domingo, 26 de abril de 2009

Yo, lector

Meredith, el falso legalista

Por Juan Pablo Picazo

¿Ha oído hablar de Blaise Meredith? Monseñor Blaise Meredith fue durante toda su vida un hombre modelo: disciplinado, creyente, observador puntual de sus deberes de sacerdote y funcionario de la fría burocracia vaticana. Un católico ejemplar pues. Pero católicos o no –casi siempre la confesión específica para estos casos es irrelevante– una de las aspiraciones más grandes de todo creyente judeocristiano es no ya la imitación del Hijo de Dios, sino la comprensión y en consecuencia la práctica verdadera de la Biblia, volumen que con todo y las erratas y adiciones con que ha sido adulterado desde el Siglo XVI para afianzar el poder de Roma, constituye la suma de su verdad.

Malentendida esa verdad sin embargo por una hermenéutica fallida o políticamente malintencionada, aderezada por las cambiantes costumbres de las naciones a cuyas tradiciones se ha adaptado —pese a la interdicción bíblica y, peor aún, por la tradición de heredar la fe sin mayores miramientos—, se ha tornado en un empañamiento agreste en el que, bien mirado, los hombres y las mujeres, en el mejor de los casos, apenas saben encontrarse. Ocurre a menudo que quienes aceptan un dogma y se sujetan a él buscando el consuelo y la rectitud pueden caer en otra enfermedad religiosa bastante conocida: el legalismo; es decir, privilegian su relación con la iglesia a la que sirven por sobre la que sostienen con el Dios cuyo amor dicen profesar.

En su libro El abogado del Diablo (México, Altaya, 1993, traducción de María Espiñeira de Monge), Morris West esboza en Meredith lo que en jerga suele llamarse un abogado del diablo, un sacerdote cuyo apego a la legalidad vaticana le permitirá actuar como Promotor de la fe; es decir, un encargado de reunir pruebas suficientes como para desechar la presunción de santidad en una persona que ha sido propuesta para la beatificación y, en su caso, canonización.

Este escritor australiano dedicado al catolicismo y su relación con la política, los negocios y la conciencia, nos cuenta que el abogado del diablo no actúa solo, sino a la par de otro funcionario, el Postulador de la Causa (personaje a quien por cierto se le olvida incluir en la novela. Y no que le haga falta, pero nos habla de una falla en la estructura del relato, pues tampoco justifica su ausencia, pese a dejar notoriamente clara su importancia para la investigación del caso).

Y aunque la urdimbre es ingeniosa, Meredith no termina de cuajar nunca como el sacerdote legalista que supone ser, y en cambio aparece como un hombre profundamente reflexivo y en plena búsqueda de sí, a quien le queda poco tiempo de vida. No bastan pues los adjetivos calificativos de West sobre él ni la somera biografía que nos regala. Meredith se mueve por las inmediaciones de Valenta y Gemelli dei Monti buscando pruebas no tanto como para descartar la presunción de santidad respecto al misterioso Giacomo Nerone, lo que constituye su tarea, sino enganchándose más bien en dicha presunción al conocer la vida y la obra de Nerone, quien resulta ser un Lord que ha desertado del ejército inglés durante la Segunda Guerra Mundial.

Meredith pues, es uno de esos personajes de la literatura cuya fragua es incompleta, de ahí que podamos utilizarlo como arquetipo fallido. Quizá para explicar el fenómeno o para hacernos creer que esa indefinición y/o definición inversa de carácter es intencional, Morris West presenta a un Eugenio Cardenal Marotta, el Cardenal jefe del Abogado del Diablo, sorprendido del cambio operado tanto en éste como en Aurelio, obispo de Valenta, lo que encamina mejor la causa de Giacomo Nerone, cabe suponer.

La seducción, el arte, la soledad más profunda, la miseria, las tradiciones pueblerinas nocivas, las prácticas religiosas perniciosas como el celibato y el enriquecimiento, la diatriba contra la ciudad y la exaltación de lo rural y viceversa, la incertidumbre como signo de nuestro tiempo, la ultraderecha, el comunismo, el fundamentalismo católico, el judaísmo, la guerra, la guerrilla, el amor, el sexo, el olvido, muchos son los elementos que pone este autor en juego como ingredientes dispersos y necesarios para el acto de conciencia. Pero sobre todos ellos pesa la muerte como certeza irremediable del tempus fugit, de la efímera vida.

Lo cierto es que mucho del pensamiento inicial de Meredith se repite en los documentos que éste encuentra sobre Giacomo Nerone -incluso utilizando las mismas imágenes verbales-, como la certeza de que el catolicismo es el único orden posible y que, no obstante su brutal encuadramiento, brinda comodidad suficiente para hacer la vida y proporciona sentido al pecado y los tropiezos, aduciendo que todo lo que esté fuera de tal mundo es el caos. Legalista no, ¿fundamentalista?

Otra constante sin embargo es la soledad. Monseñor Blaise Meredith está solo y no encuentra siquiera a Dios para que lo defienda de la muerte gris que le crece dentro. Giacomo Nerone estuvo solo, y no obstante que encontró a Dios fue desconocido por los hombres, es el pequeño Cristo de Calabria. Anne, Condesa de Sanctus, está sola y torturada por el fuego de su propia carne que jamás gustó satisfacción verdadera pese a un alud de amantes. Aldo Meyer está tres veces solo porque es un judío en medio de cristianos, un hombre de ciencia en medio de fanáticos, un solterón que no alcanzó el amor pese a sus honestos esfuerzos. Los únicos que parecen a punto de salvarse de ella, de la soledad, son Paolo Sanduzzi y Rosetta, los más jóvenes de la historia amenazados no obstante por las soledades de los otros.

Nicholas Black encarna una de las más terribles soledades: la del artista y la del homosexual; la soledad y la intolerancia tejidas en un fino látigo con el que no deja de golpearse, como si la sociedad-verdugo necesitara de su ayuda. Aurelio, Obispo de Valenta, es un reformista solitario que se finge disciplinado para no llamar la atención de Roma mientras echa adelante sus sueños de socialista utópico ante el escepticismo de la comarca, introduciendo mejoras en las técnicas de cultivo y educando a la población.

Una confusión común en torno a este libro es la cinta de terror del mismo nombre, El abogado del diablo, dirigida por Taylor Hackford y editada en los Estados Unidos hacia 1997, en la que alternan Al Pacino, Charlize Theron y Keanu Reeves, entre otros, dando vida a una trama enteramente distinta a la canonización de un santo. Y ofrece —aprovecha— los diversos sentidos que tal título tiene. Obra aparte, pues. Otros títulos de Morris West son: Las sandalias del pescador, Los bufones de Dios y Lázaro. Si este autor o su obra le atraen, no deje pasar este comentario.

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