miércoles, 4 de febrero de 2009

La vida en el envés

La antillana posma

Por Saulo Tertius

San Manatí, cuna de próceres silentes, ínclitas inteligencias y audacias soberanas, centro del universo, es una aldea urbana sobre cuya ánima los viajeros han expresado múltiples pareceres a cada cual más ensombrecido que asombrado y más cenagoso que sólito. No obstante, quienes la conocen bien y han en ella construido sólidas familias de generaciones incontables ya, desdeñan ante el público las opiniones de los sabios viajantes y las tildan de habladurías malintencionadas.

En lo secreto de sus casas sin embargo, todos reconocen por otro lado que la rumorología sobre la ciudad aldeana no debe desdeñarse por las muchas y muy antiguas exactitudes sobre las que está fundada; saben lo necesario que es desmentir todos los rumores propagando por el mundo un retrato tipo Jauja que les permita usufructuar sus litorales, estrujar sus selvas, apurar sus maderas, desecar sus ríos subterráneos y presumir los vestigios de cuando sí hubo civilización mediante una rara costumbre depredadora que llaman turismo, que trata de viajantes efímeros, devoradores y contaminantes que se marchan casi de inmediato.

Cihuanicté, la bruja sanmanatiana y yo, no somos visitantes de ocasión, ni migrantes en busca de la Heliópolis; somos viajeros profesionales, igual que Holly Golightly, y escudriñamos los recovecos de los universos conocidos, horadamos las culturas, bebemos y yantamos de sus artes y sus modas e informamos a otros viajeros y sus hermandades.

Ambos estamos hoy en nuestra mesa al fondo de El Zaguán, desde donde ya no se mira la bahía porque majaderos castores han invadido el litoral con sus máquinas de levantar departamentos señoriales que avinagrarán más, si se puede, sus aguas con las privilegiadas heces de los príncipes adinerados e histéricas princesas que puedan comprarlos.

Cihuanicté me cuenta que es una de las más antiguas residentes de San Manatí; de hecho las brujas del Clan de los Manglares habitaban el lugar desde siglos antes que los primeros pobladores puramente humanos llegaran con sus maneras bastas y sus bártulos vulgares a desmontar la selva, a vivir sin trabajar de la madera y fundar sus casitas para proveer toda clase de vicios y servicios a los guardianes militares de la marca fronteriza.

Viene a cuento porque me quejaba yo con ella de lo impasibles y sórdidos que suelen ser los sanmanatienses y el hecho de que suelen tomar su holganza como el modo ideal de vida y hacia la cual manifiestan profunda jactancia diciendo que ni modo, que así es el modo caribeño, pero bien sabemos que en otras antillas continentales y/o insulares tal posma es siquiera impensable.

Me dice que no vale la pena cronicar un pueblo así. Yo tengo mis dudas. Debemos verlo y cronicarlo todo, estoy seguro que en muchas latitudes, lo que aquí contamos es pura ficción pese a su verdad, más aún, esa verdad puede no serlo en otros mundos. Por ejemplo, en un par de mundos cercenaron mi crónica de Dáidalos porque les pareció de mal gusto que revelase en ella su anécdota de cuando luchó cierta madrugada extraña con un habitante del desierto llamado Jacob, quien creyéndolo empecinadamente un ángel, demandó con violencia su bendición y le hirió una pierna en la refriega, hasta mostró su cicatriz.

Cihuanicté reflexiona mientras bebe ese perfumado té suyo. Para reforzar mis argumentos y debilitar sus intenciones de vencerme en el debate como hace siempre, señalo fuera de los ventanales hacia las calles de la caliginosa y amodorrada San Manatí de media tarde y le expongo como muestra irrefutable el extraño caso del sedicente Doctor Ugalde y el señor Brunapeña, dos rostros del mismo monstruo que a diferencia de Jano, el viejo dios latino de la doble cara no miran hacia el pasado y el futuro, sino que embrollan el presente y envenenan a los sirvientes de sus bastas — que no vastas— posesiones con palabras que convidan próvidos bastimentos, utopías y harturas, expoliándoles después por gravámenes insólitos, tanto así que el viejo Bob Stevenson, aquél inglés que fue adoptado por los castañitos del Caribe de la Británica Honduras, les hizo una caricatura verbal cuando volvió a su mundo.

Me mira desalentada y dice que hasta para mí, sacar a cuento semejante historia es demasiado bajo y estoy de acuerdo con ella, ni aún fuera de San Manatí se ha visto nunca nada tan ruin como Ugalde y Brunapeña, el torcido Jekyll y el rutilante Hyde. Nos miramos desalentados y afuera San Manatí transcurre indolente, pese al hormigueo de sus ajenos y extranjeros, de sus residentes contratados para las labores que ellos no quieren o no pueden hacer, continúa con ese ritmo enfermizo suyo que le viene de la bahía casi desierta.

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