viernes, 24 de octubre de 2008

La vida en el envés

La Capital del olvido

Por Saulo Tertius

No pocos estudiosos de los nautas que van y vienen entre los mundos han considerado que San Manatí es la capital del olvido. Mi opinión es que, no obstante que no deja de ser verdad en más de un sentido, la afirmación es un tanto exagerada. Mi amigo Rodolfo Candela Ministro, un auténtico hombre de papel, me dijo que él huyó de aquí hace mucho tiempo para no llenarse de herrumbre y sucumbir.

Cuando me lo comentó mediante el comunicador gramático, creí que exageraba y acto seguido me contó que había visto perecer a lo mejor de su generación en estas tierras. Dijo que habían caído ante la cachaza tropical y su perniciosa influencia, pobres, entonces comprendí. Lo que Rodolfo no decía y que podía inferirse de lo que sí, era que lentamente cada uno de ellos se había podrido con la lentitud del tiempo propia de estos climas hasta convertirse en seres desleídos, cansinos y apenas mecidos por el viento.

La molicie es otra de las enfermedades que acogolló a su asombrosa generación de mártires capaces de levantar civilizaciones enteras que han caído en el marasmo, pues una vez vistos los mecanismos de supervivencia en una civilización así, hicieron la prueba en dos o tres espacios públicos, y tras comprobar que retribuían grandemente con poco de su parte fueron entregándose a la forma dentada y hueca que se requiere para encajar en los dichos mecanismos.

Yo no los vi sino hasta que me lo hubo contado. Ahí están mecánicamente felices con su transformación. Ellos la llaman progreso, lo llaman avance social, dicen estar en la búsqueda del cambio desde las entrañas mismas del monstruo pero hace tiempo que éste les ha digerido y ahora ocupan posiciones vitales como bloques proteínicos, zonas de lípido amortiguamiento o ya de plano vibrátiles dendritas adosadas a sus lánguidas neuronas. Así, imbuidos de lleno en el mecanismo, ya son más él que un germen de cambio, lo que no está mal si se visitan sus orgullosos palacetes almenados que miran a la mar, sus románticas dashas intersilvales, en las que se proporcionan sus respiros, sus nupcias secretas y demás descansos.

Entiendo a Rodolfo, pero yo sigo aquí atado a las soledades que ya traía puestas desde el último viaje en Zeppelín, ni qué remedio, es una sensación inevitable que también invade a Lunala, mi daimonion, quien soporta el rigor de los calores húmedos tan mal como yo lo hago y sin embargo no se queja.

Basta por hoy de no contarles nada, lo haré mejor en otro momento. Voy por un café a El Zaguán de San Manatí.

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