miércoles, 18 de marzo de 2009

La vida en el envés

Azucena y Polifemo

Por Saulo Tertius

- Ven conmigo.

Nada más la miro, su mano extendida me invita, la otra mano espera apoyada en la cadera que se asoma con singular desnudez bajo la urdimbre translúcida de ese vestido suyo, hecho como al propósito para la seducción, huelo su trampa en el aire y la piel sube casi a combustión, pero me mantengo lejos, no. La última vez nos encontramos en un avión y, uniforme con galones por delante, hizo su voluntad hasta sentarse junto a mí y darme un largo beso de amor que no esperaba.

Su presencia es lo mismo grata que imposible. Casi diría que es un fantasma y quiero preguntarle si sabe de los rumores sobre la muerte del Rojo Érick, aquel su mancebo amante por quien me dejó habiendo antes prometido tanto y a quien de tanto en tanto abandonaba para tratar de convencerme que habitaba sólo a gusto en mis amorosos raptos.

Quiero preguntarle muchas cosas o de plano rendir ante ella mis ciudadelas. Parece una princesa, aunque en realidad desde hace años viste el uniforme de la enfermera militar en que mutó luego de obtenido su título de bachiller. Se llama Azucena y recuerdo con terror que su mirada era letal porque se inclinaba sobre tu rostro inundándote de perfume y con ella te escarbaba en el corazón hasta el sometimiento.

Ahora está aquí, frente a mí. No entiendo cómo ha conservado esa lozanía de las tardes conversando en su casa de mujeres llena, con semejante cohorte de hermanas, tías, madre y primas aquello parecía uno de esos clanes de brujas que ya luego he conocido ¿y si lo era? Pero no. Conserva esa sonrisa suya, rara como los montañas nubladas de San Manatí, que nunca han existido y así, con gran descaro me observa divertida.

En el viejo aparato en que volamos aquella vez como remontando el tiempo, pues era dos horas más temprano cuando desembarcamos que al inicio del viaje, solicitó que vaciaran de pasajeros la fila en que me encontraba argumentando mi apariencia sospechosa y su necesidad de interrogarme sin interrupciones. Cumplido su capricho, gustó de sorprenderme, preguntar por los amigos, por el Rojo Érick al que ya había dejado por un comandante de la zona militar en que servía.

Entonces vino el beso, cuyo origen pareció el viejo amor que nos latió cuando muy jóvenes todo era yerro sobre yerro y cuya prolongación pareció más bien un feroz acto de dominio, un plantar sus orgullosos pendones de conquista y cuya disolución, húmeda lenta y tardana, aludía a una suerte de castigo propinado a quien más lo merecía en el mundo porque conllevaba una promesa de no venir a cuento nunca más ni en esta ni en cualquier otra vida posible o imposible, faltaba más, ni que novios, esposos o amantes fuéramos y Alzheimer mediante, pidió que no volviese a acosarla o me haría arrestar hasta el fin de los tiempos.

Ahora estaba aquí, con el mismo cuento de la invitación al amor, sacándome del sueño sudoroso, solitario e inquieto que suelo practicar en las mendaces y pringosas noches acaloradas de San Manatí, como si fuera poco. No. No iba a aceptar su invitación, seguro afuera un batallón de mandoblianos esperaba para llevarme prisionero a la base de Majahualco, o a las prisiones secretas que el gobierno de Montana Ross tiene en la intrincada selva de Cantún.

- Ahora sé una de las razones por las que duermes solo.

Esa voz no es de Azucena. Cihuanicté me mira con esos ojos brillantes que posee para ver en la oscuridad. La miro disgustado, pues duermo desnudo. Cuando estoy en punto de preguntarle cómo ha entrado me recuerda: - Querido, yo viajo a través de los espejos. La miro como un tonto, eso sí que lo sabía, pero no lo había visto. Voy a preguntarle qué hace en mi departamento cuando ordena:

- Arréglate, debemos recibir el barco en que traen exilado a Polifemo.

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