martes, 5 de mayo de 2009

La vida en el envés

El sabio avecindado

Por Saulo Tertius

Como los días transcurren en semicuarentena durante la prueba de las cepas que precisan los poderosos para vender sus medicinas a las naciones empobrecidas, no ha habido gran cosa que contar; así que de burlas y veras, les contaré el germen de una historia que no por fantástica en su origen, deja de ser verdadera para una cabeza rala y muy mucho encanecida que han visto mis ojos moverse sobre camisetas con letreros, pantalones holgados y extravagantes calzaletas.

Mesías Brunapeña y Galopanda tiene la cara sonriente de los hombres que ya saben la respuesta y se gozan con la torturada faz de sus interlocutores cuando se devanan el cerebro buscando un sustantivo, los verbos, los complementos con qué formar una oración perfecta porque incluso cuando hablan les atrapa al vuelo las comas mal colocadas, los gerundios engorrosos y claro, los adverbios cuyo rigor lingüístico elimina. No hay ciencia en ello, en realidad no sabe mucho, pero es un rey tuerto entre los afásicos escribientes de San Manatí, lugar en que ha reinventado el idioma por razones que podríamos llamar “de estilo”, según las insondables leyes de su hastiada obstinación.

Nació en un lodoso rincón de la Nueva Santander, en una tierra que mutaba de infernales calores y sequía polvosa en el verano a casi una laguna en cuyo lecho papá Brunapeña, cultivaba la tierra y los habidos hijos, despellejándose con el trabajo en la misma actitud reverencial y culta con la que el sabio Hesiodo se dio a producir la tierra mientras escribía con soltura su investigación sobre los enrevesados parentescos de los dioses, los hombres, los héroes y los semidioses de la Hélade; o al menos esa es la épica personal del postizo sanmanatiense, quien afirma que su dicho patriarca fue apóstol de la posrevolucionaria escuela rural.

Es incapaz de hablar: siempre pontifica. Con su personal cosmovisión traspone la razón de sus oidores, hiere sus corazas y si esgrimen delante suyo pensamiento opuesto de andamiaje que según su juicio sea menor apenas a los libros, anécdotas, nombres, acuerdos, tratados, recuerdos, fechas, maestros, enfermedades, remedios, casas, mujeres, ciudades y oficios abundantes como ha leído, vivido, escuchado, testificado, comprendido, recordado, tenido, padecido, conocido, habitado, trabajado y aprendido, entonces suele ser inmisericorde y demoledor como no conoce nadie, aunque la razón le sea ausente, lo que pasa todo el tiempo.

Carga con el talante exasperado de la tozudez que tan rauda se reproduce, exhausto dentro de sí por la espera de un país más inteligente, decidido, sensible y racional, dice él, tan ahíto de renunciación a las muchas grandezas que tuvo a mano y que rechazó dice también, por no encadenarse a las muchedumbres, por evitar la domesticación con que le acosan las grandes empresas transnacionales, los colosales organismos públicos, las inmensurables instituciones universitarias que se anuncian nobles y de cuya vileza está tan seguro como que el ron ha de tomarse solo, apenas de cola pintado y con abundante hielo.

Las mujeres han sido su calvario, si bien siempre hablará gloriosamente de aquellas a las que alguna vez ha pertenecido. Todas ellas brillantes, hermosas, cotidianamente evolutivas y sensibles, fuertes, independientes que por una u otra causa han volado de su hogar una vez y alguna más, por alguna infidelidad suya, su implacable intolerancia o porque parece destinado siempre a cosas más grandes que las ya tenidas, pero las isleñas del yoruba son sus preferidas. Cada año las visita y las conoce como se dice bíblicamente y tanto, que de vez en cuando se ayunta en nupcias con alguna que más tarde se marcha donde los anglos diezmaron a los indios.

Se han ido como sea. Le han dejado a solas con sus poderosos recuerdos, sus fantasmas diarios y esa fértil soledad en la que ha tejido historias que luego, como Penélope esperando a Ulises y postergando incómodos amantes, desteje porque el mundo no las merecía, porque no eran sólidas o porque siempre las termina insatisfecho, como el genio verdadero, que no dejará obra concluida o al menos firmada.

Porque Mesías Brunapeña nada firma de cuanto escribe: ni la agria erudición de su columna Señales, con la que enjuicia la estructura que sostiene a las naciones y las leyes, ni sus muchas reflexiones donde llama inútiles a reyes y princesas y embiste a la gente de la calle tanto como al senescal de Montana Ross, su secreto socio. Cualquiera supondrá, y no sin justicia que un periodista que no firma no tiene buenas intenciones, o buenos modos, o ética de trabajo, dice en su descargo que en su caso hay otras razones. No, tampoco es la modestia venenosa o la jactancia de humildad vestida, no la idea panóptica de la obra universal que todos escribimos juntos. No.

Está muy lejos de ser un viejo zorro, pero tampoco es el viejito zurrado, disfraz en que a veces se esconde por ver que pesca en los bares abisales que visita por ver si las ebrias hijas de Meridia caen en esos brazos que ejercita con un costal de box para paliar la soledad en que se mueve cuando está en esos períodos de entre nupcias.

Hasta aquí el retrato de esa otra mitad del antiguo trajas. Como siempre nada les he contado, apenas una ficticia crónica de entretenimiento con la qué pasar la cuarentena a que nos obligan los bacteriológicos ares angloparlantes que dólar y crisis en mano, siguen imponiendo su ley desde los polos y hasta los manglares.

1 comentario:

Anónimo dijo...

amigo, esta muy bien comunicate conmigo, Igor