miércoles, 15 de julio de 2009

Yo lector

Tú, escritor (a)

Por Juan Pablo Picazo

Si estás leyendo esta columna es que de alguna manera perteneces al mundo del libro o has abierto un espacio para el libro dentro de tu mundo. Si estás leyendo esta columna quizá seas, como yo, un lector -o lectora, aquí el género es lo de menos- acaso seas una de esas personas que disfrutan de una lectura tanto como otros aman ir al cine, a jugar futbol o a bailar. Posiblemente seas de esos que se beben los libros uno tras otro. O quizá no eres tan amante de los libros y sin embargo mientras los lees tienes la sensación de que tú podrías escribir tu propia obra.

Antes de escribir, los autores más importantes de todos los tiempos fueron primero empedernidos, apasionados lectores. Algunos piensan que el siguiente, natural paso que debe dar quien lee con esa fruición es escribir su propio libro. Es cierto, se dice que no todos nacemos escritores ni todos poseemos los talentos, herramientas y cultura para tal empresa, pero también hay quienes tienen dichos atributos y jamás escriben o pintan o componen o se dedican a un arte cualquiera y en cambio los desarrollan de modo magistral en la industria, la ciencia, el deporte o el comercio.


Quien esto escribe siempre ha pensado que —autores o no— todos tenemos siemp
re algo digno qué contar ¿Se ha imaginado escribiendo su propio libro? Piénselo un momento. ¿Por qué lo haría? ¿Para qué? ¿Para quién escribiría usted un libro? ¿Sería una novela, un poemario, teatro o cuento? ¿De qué trataría? Acaso podría reunir en un volumen todos los cuentos que ha inventado para que sus hijos conciliaran el sueño cuando niños. Acaso una obra teatral que retrate cierto hecho trascendente que vivió o una novela basada en las anécdotas que otros le hayan referido. Mejor ¿qué tal su autobiografía?

En El libro vacío, —obra de Josefina Vicens que apareció por primera vez en 1958—, José García intenta escribir su propio libro. Sufre cada noche ante las páginas en blanco sin saber qué contar, qué escribir o si vale la pena hacerlo. Lo abruma la conciencia de ser un hombre común y corriente, la certeza de que la suya es una vida anodina, llena de vicisitudes domésticas, carente de dimensiones mitológicas, poblada apenas por una esposa, dos hijos y su rutinario trabajo de oficina.

Pepe García ha proyectado una obra destinada a no ver jamás la luz, ni siquiera a ser terminada. Sabe que no es un escritor, que carece de la técnica adecuada, que no tiene un tema trascendente y se tortura con ello en cada página de su cuaderno que cubre con el recuento de sus intrascendencias, de esas minucias diarias que juzga indignas de literatura. Escribir le duele y releer lo que escribió le duele más aún porque se juzga demasiado ignominioso como para semejante esfuerzo y cada vez que consigna algo en su cuaderno de borradores —tiene uno más, inmaculado y a la espera de la obra definitiva, decantada de todos sus apuntes— se arrepiente y se jura que no volverá a escribir, que romperá o quemará esos cuadernos en los que sólo consigna su vergüenza, su impotencia.

Así, en contarnos que no puede escribir un libro, confecciona una obra mágica, metaliteraria, metalingüística, en la que hace de lo imposible un monumento a la verdad universal que vive irremediable en la convivencia cotidiana de una familia. El libro vacío lleva paradójicamente dentro el cosmos, sus secretos y sus leyes revisitados desde la óptica de quien sólo atina a contar los escalones, reflexionar sobre los objetos viejos que se vuelven parte de la vida, de quien se asombra ante la sabiduría definitiva y natural de una esposa, de quien se sospecha tan pequeño que no podrá narrar sino la cargada suma de sus decepciones, de sus errores, sus preocupaciones, miedos, alegrías y penas personales.


Es una obra que encaja en algún punto con nuestras personalidades de gente común. En su lectura compartimos esa pequeñez irremediable que nos hace fuertes, nos damos cuenta de que si José García pudo escribir ese libro imponiéndose el freno a la pluma, las emociones, los tiempos y los temas, casi cualquiera no sólo podría, sino que estaría obligado a intentar su propia obra. Así que si estamos decididos, los mortales podemos escribir nuestra propia historia. Ya de inicio con un diario o un cuaderno de anotaciones simples en las que de cuando en cuando consigne hechos que considere trascendentes.


La verdad sea dicha nuestros libros comunes de gente común tendrían un solo propósito: confirmarnos quienes somos, dar cuenta de nuestra reflexión, dejar un testimonio del tiempo y el espacio que habitamos, retratar la perspectiva que tenemos de la gente con quien compartimos el viaje asombroso de la vida. Algo más, el tal libro nos dará también sorpresas y, si es bueno, podría incluso ser un trabajo de interés general.


En Cartas a un joven poeta, Rainer María Rilke escribe que la mera satisfacción de escribir es mayor que la de publicar un libro para captar el interés del público; es de hecho, el objetivo del arte. Si se atreve, una incursión en la aventura de escribir su propio libro podría bastar para darle sentido a su vida. Que alguna vez se publique, le guste a alguien, le dé fama o dinero, es cosa secundaria. Así pues escribir –como lo es leer— es lo importante.

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