sábado, 4 de julio de 2009

La vida en el envés

La niña vieja (II)

Por Saulo Tertius

La miro con calma, no sé a dónde me lleva su historia, mi ojo humano mira con atención su frente ornada de un fino sudor, la palidez de su blanco rostro. Mi ojo ciego percibe lo que ella vio entonces, aún no controlo esas facultades, me arrastra consigo como si pisara yo aquel pastizal a cuyo fondo se mira un bosque oscuro lleno de senderos que se antojan laberínticos y luengos, como hechos al propósito para matar toda orientación, toda certeza y toda esperanza.

La niña vieja no lo es tanto. El observador común dría que frisa apenas la década y media de vida, pero a estas alturas ha visto dos o tres ciclos solares más. Mira su café con asombro mientras se enfría y ella va de una palabra a la siguiente: — Cruzamos por aquella puerta, la opción era muy clara: entre la lluvia espantosa de nuestro jardín y el campo soleado que teníamos enfrente, elegimos el último.

La sigo mirando con azoro, la niña que es perfila una mujer sorprendente en un futuro muy cercano, no en balde algunos britano-hondureños de allende la frontera la miran y se hacen señas con esas manazas negras que corresponden a sus descomunales cuerpos mientras hablan en su anglo criollo. Ella no los mira, creo que tampoco mí, su vista está vuelta hacia el recuerdo y observa lo mismo que veo con mi ojo ciego: el campo soleado pasado el mediodía, la roca con la rara puerta abierta mientras su lebrel los vigila, soy un fantasma gris que observa la escena sin poder de arte o parte en ella.

Finalmente un gozque, el animal corre en medio de los dos hacia el bosque y los niños —ella lo es más en la visión— se lanzan veloces tras él, marcho tras ellos. Tras de mí la puerta se observa todavía, extraña por su presencia en la piedra desnuda, extraña por la casa que a través suyo se ve.

El perro no está por ninguna parte y viene la noche. No saben cuantas veces han virado a la izquierda o derecha, cuántas veces atravesaron un claro. Ya no se escuchan ladridos y el sol penetra con oblicua timidez entre los grandes troncos. Perdidos se mueven a medida que el calor del día se marcha, corren buscando las rocas, tratan de alcanzar la orilla del bosque, nocturnos murmullos se encienden poco a poco y les ciegan los oídos en los que persiste el martilleo de sus asustados corazones.

Han salido a un claro y un camino se mira ante ellos. Seguro es el suyo. Al fondo se observa un conjunto de rocas. Debe estar ahí la puerta, caminan ya sin prisas, la han encontrado y el temor se disipa, la única pesadumbre es haber perdido su perro, pero se prometen regresar a buscarlo. Un rugido se escucha a distancia en el bosque, aullidos responden, voces erizadas de susto surgen de la nada alrededor de ellos y claman: — ¡Ya! ¡ Corran! ¡Lobo Zacppai se acerca!

Inunda el terror los sus cuerpos y se lanzan en loca carrera buscando la puerta. No hay tal, en su lugar, una vulgar depresión en la piedra se burla de ellos y sus esperanzas. Se detienen y corren rodeando el roquedal por si la puerta se esconde en otro sitio. Las voces les urgen, les piden que corran sin detenerse.

Más lejos, el bosque, un lago pequeño, la isla en el centro. Hay que llegar hasta allá, les aconsejan las voces. “¡Lobo Zacppai teme a las aguas!”

Doménica y Enzo se alejan. Me detengo para ver quién es ese Lobo Zacppai y pasa como un rayo junto a mí. Es una negrura de olor nauseabundo, garras que arrancan la tierra y el pasto con cada zarpada. No puede alcanzarlos, los niños bracean desesperados hacia la isla del lago. Cuando han llegado, dolores aparte se alejan del agua y lo miran horrorizados.

La negrura bufa y aúlla moviéndose en círculos. Busca salientes de la isla que le permitan saltar, piedras en qué brincar, busca maderos para navegar. No puede mojarse, mete una pata y la saca asustado, prueba a saltar y se hunde en las ondas, aúlla angustiado y sale a la orilla. Quizá el miedo ceda una noche de estas. Hoy no.

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