miércoles, 19 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Tarquinio el infatuado

Por Saulo Tertius

Le conocí hace muchas traslaciones, un par de lunas y rotaciones más rotaciones menos. Entonces era apenas de Tarquinio el incierto. Casi, casi andaba de mecapal y sombrero mordisqueado haciendo sus labores como esclavo de una falsa periodista que un día creyó ser redentora de los alucinados pero no servía más que para tocar melodías anodinas, que no andinas. Mi trabajo de cronicante me llevó a tomarle el testimonio beligerante que utilizaba entonces, era un defensor de los pobres y soñaba con una sociedad distinta, así se fue convirtiendo en Tarquinio el bueno.

Se quejaba cuando los pliegos impresos le devolvían la estridencia de sus voces transcritas desde mi magnetófono portátil, se desmentía a sí mismo, asustado de sus mesiánicas palabras y trataba de desmentir mi pluma pero de cuando en cuando le ponía enfrente el espejo de su voz como terapia y recuperaba la cordura, aunque momentáneamente.

Luego nos perdimos de vista, yo en la labor del escribiente, en el hacer mundano del diarista. Él metido a esbirro del oscuro general sureño a cuyo servicio juraba que podría transformar el mundo desde las tripas de la bestia, ganando buenas bolsas de monedas por calentar los muebles en horarios limitados, entonces fue Tarquinio, el burócrata.

Cuando fui llamado al grupo de consejeros del mismo general sureño supe que él ya daba clases en la romana Xiamilpan, donde lentamente hundió sus dagas aquí, escarbó con las garras allá y también hacía sus parlamentos entre los expertos con la comodidad que da ser sacerdote de San Segismundo de Viena, cuyos fieles cargan siempre con las culpas de su propio pecado, pueda o no sanarlos el hierofante de todas las certezas. Entonces era ya Tarquinio el convencido de sí mismo.

Y fue que los caminos nuestros se acercaron nuevamente cuando fui llamado como cronicante de Xiamilpan, el romano feudo de la ciudad del árbol parlante. Él era ya Tarquinio el tirano sonriente, señor del Claustro de San Segismundo, poseía lujosas carrozas y sirvientes y ganaba bolsas de oro por la cátedra, por la atención de los fieles que acudían por consejo a su particular capilla y por su papel como amo del claustro.

Así que las lunas se sucedieron, me consultaba o mandaba sus heraldos solicitando que le diera voz, que le publicase sus edictos y diese circulación a los quehaceres de su mano y de cuando en cuando, de los miembros favoritos de su corte, hasta que quiso pasar de rey a emperador y solicitó mi consejo para ganarse a los condes y marqueses, barones y duques del consejo, y se coludió con ellos de modo que llegase a los aposentos de los coronados. Era entonces Tarquinio el solemne, Tarquinio el meritorio.

Y puse los cronicantes de su lado, le mostré palabras y caminos entre los cuales hacer mejores pasos y ofreció desayunos, cenas y comidas en busca de votos y era entonces Tarquinio el idóneo también llamado Tarquinio el bienportado y llegado el día de su triunfo, pidióme que fuera su edecán, pero los cronicantes no mutamos de esas formas, como él mismo y comenzó a mostrarse como Tarquinio el frío.

Y fue que trabajamos. Yo como cronicante que ya era de Xiamilpan y ahora del su nuevo imperio donde había muy muchas almas cuyas obras debían conocerse y a las que de inicio abrazaba con declarada hermandad como Tarquinio, el magnánimo y él, entregándose lentamente al ejercicio de la voluntad que debe ser obedecida a pie juntillas, pues fue que un día se hizo la luz en sus axones y supo que era sabio. Había probado a saber más de cortes finos que un astrónomo y más de astronomía que un gastrónomo y entonces fue Tarquinio el omnisciente.

Entonces el reino todo sufrió sus embates de vidente no evidente: procesó y encarceló, acusó y desterró a mansalva según el orden de sus múltiples caprichos, y como no bastaban instituyó una colección de espías entre sus ministros, jueces y verdugos y todos jugaban a la mutua delación, lo que le daba siempre material de guillotina no importaba si el imperio amenazaba decadencia.

Luego empezó a zaherir los cronicantes y acusarme de tener sobre ellos un control hipnótico que él deseaba, así que me condenó al destierro y los enfrentó en una batalla que al perder significó el pago secreto en oros y prebendas y desde entonces es su rehén, y aparece en las páginas y los pregones como Tarquinio, el excelente mientras el secreto pago sea puntual.

Pero los Xiamilpanenses lo llaman Tarquinio el necio; Tarquinio el bipolar, no le importa mientras haya quien sus plantas bese, que para eso paga a sus ministros, secretarios y palafreneros, todos los cuales le veneran guardando el veneno para mejores tiempos.

Pero basta ya, que criatura tan mendaz y turbia no merece las palabras del envés. Viene el tiempo de su defenestración.

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