martes, 17 de febrero de 2009

La vida en el envès


Solitariedad

Por Saulo Tertius
Ser un solitario en San Manatí parece inevitable si de fuera vienes, como muchos aquí. A los transterrados les basta abrir los ojos para recordarlo. Llegan buscando nuevos horizontes laborales o aferrándose a este país como la última oportunidad para librarse de una cadena de fracasos económicos que han ahuyentado al amor por puertas y ventanas. A veces vienen de avanzada, dispuestos a prosperar hasta la riqueza y mandar después por sus familias, pero la mayoría de ellos han sido engañados. Algunos llegan porque han sido reclutados bajo toda clase de promesas y consideraciones que más tarde se desvanecen como el humo.

Para entender esto debemos recordar que la República Maya es una confederación integrada por tres federaciones autonómicas, como se nombran oficialmente: Iuc’atán, al norte; Kam’peche al occidente y Montana Ross, en el litoral oriente, de cara al Mar de las Antillas. La capital del país es Meridia y San Manatí es capital de Montana Ross, cuyo poder de atracción se basa en sus dársenas y en la industria salvaje que llaman turismo alrededor de ellas.

Los voceros de Meridia y de San Manatí pintan a Montana Ross como el paraíso que es, como un territorio casi virgen en el que todo es posible. Los habitantes de sus otras federaciones y aún los de la vecina República Azteca, otras naciones mayas independientes y las colonias británicas, acuden engañados por el canto de sus sirenas. Jamás se habla nada de su lado oscuro: fuerte, omnipresente, inmanente a las cosas, a sus nativos, aunque no todos.

La soledad de los transterrados en San Manatí es una mercancía muy cotizada. Los flotantes que desean arraigarse son multitud y precisan de empleo, alimentación, vivienda y otros servicios que, debido a la pobreza con que arriban, les hacen presa fácil de terratenientes urbanos y ladrones, empoderados de todos los niveles gubernamentales y empeñeros, empresarios y traficantes, quienes les expolian lo poco que tienen y luego misericordiosos les prestan ayuda sometiéndolos a lo que no deja de parecer una nueva versión de las tiendas de raya de hacendados y encomenderos.

No se trata de un método consciente y organizado; sin embargo la maquinaria funciona tan bien que a diario hay oleadas de aspirantes a magnates que aparecen con sus maletas, sus tristezas y sus esperanzas en sus aeropuertos, sus centrales de autobuses y sus marcas fronterizas. La fantasía de la bonanza, la promesa de fortunas por venir y la abundancia natural de todo cuanto pueda desearse son la miel que atrapa y enfanga.

A veces yo los reconozco primero que Cihuanicté, no hace falta ser una bruja del clan de los manglares para hacerlo. Basta mirarlos ir y venir con esa mirada de asombro ante las costumbres de esta gente bárbara, verlos con ese andar un tanto errático como de cánido sin amo cuando pasan fuera de nuestras mesa en el woq’s, o mientras caminamos por el borde del mundo frente a la callada bahía en donde se adivina la presencia de los cerditos acuáticos que le dan nombre a la ciudad.

A veces Cihuanicté señala uno de esos transterrados y me dice: — Es maya, viene de los departamentos del sur de la República Azteca. Hoy ha bajado desorientado de su hamaca porque ha tenido sueños de mal presagio, cree que morirá pronto sin haber logrado nada a favor de sus siete hijos y su mujer, que le esperan en Comitán. Ha hecho apenas una comida diaria desde que llegó hace tres meses y hace una semana que despierta con la boca amarga y seca. Justo anoche estaba asfixiándose con su propia saliva, que se ha vuelto espesa.

Le digo que pare, que mejor le ayude de algún modo y dice que como yo, tiene prohibido meter su magia en los asuntos de los humanos. Miro al hombre enjuto con el rostro extrañado con la barba de días llena de canas prematuras, los pómulos salientes y su bolsa con una hogaza, unas rebanadas de carne curada, un sobre de café instantáneo y una lata de chiles encurtidos camino de su cuarto para prepararse la primera, única comida del día.

— Su esfuerzo será premiado cuando llegue el momento. Me atrevo a augurar. Cihuanicté me mira y dice que no poseo tal visión y que si ella no habla del futuro de aquel hombre fue porque me consternaría más. Me mira un tanto molesta y dice: — No. Aceptará cargar la culpa por un crimen que un empoderado cometió a cambio de dinero para mandar a su familia, trabajo dentro de la cárcel y las tres comidas diarias. Y sin haber gustado sangre o violencia será llamado asesino, violador y después será olvidado.

Pienso en ese hombre que no sabe lo que se avecina, que dejará libre un cuarto y una hamaca para otro que vendrá — Y que se suicidará con ella a los cinco meses de trabajar como albañil, jardinero y vendedor ambulante. Advierte Cihuanicté. Continúa — Ahora mismo en el autobús dos hombres llegan: uno cuenta que un vecino de un amigo de su hermano conoció a un lustrador de calzado que se ha convertido en un gran industrial del ramo; el otro le refiere la historia de un taquero de su pueblo se volvió dueño de muchos restaurantes y en el aeropuerto recoge sus maletas uno que presume haber sido contratado con alto sueldo, vivienda, promesa de un segundo trabajo para completar sus ingresos y seguro médico además de otros privilegios que no dice para evitar parecer presuntuoso; todos han sido engañados.

Le digo que basta, que mejor hablemos de otra cosa.

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