jueves, 25 de septiembre de 2008

Yo, lector

La salamandrina Hedda Gabler

• Juan Pablo Picazo

Cosa tenida por cierta es que al teatro le vienen mejor los espectadores que los lectores, porque la dirección, los actores y los escenarios completan el hechizo de la dramaturgia. En este país existen directores y grupos cuyo titánico esfuerzo por ofrecer un repertorio digno se ve disminuido ante la falta de espacios (excepto en las grandes ciudades, la mayoría ni tramoya tiene), escaso interés oficial o bien, el bombo y platillo con que se traen espectáculos de dudosa calidad interpretados por estrellas de moda.

Por estas razones y porque el teatro es literatura aun antes de convertirse en arte escénico, la práctica de su lectura es más que necesaria. Aristófanes, Ruiz de Alarcón, Shakespeare, Benavente, Molière, Wilde, Goethe, Ibsen y otros semejantes, debieran transitar con su obra ante nuestros ojos con la misma asiduidad que leemos a los cuentistas, poetas y novelistas de todos los tiempos.

Henrik Ibsen (1828-1906), por ejemplo, es el más conocido de los dramaturgos nórdicos, y su fama viene de una obra -Casa de muñecas- que ha sido la delicia de las teorías críticas asociadas a los movimientos feministas, lésbico-gays y queer, cuyas interpretaciones y lecturas han contaminado el verdadero sentido de la obra. Harold Bloom incluso denomina esas escuelas de análisis Escuelas del resentimiento, con la mesurada justicia de sus demoledores argumentos.

Tradicionalmente esa crítica políticamente correcta, ha visto en la obra de Ibsen un cúmulo de pobres mujeres maltratadas por la castrante moral de la sociedad burguesa y su representación concreta en los varones, y ha perdido de vista a los verdaderos personajes, quienes encarnan la cambiante e híbrida personalidad que en la vida real anima a los seres humanos. Esta crítica sesgada ha matado el verdadero espíritu humanista de la obra ibseniana, reduciéndola a un mero juego neo-maniqueísta.

Hedda Gabler, drama en cuatro actos que Ibsen escribiera hacia 1890, fue la última obra que acometió antes de regresar a su país. En ella se ha querido ver el retrato de la mujer con iniciativa que es victimada por el machismo del siglo XIX. Si bien torpe y facilota, esta lectura se comprende, sin embargo, cuando vemos lo que el propio Ibsen opinaba de esta pieza de acuerdo con la correspondencia sostenida con su editor, a quien decía: En esta obra no he querido tratar los llamados problemas. En cambio, el asunto primordial ha sido describir a los seres humanos, sus ánimos y destinos a raíz de ciertas circunstancias y perspectivas vigentes en la sociedad.

Si bien es cierto que Ibsen, como afirma, parte de un contexto social muy definido, su intención es describir a los seres humanos y no tratar los llamados problemas, los cuales ha acometido ya en Casa de muñecas (1879), Un enemigo del pueblo (1882) y El pato salvaje (1884), entre otras causantes de su fama y su polémica.

Al estrenarse Hedda Gabler, la azorada crítica se cebó en el autor acusándolo de traicionarse, de ofrecer sólo un retrato de mujer, si bien enigmática e incomprensible, pero de toda suerte imposible en la realidad. Para los cronistas teatrales de la época, prestos a la experimentación literaria y el compromiso político de un hombre tan polémico, aquél se trataba de un trabajo teatral vacío, sin enseñanzas morales, propuestas de reforma social o fuertes simbolismos.

Hedda, la hermosísima amazona hija del general Gabler, es una mujer atípica que no cree en la existencia del amor, sino que el interés rige sus relaciones de forma para ella natural. No se casa enamorada de Jorge Tessman, sino que decide permitirle que la mantenga, que es más de lo que otros pretendientes le ofrecieron.

El gran dilema de la decimonónica dama burguesa es el tedio, agravado por la condición de especialista que tiene su marido, a quien encuentra mortalmente aburrido, como le pasaba a Emma Bovary frente a su esposo. Explora curas diversas para su hastío: hiere a los circunstantes con fingida inocencia (adviértase el episodio del sombrero de Tía Julle, las juguetonas amenazas contra Thea Elvsted), coquetea con quienes la admiran (véase el juego verbal de las relaciones triangulares con Brack, los diálogos con Ejlert Lovborg) o, bien, juega tiro al blanco con las pistolas heredadas de su padre; sin embargo, no se sosiega, ni se entrega nunca.

El célebre crítico neoyorkino Harold Bloom, define a Hedda Gabler como sadomasoquista, manipuladora, cruel y suicida, lo que le ha valido la rechifla de quienes leen siempre con los antifaces de género puestos. Esta definición la hermana perfectamente con la sonorense Elena Rivas, La salamandra, personaje del mexicano Efrén Rebolledo (1877-1929), con quien comparte la misma naturaleza perversa y maliciosa, si bien existen entre ellas también algunas diferencias.

Hedda y Elena han salido de las manos de un general, la primera era su hija, la otra su joven viuda, para el caso lo mismo. Pero aun si hacemos caso de los devotos de San Segismundo de Viena, ambas son malintencionadas, sólo que Elena da muestras de cierta acción consciente y Hedda ejerce su crueldad desde la comodísima máscara de joven dama. Elena maneja a los hombres, los explota, los hunde; Hedda es inexperta aún, no ha perfeccionado esas artes y la muerte prematura se lo impide.

En fin, ambas comparten una cualidad que Harold Bloom define así: Hedda es una dramaturga que escribe con las vidas de los demás. Su inteligencia es maligna no debido a las circunstancias sociales, sino por placer, por el gusto de ejercer su voluntad. Hedda le dice a Lovborg cómo ha de suicidarse y le da los medios para hacerlo mientras guarda en un cajón cercano la salvación de su vida; Elena Rivas disfruta que el joven poeta escriba en el periódico que sería capaz de ahorcarse con sus cabellos, y, trasquilándose, se los manda con el mismo mensaje de muerte. Ambos amantes sucumben.

Al margen de las dudas sobre lo que realmente ocurrió con Lovborg y los motivos de la aburrida Hedda para suicidarse, hay mucho que explorar en esa obra de Ibsen que resiste todas las lecturas. Si se encuentra con Hedda Gabler, no dude en su lectura, verá el mundo entero en cuatro actos. (Para comentarios y sugerencias escríbanos. juanpablo.picazo@gmail.com)

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