jueves, 30 de octubre de 2008

La vida en el envés

Los raros citadinos


Por Saulo Tertius


— San Manatí está lleno de gente extraña. Me dijo con la serenidad que da haber dado cuenta de un café lechero y una orden de churros tras una cena de sopa y guisado que a las nueve de la noche pretendía ser la comida vespertina. Yo lo miré detenidamente, con su cara redonda y rubicunda, su cabello escaso, su barba ocasionalmente inculta y su sonrisa de ocasión, y estuve de acuerdo con él. Me parecía que aquél rincón del universo estaba poblado de extraños prodigios que solo yo veía por vivir en el envés, pero su afirmación me hizo saber que yo no estaba solo en ese descubrimiento.


Mi sorpresa aumentó cuando añadió: — Tú, por ejemplo. No imaginaba siquiera porqué un tipo tan común y corriente como yo podía pasar por rareza, soy el promedio, el que no se mira dos veces, el que puede estar en cualquier sitio sin llamar la atención porque ni siquiera hace ruido. Arremetió de nuevo con sarcasmo: — ¿Cómo se te ocurre ir por ahí siempre con un libro en la mano? La gente de aquí ha de pensar: “A este pobre hombre no lo quiere nadie, por eso busca la compañía de un libro.”


Reí de buena gana y pensé en las miradas, los comentarios y las preguntas de las meseras del café Woq’s, donde suelo ir a leer mientras transcurre el mundo durante los lacrimosos y mortales días de asueto.


Más risa me dio sin embargo pensar que él era más raro aún con su ropa de estilo indefinido que lo mismo le hacía pasar por ser un militar derrengado que un eterno adolescente en rebelión al que sorprendieron otros años. De hecho podría jurar que a los sanmanatieneses él les parecía más extraño que las brujas del clan de los manglares, a las que ya veían como parte del paisaje.


Cuando se lo dije lo negó con todas sus fuerzas, me dijo que ya estaba mimetizado por vivir desde hacía tantos años entre ellos, los últimos de los cuales incluso los pasaba recluido de día en el ataúd del sótano de la torre norte de su palacio para salir sólo de noche a su trabajo como columnista en un periódico local.


Es necesario comenzar por su propio nombre para hacer el inventario de su extrañeza. Se llama Mesías Brunapeña y Galopada y es neosantanderino. Llegó a San Manatí desde los tiempos en que se dice, era tan abundante la comida que la gente amarraba sus perros con chorizo de Tollocan.


Todos dicen que es muy certero y peligroso con las palabras. Nunca habla, pontifica. Nunca dialoga, hace esgrima verbal. Pienso en ello mientras le miro divertirse contemplando a los sanmanatienses que se pasean negros y góticos por el bulevar sufriendo los calores del trópico.


Insiste en que mi rareza es extrema porque leo de modo imparable, viciosamente como esos pobres enfermos que casi deliran cuando descubren que su falta de previsión les ha llevado a despertar a media noche con la horrenda y amarga sorpresa de que no tienen cigarros. Me dice que tenga cuidado porque conoció a uno con ese mismo mal que se murió y pues quien lee como quien fuma también está propenso tarde o temprano a padecer un enfisema ocular, una insuficiencia visual o una torcedura de nervios ópticos, como le ocurrió a Don Canito de Salva, capataz de La Comandanta, la célebre hacienda cafetalera donde nació Irigote Garnaz, el prócer más antiguo de San Ornitorrinco, paraíso de playas y traficantes a cinco horas de San Manatí.


Mesías Brunapeña se expresa con inocencia de profeta y ferocidad de niño incrédulo. No perdona a nadie que no sea capaz de urdir las mismas redes de ideas u otras más ornamentadas que aquellas que aprendió a tejer desde que niño yuntero era en las desoladas y ateridas hectáreas de Bellacuenca, su pueblo natal donde en tiempo de lluvias las nubes de moscos dejaban secas a las vacas y donde el heroico Pato se las arreglaba para llevar el gas doméstico como todo un héroe de los lodazales.


Callamos, yo miraba los fantasmales contornos de cristal afuera, los ventanales empañados borraban el mundo externo mientras cada cual sopesaba su propia rareza a los ojos de aquella gente extraña. Y eso que San Manatí es una frontera y más allá de si hay un país donde los hombres son de sombra y hablan con la lengua de pueblos muy ancianos.

Bueno, por esta vez basta de que no les cuente nada. Volveré a hacerlo sin que saquemos nada en claro, desde luego.

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