresión de que trae su propia luz. Revisa las mesas y frunce los labios. Miro su elección, furtivo. Como cronicante la contemplación es mi pasatiempo favorito y hago un inmediato inventario: cabello oscuro, corto y ondulado; boca breve de dibujo resaltado a lápiz; nariz de tabique casi invisible que termina casi apuntando al cielo con aire altivo; brazos delgados aunque de apariencia fuerte; pecho breve pero acorde al conjunto y largas y delgadas piernas que de cuando en cuando recoge bajo su propio cuerpo con los pies descalzos mientras lee o mira con gesto de asco el televisor que lastima con sus imágenes de insulsos beisbolistas a esa hora de la noche.

Tiene modales finos y como yo, es notoriamente extranjera. Su español acusa de inmediato el inglés como idioma natal, y aunque no es raro en estas tierras por la cercanía de la frontera con la Honduras Británica, no parece venir de allí. La vi por vez primera en el Woq’s, desayunando. Me llamó la atención porque nunca permitió que nadie más que Georgia, la mesera bilingüe, la atendiera.

Ha sido la misma Georgia quien me dijo que se llama Holly, que se autocalifica neoyorquina purasangre y que ha vivido en muchas naciones y en diversos mundos. Parece que no deja de moverse, de viajar. Dice que el nomadismo es en verdad la única forma digna de vivir. Según Georgia, Holly tiene la teoría de que en el principio todas las criaturas eran libres, aun los vegetales y los minerales y que eso les daba vidas tan largas como la inmortalidad misma, le ha dicho que quienes se detienen y fijan sus raíces, mueren.

La siguiente vez la vi en el paseo de la Bahía en vestido de noche, toda elegancia colgada del brazo de un adinerado cerdo rosado que hablaba sin parar de sí como el más sagaz de los periodistas sanmanatienses. Descubrí que era ella justo cuando abordaban una de esas camionetas de alto funcionario que se han puesto tan de moda entre los millonarios de medio pelo que aspiran a verse como sus benefactores políticos.

Una vez más la encuentro, ahora semioculta bajo una pañoleta y lentes oscuros, chasqueando morosa las sandalias por la Calle de Villanos con rumbo a los grandes escaparates de San Manatí. La mezclilla le sienta bien me parece, y llevo la contemplación a un seguimiento discreto de su azaroso andar. Me descubre bebiéndole los pasos, así que me retiro por una lateral en busca de otras historias qué mirar para contar después y la dejo andar a su aire.

Luego la olvido por culpa de nuevas visiones o porque no vale la pena repetir o reanudar la contemplación de gente a la que el azar te pone cerca y con la que compartes de pronto el aire, los sonidos y la vista de un mismo entorno y cuyo destino está en otros planos, en uno de esos mundos que volverán a alejarse apenas pasadas las conjunciones.

Más por dormir que por variar mi compulsivo insomnio de lector, televidente o devorador de la despensa, me lanzo a la calle y al final, en compañía de Trajano Ugalde el inefable, termino conversando con un capo autoexiliado en el Queen’s, uno de los casinos más populares de la zona fronteriza y bebiendo con él ron a mares mientras alrededor suenan las máquinas, las voces, los lenguajes imbricados de esa nimia babel tercermundista. Cuando los dejo un momento para liberar mi hidratación, la veo de nuevo.

Otro peinado, otro nocturnal atuendo, otros adinerados mozos revoloteando alrededor de ella y dándole dinero para que “pruebe suerte”. Cuando salgo está afuera y se acerca, me saluda con un beso en la mejilla y sin decir palabra pone en mis manos su tarjeta “Holly Golithly, viajera profesional”. Su nombre y profesión me parecen conocidos, Capote, un viejo vecino que llegó a San Manatí para ver a quienes llamó sus “asesinos favoritos”, me habló de ella, o eso creo. Ya la buscaré para que me diga sus historias.