La mano azul
Por Juan Pablo Picazo
La niña duerme. Aún puede llamársela
bebé, aunque dentro de poco dejará esa edad. Cuando sus padres o sus
tíos la miran tendida en su cuna tibia y protectora, no pueden menos que
admirar y envidiarle la profundidad del sueño, el ritmo impoluto de su
respiración, las tiernas poses que adopta en medio del descanso.
Nadie sin embargo conoce las angustias de
la pequeña. A veces abre los ojos en medio de la acuosa oscuridad y los
objetos, tan firmes y verdaderos durante el día, bailotean al ritmo de
la respiración del mundo, que parece ser algo así como un añejo animal
al que todos parasitamos irremediablemente.
Claro, ella no puede contarlo. No ahora.
Ni siquiera puede llamar cosas a los objetos que la rodean, sólo sabe
que están ahí y le dan seguridad, como esa parte suya que le trae la
leche cuando llora de una manera muy específica. No, aún no puede contar
nada sobre el tormento que padece casi cada noche. Un día será
necesaria la acción de uno de esos magos de la Orden de San Segismundo
de Viena para que excave en lo profundo de su mente, acaso entonces
pueda desprenderse de los terrores que la aquejan. O quizá no, porque
esos magos curan con palabras y la niña aún no las conoce, no sabe lo
qué son, ni el poder que tienen.
Otras noches sus padres se marchan luego
de abandonarla en la casa de la señora que a veces la cuida, se trata de
un lugar sucio y maloliente, donde nadie le hace caso mientras todos
esos seres relucientes con ojos fijos que habitan la vitrina, la miran y
se arrojan al suelo para romperse y que luego le peguen culpándola del
hecho. A veces logra salvarse de la paliza con un afilado grito, que
bien usado, puede romper ese mundo y llevarla de nuevo al otro, donde
alguien siempre acude y la abraza para reconfortarla.
Pero nada se compara con la mano azul. Es
monstruosa, casi tan grande como ella misma. La presiente, sabe que
vendrá cuando apagan la luz y sólo queda ese brillo fantasmal que da la
pequeña lámpara de la pared. Finalmente la tranquiliza que a lo lejos
aunque amortiguadas, las voces de sus padres se escuchan con ese modo
tan raro de hablar que nadie entiende, la voz de ella es fuerte y
rápida; la de él, azucarada y suave, lenta como leche caliente en la garganta.
Entonces al fin se queda dormida, y lo
sabe porque se sueña a sí misma dormida y escucha cómo debajo de ella
esa enorme mano de color añil repta buscando treparse a la cuna, siempre
le cuesta trabajo, y le aterra no poder aprovechar ese eterno tiempo
que tarda en subir para prevenirse del ataque.
Otras veces la mano azul cae desde la
lámpara apagada que cuelga en el techo. Tan pronto como el foco se
enfría la mano asoma sus dedos, se acomoda, y se deja caer libremente
sobre la cuna. O bien, se acerca desde la pared contra la que está
apoyada su cabecera. No importa que su cuna esté separada de la pared
unos centímetros para alejarla de posibles arácnidos letales, la mano
tiene dedos ágiles y largos, y siempre acaba por dar con ella.
Sin obstar desde dónde ataque, el
resultado siempre es el mismo: primero recorre con particular
detenimiento los barrotes, el tul que la defiende de los moscos, se
descuelga por el móvil de abejitas que tanto ama y entonces salta sobre
su cuerpo. Aterriza con tanta ligereza que es imposible adivinarla ya a
punto de atacar. Luego hace su fechoría: la atenaza de cosquillas hasta
que se ahoga de risa.
Por eso a la niña no le gusta que le
hagan cosquillas, le son intolerables. Si alguien lo intenta frunce el
ceño y tira manotazos desesperados, furiosos. Lo mismo hace en el sueño
pero la mano es habilísima, la esquiva y con el índice tira profundas
estocadas en sus costillas, rasca detrás de sus orejas, se introduce en
sus axilas, haciéndola estallar de risa. No, no puede detenerla, va a
morir.
Cuando ya se siente perdida, la mano se
retira para dejarla respirar, pero es una estratagema antes de atacarla
nuevamente, otras, la voz de mamá la saca de ese mundo terrible de la
mano azul preguntándose qué sueña la bebé que así ríe dormida y quizá es
un sueño feliz, entonces llora de ira no por haber sido despertada,
sino porque nadie la salvara desde antes.
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