De la humilde
soberbia
Juan Pablo
Picazo
Reza un refrán
muy difundido que alabanza en boca propia es vituperio, y en México eso es una
verdad social casi inamovible. Tan lo es, que reconocer los propios talentos en
voz alta se considera un atentado contra el buen gusto y la moral o algo
parecido. Más aún, además de callarse sus dones, cualquiera debe esperar a que
sus contemporáneos ciegos algún día le reconozcan para que pueda entonces
aceptar elogios oficialmente, al menos eso suele pasar en las profesiones artísticas.
Lo anterior
suele lograrse de preferencia mediante la vida académica, lo que casi podríamos
decir de jure, o en el ejercicio
libre de la propia habilidad y a través del desarrollo de una obra sólida, lo
que casi podríamos llamar de facto. Como
sea, en el país del águila que devora la serpiente se reparten siempre con
mayor generosidad las negativas y los adjetivos calificativos adversos que las
oportunidades desprejuiciadas y los estímulos para el desarrollo profesional.
August Strindberg,
novelista, dramaturgo y misántropo sueco, escribió alguna vez que las personas se
subestiman con frecuencia aun si tienen la fama de llevar el pecado de la soberbia
en sus blasones. Coincido en la verdad de su afirmación, lo que agrava
el fenómeno antes expuesto porque entonces esa industria o subcultura de la de
los masivos subestimados engendra monstruos más lóbregos que los de la razón:
los genios inapelables que se observan en cafés, pasillos oficiales y academias
paseando su jactancia sobre todo si alegan tener una nueva visión.
Tales monstruos
— porque lo son, sobre todo cuando no tienen un talento verdadero— van y vienen
por el mundo en el acto de esgrimir sus opiniones como un alfanje sediento de
gargantas, y el vulgo les escucha, aunque no por admiración, no vaya a ser,
sino porque parecen tan necesitados de escucha, que nadie puede menos que
compadecer su impúdica autocomplacencia cuando manotean cejijuntos; cuando
reducen a sus interlocutores al balbuceo hablando demasiado alto y cuando
ostentan su máscara de intelectuales dando cátedra sapiente a otros de su
paupérrima raigambre para que los sigan.
Los he visto, no
me gustan nada. Saben siempre más de astronomía que un bendito carnicero y más
de cortes finos que un astrónomo, por lo que siempre pasan por sabios y
entendidos en casi todas las materias; por ejemplo, prohíben la sola mención de
aquellos personajes a quienes no admiten en su panteón particular y dan por
buenos a quienes se enganchan en su red de corifeos y les compran fascinados una
obra que no siempre trasciende.
Son desde luego
un subproducto de lo que Harold Bloom llamó la Edad Caótica. Bajo esta luz,
podemos decir que el siglo XX dio inicio a un interregno que se extiende al menos a más de una década del siguiente. Un espasmo de los
tiempos sin timón y sin destino que, toda proporción guardada, tiene semejanza
con el suscitado a la caída del Imperio Romano y en el que se movieron los
primeros autores de la llamada Edad Media, como Boecio y San Agustín de Hipona
por sólo citar algunos.
Así, estos apócrifos
iluminados actúan su propia representación, ejecutan el rol de sí mismos y no
siempre como buenos actores, porque muy a menudo como escritores, políticos,
activistas y demás tampoco resultan creíbles; acompañan sus pronunciamientos
con las fanfarrias de su teatralidad, y la reinvención constante del personaje
que desean ser. Se sirven casi siempre de mafias y congregaciones de toda clase
que imperan en los reinos literarios y las repúblicas de letras de nuestros
días o las crean mientras dictan cánones, reparten hornacinas, asignan dietas y
formulan las estéticas políticamente correctas según la fecha, hora y lugar en
que su trono descansa. Y cuando son llamados al fin intelectuales, emiten el
mugido de la victoria que les convierte en las inapelables vacas sagradas.
Como decía cierto pugilista que también garabateaba novelas y aconsejaba políticos de la vieja guardia, “la inmortalidad dura cuando mucho ochenta años” y también “no hay nada más viejo que un periódico de ayer.” Esperemos que en su caso como en los de sus imitadores así sea mientras recordamos la obra que vale ¿por cierto cómo se llamaba?
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