sábado, 23 de marzo de 2013

Onirosofía

Hospital para graduados

Por Juan Pablo Picazo

Nada hay como mirar la realidad con cierta reserva para notar que tiene fisuras por las que se deslizan detalles que nos permiten cuestionar si el mundo es real o lo vamos modificando más con nuestro pensamiento que con nuestras acciones. Traigo esto a cuento porque el otro día que el reloj marcaba 27 de enero y 35 minutos, justo el cielo oscilaba tenuemente del azul acostumbrado al amarillo submarino.

Por ejemplo, el viernes terminaba de impartir mis clases cuando me fue instruido que tomase una de las motocicletas del segundo desván y acudiera a la graduación programada para ese día en el hospital antiguo camino a Suht, que está junto a la biblioteca de Icamole. Así que seguí las instrucciones y me encaminé al citado edificio a toda velocidad, pese al vértigo perpetuo que padezco en tales casos.

Al llegar, vi a los alumnos listos, relucientes y colgados en sus ganchos junto a una montaña de togas y birretes a la espera de iniciar la ceremonia. Me encaminé a los servicios, tarea que olvidé al encontrarme a la abuela, fallecida ya varios años atrás, muy ocupada en un armario de jarciería con un grupo de pequeñas y muy ruidosas ánimas del purgatorio a quienes impartía clase de ganchillo artístico, cocina etérea y otras afines a su estado.

Conversamos largo rato sobre los problemas en las muchas versiones del más allá, todas como siempre tratando de imponerse, sobre los delirios de poder de los políticos, sobre las nuevas galletas de queso de luna, y toda clase de diarias supercherías.

Los graduados en ciernes seguían colgados, la voz de la abuela resonaba en su salón, enfermeras, médicos, personal administrativo del hospital iba y venía en sus quehaceres, todo era muy aburrido de tan cotidiano, hasta que dos enfermeras en bata de dormir y un médico rastafari pasaron junto a mí y me arrastraron a la ambulancia en plan de camillero.

La ambulancia era una caseta de vigilancia montada en una glorieta triangular adosada a la construcción del hospital. Cuando comenzaba a mofarme para preguntarles cómo rayos iba a moverse eso, el suelo se despegó del suelo, empezó a vibrar y sólo alcancé a escuchar una parte de la advertencia: -¡Agárrate de algo! Luego comenzó a deslizarse vertiginosamente y el paisaje urbano se volvió un borrón.

En cada vuelta o cambio de dirección, estaba a punto de salir disparado, lo que no ocurría porque en el último momento me agarré de un barandal crecido a la orilla de la guarnición roja. El médico conducía tranquilamente con su celular, una enfermera iba sentada en una mecedora y la otra tomaba el sol en la banqueta móvil.

Finalmente llegamos con estrépito. Subieron una escalera de un solo tramo, infinita y sin descansos mientras me encargaban cuidar la entrada y mantener separadas las puertas para pasar raudos con la camilla. Ahí esperaba cuando me encontré una centauresa que esperaba turno en una clínica de hiperembellecimiento, y conversamos sobre el mal tiempo, las enfermedades que tenían algunos edificios de la ciudad, los impensables partidos políticos que habían ganado la elección en el sexto mundo de Karagh 10 y otros temas igual de irrelevantes que te permiten pasar el rato.

Antes de que lo notara siquiera, una brisa pasó junto a mí y en ella iban envueltos mis compañeros de la ambulancia, los dejé pasar, cerré la puerta mientras me despedía de la centauresa con un leve movimiento de cabeza. Estaba a punto de subir a la enérgica y extraña ambulancia cuando se esfumó bajo mis pies perdiéndose para siempre.

Sólo cuando recapacité en que con ella me perdía la graduación, y el transporte para regresar a la universidad, comencé a preocuparme. Así que me volví para pedir a la centauresa que me ayudara a regresar, pero la puerta del edificio al que habíamos entrado ya no estaba. Parecía como si no hubiera existido nunca, ahora tendría que caminar bajo la luz espesa que escurre por la calle a esa hora de la tarde.

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