viernes, 12 de septiembre de 2008

Yo lector

El farero que detuvo el fin del mundo

Me llamo Iohannes Pahulus Peack-Haezof y soy el farero de Pann’Château. Declaro que mi dicho es cierto porque esta es mi realidad: cada mañana mi tarea consiste en la revisión minuciosa de los hornos de fusión que alimentan la llama perpetua del faro, cuya luz se magnifica gracias al condensador radiactivo que actúa sobre la enorme lente azul con la que se proyecta el rayo automático -o manual si hace falta- que barre las cercanías de mi puesto, península umbría y nebulosa ubicada en el extremo sur de Lemuria, nuestra orgullosa nación.

He de confesar que no soy farero de profesión en realidad, sino rapsoda -así es como en Lemuria somos llamados quienes nos dedicamos a la composición de cantos y narraciones bajo un mismo estilo- y que si he tomado este trabajo en la punta de la llamada Luenga península, ha sido únicamente para estar solo y terminar la que será, creo yo, mi obra maestra.

Escribo también esta bitácora porque forma parte de mis deberes, que por cierto me ocupan apenas cuatro horas al día, quedándome libres las otras veintitrés para entregar al final un informe detallado a la Comisión de Vigilancia de las Fronteras, pues Pann’Château es un punto olvidado, un blanco constante de las hordas salvajes que habitan el resto del planeta y que se organizan en comunidades precivilizadas que nos son hostiles.

Mientras tanto, desarrollo mi obra.

Aquí separado de tierra firme por una carretera de casi doscientos veinte eslabres de longitud, escribo una novela en la que mi personaje principal, a quien he decidido llamar Edgar Allan Poe, se debate ante la imposibilidad de terminar la que considera su propia obra maestra: El faro de la última orilla1 -que es también el nombre de mi libro, el cual por cierto firmaré con un seudónimo tan ficticio como el de mis personajes: Stephen Marlowe-. Para darle verosimilitud a mi narración, he inventado la existencia de una docena de países con sus propias culturas, lenguas y personajes y les he dado nombre e historia: son, por ejemplo, Estados Unidos, Francia e Inglaterra, aunque tengo otros que me falta detallar un poco más.

En mi obra, Edgar Allan Poe es un rapsoda como yo, aunque en el mundo que le he creado lo llaman poeta y su fama será recordada muchas edades después de su muerte. Como ya he dicho, sufre enormidades porque la ficción que él crea sobre el fin del mundo se le revuelve en la mente con la realidad y su percepción sensorial se mira muy alterada al grado que de cuando en cuando supone ser él quien escribe mi libro y que él mismo es un farero de un islote perdido en el Océano Pacífico que, cercano a Panchatán, forma parte de los restos de un continente desaparecido en la antigüedad del que poco se sabe: Lemuria.

Ser rapsoda en Lemuria no da ningún prestigio, a menos que se posean riquezas sin cuento y la vocación literaria pueda serle perdonada a uno como excentricidad, para eso el seudónimo y, como quiero que éste también sea creíble, le he inventado su propia historia: Stephen Marlowe es un novelista histórico de primera línea, nació en la ciudad de Nueva York y ha escrito las biografías fantásticas de otros personajes semejantes a mi Edgar Allan Poe: Cristóbal Colón y Miguel de Cervantes Saavedra. Quizá un día de verdad invente mundos para ellos y haga que Marlowe los firme.

Lo más seguro es que mi obra nunca forme parte de las librotecas, esos centros a los que el gobierno de Lemuria llama lugares de vicio en los que uno puede encerrarse incluso días a leer lo que han escrito otros rapsodas, seudónimos y/o anónimos -aunque también existen los muy arrojados que lo firman todo con su propio nombre sin importarles nada-; lo que otros, decía yo, han escrito para disfrute y evasión. No importa, quizá mi imaginación ha creado un mundo más amable para los rapsodas.

Hoy sin embargo la tormenta ha sido especialmente devastadora. Larguísimos tramos de la carretera que me une al continente están anegados o han sido arrancados por la acción del agua y del viento. El sólido faro se estremece a cada golpe de agua y yo aquí, preocupado más por mi obra y mi trabajo que por mi vida. Si tan sólo tuviera un bote para huir, si tan sólo la bella y esquiva Nolie Mae Tangerie estuviera conmigo y me amara o llegase a rescatarme en uno de los unicornios o pegasos de los establos de su padre. Pero no. Siempre me ha evitado, por eso la retraté en el libro.

El faro se está desmoronando, la delgada península de Pann’Château se hunde como si el mar estuviera tragándose a Lemuria completa —igual que en mi libro— y el húmedo vendaval riza las hojas de mi obra esparciéndolas por el boquete en que se ha convertido el sitio donde estaba el mecanismo de mi faro. Llueve con ira y tiembla con furia, como si el mundo fuera a terminarse. ¿Hay alguna salvación? Si al menos tuviera un bote, iría a…

(Comentarios y sugerencias: juanpablo.picazo@gmail.com)

1 . Marlowe, Stephen, El faro de la última orilla, Seix Barral, 1996 pp. 395 Traducción de Ma. José Buxó-Dulce Montesinos

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