sábado, 13 de diciembre de 2008

La vida en el envés

Los ojos sordos, ciegos los oídos

Por Saulo Tertius

Decía Sancho, el inseparable escudero de Don Quijote de la Mancha, que el miedo tiene muchos ojos y lo ve todo debajo de la tierra y cuanto más encima en el cielo. Así que es subjetivamente incontrovertible, que observados por su propio miedo, nacen los hombres y mujeres de todos los mundos habitados. Claro que en los deshabitados nadie nace, pero el miedo vive igual en la santa paz de su reino inalterado demostrando que existía desde el principio de la eternidad como sustancia activa del caos.

Luego entonces, es exacto afirmar que son los seres y no el miedo, quienes han roto alguna interdicción de eones incontables en que él, el miedo, imponía la salud de su silencio sobre cada mundo conocido; donde sólo se escuchaban los murmullos de la naturaleza intacta, eterna y pura. La prueba de que fueron ellos, los seres y sus cosas, está en que sus sentidos no abarcan tanto como los ojos del miedo, pues hay seres que no tienen ojos sino “manchas ópticas” o son planos como los lenguados y las mantarrayas y tienen ambos ojos en el mismo lado del cuerpo.

El miedo desde entonces intenta recomponer todas las atmósferas desequilibradas por causa de los animales que teniendo ojos nada ven, como los santos de las iglesias, los murciélagos y los tiburones, seres de oído y olfato que han permanecido una larga vida incrustados en los horrores atávicos que el miedo nos ha dado para retomar pausado e inexorable el control de los dizque mamíferos superiores, esos de mirada estereoscópica y febril, pero igualmente ciegos predadores natos de su propia especie y sus muchas razas, clanes, tribus y familias, antediluvianas bestias que compiten por atesorar bisutería en los alhajeros y grasa en el tejido subcutáneo abdominal.

Don Alonso, Sancho y yo, hemos hablado mucho sobre el tema mientras bebemos buen vino en la taberna de Don Jaziel Ben Josías, llamado también el judío sedentario. Lo hacemos siempre que vienen aquí atravesando por la ventana del río Profundo. Así hemos llegado a estas conclusiones. Bueno, al menos Sancho y yo, que Don Alonso de Quijano jamás se deja seducir del todo por los dichos de su escudero, menos aún de los míos como se entiende, pues para él soy un salvaje salido de un tiempo donde ya nadie viste armaduras ni rescata doncellas y donde los bárbaros de mecánicas monturas lo enjaulan cada vez que arremete contra el cíclope del ojo brillante que ilumina la bahía por las noches.

Don Jaziel a veces interviene y confronta nuestras teorías con los mitos de su pueblo. Cuando tal hace, Don Alonso lo acusa a él, a su padre y a sus abuelos, de matar a quién sabe qué Salvador y tenemos que calmarlo, pero sólo le ocurre cuando los vasos de vino que hemos bebido rebasan el contenido de unas cuarenta damajuanas. Con todo, el nieto de Moisés jamás se ofende, parece disfrutar los asaltos de Don Alonso, a quien mucho quiere dice, porque ayudó a otro cliente suyo, un así llamado Cide Hamete Benengeli, a escribir un libro a muchas manos sobre sus azarosas andanzas, sin saber que lo que escribes aquí, es verdad en otro lado.

En fin, que una vez dormido Don Alonso sobre la mesa de madera basta de la taberna, el buen señor Panza y yo conversamos todavía en torno a la mucha vista del miedo y la culpa de esos ciegos de las orejas que son sordos de los ojos, mancos de los pies y cojos de las manos, quienes abundan en casi todos los mundos gobernándolos y suponemos que son los peores, pero como no hay más damajuanas por beber y también Don Jaziel duerme sobre su propio brazo todavía sentado a nuestra mesa, para no ser faltos de modales, Sancho y yo -más bien yo, porque Sancho hace rato me ha dejado hablando solo-, me solidarizo con su sueño.

Está visto que jamás les contaré nada medianamente bueno sobre estas azarosas tierras excepto esta clase de desaguisados, una disculpa y ya veremos si en la siguiente puedo contarles algo mejor. Hasta entonces.

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