jueves, 18 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Daidalos, ángel errante

Por Saulo Tertius

Vísperas

Camino por el borde del mundo. Las aguas duermen negras y fétidas hacia la desembocadura del Río Profundo. No hay razón ni misión que conduzca los mis pasos por el boulevard sombrío y casi deshabitado. Los sanmanatienses se mueven en cardúmenes por los escaparates de la calle de Villanos y se aduermen más allá en los mercados y las plazas en búsquedas que les alivien los vacíos.

Hace casi una hora sanmanatiense que comenzó la noche, pero la gente sigue dándose las buenas tardes. Sus raros relojes dividen los días en doce horas diurnas y doce nocturnas y antinaturalmente sus días nacen y mueren hacia Maitines, en lugar de Prima, cuando adviene el sol; del mismo modo antinatural que su año comienza en Ianuarius en lugar de Martius. La medición del tiempo es…

Lo veo. Esta solo y su largo cabello se mueve con la brisa. Es un anciano delgado, casi calvo y tiene cicatrices en la cara y los brazos. Va vestido con toga y sandalias que le dan un aire clásico aunque humilde. Me acerco con cautela tratando de no ser una molestia, me atrae a conversar con él ese par de alas agazapadas en su espalda.

Me paro junto a él contemplando la negrura de las aguas pegada a la negrura de los cielos. Permanece inmóvil y pienso si no será una estatua o habrá muerto de pie.

Completas

Estoy perdido, mi pensamiento da tumbos en la negra eternidad de la bahía y repasa mis trece vidas de modo inmisericorde, es mucho dolor acumulado, demasiada angustia para seguir cargando, como si estar en San Manatí fuese… Sin mirarme me dice un par de cosas. Su lengua me confunde, es latín.

No, no lo es, es la vieja lengua de la hélade, que reconozco a fuerza de escuchar a Eneas y Dido, que no paran de parlotear nunca sobre cómo huyeron del palacio incendiado de la añeja Cartago y cómo luego se separaron de su tripulación desde hacía muchos mares con el favor de Poseidón, como si su historia fuese gran cosa aquí, donde recala toda clase de misterios, historias, lenguas y mensajes embotellados. Como sea, parecen felices viviendo en la holganza absoluta con un auditorio que se renueva diariamente en la taberna del hostal.

Si, usa palabras como las de ellos, pero su modo de hablar es más arcaico, casi salvaje, me parece. Dice otra vez:

– No soy un ángel. Añade: – Si lo fuera, no podrías verme. Créeme cuando te digo que hace más de mil eternidades que vago por los cielos y los mares de esta y todas las versiones que se han hecho de la tierra.

Me parece que exagera, mil vidas humanas quizá ¿pero mil eternidades? Se vuelve y me mira con sus raros, cansados ojos de anticuario. Quiero decirle que soy un rapsoda, que quiero que me lo cuente todo. Parece leer mi pensamiento y suspira. Su mente me dice: – He visto tanto… y entonces un maremágnum de imágenes, olores, sabores, dolores, miedos y felicidades me invade y me deja sin aliento.

Me mareo, el golpe de su pensamiento es imbatible, me llena la cabeza de percepciones sensoriales que se mezclan con mis propios recuerdos; hay nombres, rostros, viajes, dolores, miedos, horror, incertidumbre, felicidades, muertes… antes de que pueda caer al mar su mano comedida me detiene y las imágenes se apartan. La negrura caliginosa del ambiente ya no me rodea, está dentro de mí.

Algunas ráfagas de su pensamiento me invaden acompañadas de fotofobia, dolor de cabeza y fiebre mientras lo veo o soy él, su angustia, su locura prisionera en un gallinero lodoso en algún pueblo del Caribe donde me avientan migajas y se burlan. Soy él y me visita una nación de enfermos en espera de un milagro para cada uno, militares que forcejean con sacerdotes, mientras las gallinas me picotean las alas en busca de parásitos. Soy él y temo a la muchedumbre, mis alas están implumes y no puedo escapar de ahí, luego el dolor repentino en el costado: me han quemado con un hierro de marcar ganado, es insoportable, no puedo seguir aquí, no…

Maitines

Abro los ojos. La brisa y el hombre de las alas siguen ahí. Me pongo en pie. Ahora está sentado con las manos juntas en actitud de oración, tiene los ojos cerrados y las alas extendidas. Contemplo su blancura, son enormes y muy fuertes.

– Mi nombre es Daidalos y purgo una condena de eones por causa de mi ambición. Fui el padre de Iápix, e Ikaros. El primero se quedó con su madre, ahí en Creta, donde construí el laberinto de mi perdición, el segundo, me han dicho, cayó al mar, pero yo sé que se perdió cuando atravesó una ventana de entre mundos. Lo busco y lo espero desde entonces.

Me habló de los mitos que han recrudecido su dolor, de Icaria, la supuesta tierra donde su hijo halló la muerte y de la supuesta ofrenda de sus alas al dios Apolo en el templo de Sicilia. En realidad, los dioses lo habían castigado haciendo que las alas fuesen parte de su cuerpo y que vagara de eternidad en eternidad para escarmiento de los malos padres que han extraviado el tesoro divino que son los hijos.

Me cuenta Daidalos que le adjudican otros crímenes, como la muerte de su sobrino Pérdix, al que ni siquiera conoció, el sufrimiento del Minotauro, hijo del rey Minos y lo sucedido a la bella Ariadna. Los dioses manchan su nombre y no le perdonan pese a lo mucho que ha expiado sus culpas y que si algo le mantiene entero y no es un montón volador de enloquecidos harapos aullando por el cielo, es la certeza de que en cualquier momento encontrará a su amado Ikaros, volando por ahí sobre los mares o esperándolo en alguna dársena.

Laudes

Callamos. Daidalos permanece a veces más quieto que las paredes. Yo levanto la vista tan pronto algún aleteo me sorprende. No hay sanmanatienses cerca, excepto los policías que patrullan el boulevard y los hedonistas discípulos de Dionisos dedicados a su culto más allá al borde de la bahía y cuyos ecos apenas llegan a nosotros.

Sigo aturdido por su invasión a mi cerebro, es casi Prima y se pone de pie. “No será hoy, no será aquí.” Me dice y separa y sacude sus alas. Se despide y me ordena que me aleje. Su batir de alas desata un ventarrón apocalíptico, me aferro a un poste y trato de no perder detalle de su vuelo pese a la basura que ha entrado en mis ojos.

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