jueves, 16 de octubre de 2008

La vida en el envés

El planeta de los mismos
(O fantasía pírrica de un nadie desvelado)

Por Saulo Tertius

Érase que un día me tomaba un cafecito en El zaguán de San Manatí para no perder el color caribe de la piel cuando apareció un tumulto de gorilas punitivos que al parecer se pensaban muy machos dentro de sus armaduras, con ametralladoras y morriones blindados y puestas las caretas transparentes o con los rostros ocultos detrás de los pasamontañas. Sus pasos tronaban sobre las baldosas inocentes y formaban onditas dentro de mi taza que ya no podía ver medio llena, sino medio vacía por más que me esforzaba.

Las enchiladas se quedaron tiesas de su solo tufo a autoridad impenitente y majadera, y ante su ominoso efecto, palidecí también, pues al verlos supe que podían ser yes, equis o zetas o cualquier otra envilecida letra del alfabeto disfrazada de policía mandón acorazado y porque además algunos se me sentaron cerca por lo que me puse blanco como la bolsa de un supermercado cualquiera y transparente que se pone el mi café de modo que el Comandante Urco, -o así sonó que lo llamaban en su lengua entre norteña y chilanga matizada de un jarocho con aire yucateco- que de plano no cree ni tantito en los espantos, me ignoró por parecerle menos que renacuajo ante sus músculos, su escuadra y su estatura.

Así que me quedé como dicen que lo hacía el niño de piedra de la muy afamada Fiera de San Narcos, calladito y quietecito viéndose muy bonito pero con los ojos abiertotes de un dorsai al otro, de un falso espartano a otro que ya luego del numerito amedrentador de aquí nomás mis chicharrones truenan (y también mis botas, no las mías, las de ellos porque yo siempre uso tenis) mutaron en infantes desorganizados pidiendo de todo para comer y para beber hasta que Gorila Uno los puso en orden machacando el suelo con un sonoro taconazo.

Y fue que comenzó el convite ya más ordenado y los unos se quitaban los oscuros yelmos y los otros se arrancaban los calcetines de las cabezas mientras acudían en turnos al baño para lavarse los guantes o las manos daba igual porque algunos regresaban con las negras pieles puestas. Apoltronados ya, otros iniciaron el inmisericorde atraque de los totopos con frijoles o frijoles con totopos, que en la caótica refriega ya ni se sabían bien las cosas, pero lo hacían con esas mismas manos de matar y agradecidos por el gusto metálico a culata y a cañón que traían en la piel suya o en la de los mitones daba igual como ya dijimos porque no se los quitaron ni para comer y seguro lo hacían por ser muy precavidos, pues cada uno comía por dos.

Decían que sí y decían que no y que también, algunos hablaban de mitología arcana sobre el dios Chapo, hijo lejano del colorado Chapulín y otros con los nombres de los meses, mayo, junio. O bien de ir a ver a La gatita que porque era muy querendona y los últimos comentaban la telenovela de más moda. Los de más allá hablaban de la conspiración de El Magisterio, un poderoso grupo guerrillero liderado por una mujer zorruna que, aliada con los papas, pretendía gobernar el mundo al más puro estilo de las novelas de Phillip Pullman, eso lo pensé yo que ya vi la película.

Seguí en mi lugar como hacen los discretos, encogido no de hombros sino de cuerpo entero como debe hacerse cuando los zopilotes rondan, así que apenas terminadas las enchiladas tiesas que con la crisis no se debe desperdiciar nada, y liliputiense como me sentía ya entre los brutos centuriones, encaminé mi paso bajo los ojos de los salvajes émulos de Gulliver que comían con las armas cerca y los chalecos puestos.

Pasé entre ellos tratando de ignorar los estiletes de sus hoscas muescas oculares y cuando ya casi salía, pude ver a algunos que comían con los pasamontañas puestos seguramente por temor a ser reconocidos por el caldo y que luego las sopas de letras pudiesen delatarlos. Los más adelantados ya pedían sus postres con rostros beatíficos, pues los habían ganado a pulso amedrentando a sus hermanos policías y buscando la admiración de las sanmanatienses menos ocupadas y dilectas. Raros prodigios que se ven en nuestro mundo enrevesado.

Por eso yo ni digo nada como nada dices tú y de no decir ya estuvo bueno, lo no diremos en unos días.

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