lunes, 11 de febrero de 2013

Ornitorrinco 02



De la humilde soberbia

Juan Pablo Picazo

Reza un refrán muy difundido que alabanza en boca propia es vituperio, y en México eso es una verdad social casi inamovible. Tan lo es, que reconocer los propios talentos en voz alta se considera un atentado contra el buen gusto y la moral o algo parecido. Más aún, además de callarse sus dones, cualquiera debe esperar a que sus contemporáneos ciegos algún día le reconozcan para que pueda entonces aceptar elogios oficialmente, al menos eso suele pasar en las profesiones artísticas.

Lo anterior suele lograrse de preferencia mediante la vida académica, lo que casi podríamos decir de jure, o en el ejercicio libre de la propia habilidad y a través del desarrollo de una obra sólida, lo que casi podríamos llamar de facto. Como sea, en el país del águila que devora la serpiente se reparten siempre con mayor generosidad las negativas y los adjetivos calificativos adversos que las oportunidades desprejuiciadas y los estímulos para el desarrollo profesional.

August Strindberg, novelista, dramaturgo y misántropo sueco, escribió alguna vez que las personas se subestiman con frecuencia aun si tienen la fama de llevar el pecado de la soberbia en sus blasones. Coincido en la verdad de su afirmación, lo que agrava el fenómeno antes expuesto porque entonces esa industria o subcultura de la de los masivos subestimados engendra monstruos más lóbregos que los de la razón: los genios inapelables que se observan en cafés, pasillos oficiales y academias paseando su jactancia sobre todo si alegan tener una nueva visión.

Tales monstruos — porque lo son, sobre todo cuando no tienen un talento verdadero— van y vienen por el mundo en el acto de esgrimir sus opiniones como un alfanje sediento de gargantas, y el vulgo les escucha, aunque no por admiración, no vaya a ser, sino porque parecen tan necesitados de escucha, que nadie puede menos que compadecer su impúdica autocomplacencia cuando manotean cejijuntos; cuando reducen a sus interlocutores al balbuceo hablando demasiado alto y cuando ostentan su máscara de intelectuales dando cátedra sapiente a otros de su paupérrima raigambre para que los sigan.

Los he visto, no me gustan nada. Saben siempre más de astronomía que un bendito carnicero y más de cortes finos que un astrónomo, por lo que siempre pasan por sabios y entendidos en casi todas las materias; por ejemplo, prohíben la sola mención de aquellos personajes a quienes no admiten en su panteón particular y dan por buenos a quienes se enganchan en su red de corifeos y les compran fascinados una obra que no siempre trasciende.

Son desde luego un subproducto de lo que Harold Bloom llamó la Edad Caótica. Bajo esta luz, podemos decir que el siglo XX dio inicio a un interregno que se extiende al menos a más de una década del siguiente. Un espasmo de los tiempos sin timón y sin destino que, toda proporción guardada, tiene semejanza con el suscitado a la caída del Imperio Romano y en el que se movieron los primeros autores de la llamada Edad Media, como Boecio y San Agustín de Hipona por sólo citar algunos.

Así, estos apócrifos iluminados actúan su propia representación, ejecutan el rol de sí mismos y no siempre como buenos actores, porque muy a menudo como escritores, políticos, activistas y demás tampoco resultan creíbles; acompañan sus pronunciamientos con las fanfarrias de su teatralidad, y la reinvención constante del personaje que desean ser. Se sirven casi siempre de mafias y congregaciones de toda clase que imperan en los reinos literarios y las repúblicas de letras de nuestros días o las crean mientras dictan cánones, reparten hornacinas, asignan dietas y formulan las estéticas políticamente correctas según la fecha, hora y lugar en que su trono descansa. Y cuando son llamados al fin intelectuales, emiten el mugido de la victoria que les convierte en las inapelables vacas sagradas.

Como sea, son un buen espectáculo; entre más estatus logran —porque su habla trastabilla mucho más que sus malos pasos—, su pobre comprensión del mundo explota eficiente la materna mirada de las masas que muy pronto les entronizan, les colocan en los candelabros de la moda, les explotan a su vez, y luego los arrojan al baúl de los recuerdos, de donde saldrán como curiosidades onomásticas durante algunos años hasta desaparecer un día. 

Como decía cierto pugilista que también garabateaba novelas y aconsejaba políticos de la vieja guardia, “la inmortalidad dura cuando mucho ochenta años” y también “no hay nada más viejo que un periódico de ayer.” Esperemos que en su caso como en los de sus imitadores así sea mientras recordamos la obra que vale ¿por cierto cómo se llamaba?

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