miércoles, 26 de noviembre de 2008

La vida en el envés

Cihuanicté

Por Saulo Tertius

Se dice que el del escritor es un arte muy barato. Que no necesita de lienzos o pinceles, no precisa de cinceles, instrumentos musicales o vestuarios específicos. Según los tiempos, apenas le han bastado siempre papel y tinta, o en su defecto, una máquina de escribir ya mecánica, eléctrica o electrónica o PC, como las llaman.

La herramienta más importante de un escritor sin embargo es la soledad. Ella es circunstancia, ciclorama, forma y fondo. La soledad permite al escritor suplir el horno en que el escultor funde lo que habrá de ser la obra, es el cuaderno sobre el que los grandes pintores bocetean algunos detalles de la obra, la pantalla sobre la que proyectamos nuestras varias tomas antes de imprimirlas.


Pero la soledad es una sustancia delicada, tan corrosiva como curativa, tan solvente como refrescante, tan venenosa como nutritiva. Debe ser consumida en tiempo y forma, como una buena medicina. Lo contrario conduce necesariamente a escenarios diversos que no siempre resultan benéficos para el autor, pues en ocasiones…


— ¿Tertius? ¿Saulo tertius?


La voz es dulce pero tiene autoridad. Levanto la vista y la mujer está parada delante mío con su cabello largo y graciosamente ensortijado, sus serios ojos de oscura miel, el ligero vestido representativo de alguna etnia que desconozco y unas breves sandalias, lleva una bolsa de cuero en bandolera y un largo cayado, como si viniera de la representación de alguna obra en alguna escuela de San Manatí.

Hace días que no voy al Woq’s porque transita demasiada gente y eso distrae mis lecturas y lo que pretenciosamente llamo mis reflexiones. Ahora estamos en El zaguán de frente a la bahía y afuera el sol parece haber muerto apagado en uno de esos diluvios belicosos que de cuando en cuando caen transformando la ciudad en una Venecia de rugientes e intransitables canales.

Ella espera. Yo contesto.


— Tercius, se pronuncia Tercius. Siéntese, ¿en qué puedo servirle?


Nada dice. Me mira. Tapo a Lauren, mi pluma fuente, y cierro el cuaderno de Shanghai para mostrarle mi atención. Una mesera llega y ambas se sonríen con una complicidad añosa, es como si hubiera ordenado nada más entrar, o como si supieran lo único que bebe. En su taza hay un té de aroma dulcísimo que más bien parece un cálido perfume.


— Cihuanicté.

Pronuncia su nombre y bebe. Callamos un rato y luego dice:

— Podrías volver cuando quisieras, sólo el miedo y la vergüenza te retienen en este mundo. Sé que se refiere a mi exilio, al prolongado silencio de mi solitaria habitación de la calle Bellacuenca, a mi incapacidad mayúscula para entender este mundo, mucho más evidente que la incapacidad para moverme en el otro, donde he nacido. Quiero alegar algo en mi defensa, pero sé que sabe.


Sé más, la respuesta a ese argumento que no he llegado a formular. Es como si hablara de un modo con los labios y de otro desde dentro directamente de su corazón al mío. Sabe que ya lo he entendido y sus labios se distienden en una sonrisa triunfal, casi luminosa. Afirma:


— Así es Saulo Ben José. Vuelo con ellas, comparto sus costumbres, pero no soy totalmente bruja. Soy mestiza, híbrida como tú, por eso puedes vernos como somos. En el último consejo hemos resuelto llamarnos con el nombre que tú nos regalaste en el anecdotario de las ventanas virtuales donde escribes. Ahora somos si, las brujas del Clan de los manglares. Pero ese gentilicio que nos das no nos gusta. Ni ellos ni nosotras somos sanmanatienses.


Si ello es posible, arrugo más la frente en mi extrañeza. Les he dado ese gentilicio por su parecido fonético con el de los atenienses, no me gusta el que ellos usan: sanmanatieños. Suena muy vulgar, me parece, quizá…


— Prefiero ser Cihuanicté, la bruja sanmanatiana.


Cruza la pierna y echa a un lado la cascada rebelde del cabello. Bebe su té que parece inagotable. Mientras lo hace sus ojos vagan dentro de mí, siento su tacto en las venas y me asusta. La oigo decir que a ella y otras brujas les gusta observarme en esta empecinada soledad, cáustica y ociosa. Dulce y productiva, y aunque una ha reclamado su derecho de conquista sobre mí y mis libros dispersos, la magia sencilla de mi alianza en la siniestra mano las mantiene lejos. No obstante seguras siervas, amigas mías permanecen, dice.


Yo la sigo confuso, la mujer prodigio —sus casi quinientos años vibran en mi piel de alguna forma— parece apenas de unos treinta. Se inclina y me besa.
Ahora podrás llamarme si hace falta, dice. Toma el báculo y sale a la llovizna gris de la tarde, camina graciosamente bordeando la bahía, yo espero verla levantar el vuelo. Gira de lejos y me dice “no”, moviendo el índice, estornudo y al abrir los ojos, se ha marchado.

Estas son las cosas que pasan en San Manatí, pero en ese mundo del que vengo no dicen absolutamente nada. Ya le contaré más de mis nadas alguna otra vez.

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