martes, 12 de febrero de 2013

Onirosofía

La mano azul


Por Juan Pablo Picazo

La niña duerme. Aún puede llamársela bebé, aunque dentro de poco dejará esa edad. Cuando sus padres o sus tíos la miran tendida en su cuna tibia y protectora, no pueden menos que admirar y envidiarle la profundidad del sueño, el ritmo impoluto de su respiración, las tiernas poses que adopta en medio del descanso.

Nadie sin embargo conoce las angustias de la pequeña. A veces abre los ojos en medio de la acuosa oscuridad y los objetos, tan firmes y verdaderos durante el día, bailotean al ritmo de la respiración del mundo, que parece ser algo así como un añejo animal al que todos parasitamos irremediablemente.

Claro, ella no puede contarlo. No ahora. Ni siquiera puede llamar cosas a los objetos que la rodean, sólo sabe que están ahí y le dan seguridad, como esa parte suya que le trae la leche cuando llora de una manera muy específica. No, aún no puede contar nada sobre el tormento que padece casi cada noche. Un día será necesaria la acción de uno de esos magos de la Orden de San Segismundo de Viena para que excave en lo profundo de su mente, acaso entonces pueda desprenderse de los terrores que la aquejan. O quizá no, porque esos magos curan con palabras y la niña aún no las conoce, no sabe lo qué son, ni el poder que tienen.

Otras noches sus padres se marchan luego de abandonarla en la casa de la señora que a veces la cuida, se trata de un lugar sucio y maloliente, donde nadie le hace caso mientras todos esos seres relucientes con ojos fijos que habitan la vitrina, la miran y se arrojan al suelo para romperse y que luego le peguen culpándola del hecho. A veces logra salvarse de la paliza con un afilado grito, que bien usado, puede romper ese mundo y llevarla de nuevo al otro, donde alguien siempre acude y la abraza para reconfortarla.

Pero nada se compara con la mano azul. Es monstruosa, casi tan grande como ella misma. La presiente, sabe que vendrá cuando apagan la luz y sólo queda ese brillo fantasmal que da la pequeña lámpara de la pared. Finalmente la tranquiliza que a lo lejos aunque amortiguadas, las voces de sus padres se escuchan con ese modo tan raro de hablar que nadie entiende, la voz de ella es fuerte y rápida; la de él, azucarada y suave, lenta como leche caliente en la garganta.

Entonces al fin se queda dormida, y lo sabe porque se sueña a sí misma dormida y escucha cómo debajo de ella esa enorme mano de color añil repta buscando treparse a la cuna, siempre le cuesta trabajo, y le aterra no poder aprovechar ese eterno tiempo que tarda en subir para prevenirse del ataque.

Otras veces la mano azul cae desde la lámpara apagada que cuelga en el techo. Tan pronto como el foco se enfría la mano asoma sus dedos, se acomoda, y se deja caer libremente sobre la cuna. O bien, se acerca desde la pared contra la que está apoyada su cabecera. No importa que su cuna esté separada de la pared unos centímetros para alejarla de posibles arácnidos letales, la mano tiene dedos ágiles y largos, y siempre acaba por dar con ella.

Sin obstar desde dónde ataque, el resultado siempre es el mismo: primero recorre con particular detenimiento los barrotes, el tul que la defiende de los moscos, se descuelga por el móvil de abejitas que tanto ama y entonces salta sobre su cuerpo. Aterriza con tanta ligereza que es imposible adivinarla ya a punto de atacar. Luego hace su fechoría: la atenaza de cosquillas hasta que se ahoga de risa.

Por eso a la niña no le gusta que le hagan cosquillas, le son intolerables. Si alguien lo intenta frunce el ceño y tira manotazos desesperados, furiosos. Lo mismo hace en el sueño pero la mano es habilísima, la esquiva y con el índice tira profundas estocadas en sus costillas, rasca detrás de sus orejas, se introduce en sus axilas, haciéndola estallar de risa. No, no puede detenerla, va a morir.

Cuando ya se siente perdida, la mano se retira para dejarla respirar, pero es una estratagema antes de atacarla nuevamente, otras, la voz de mamá la saca de ese mundo terrible de la mano azul preguntándose qué sueña la bebé que así ríe dormida y quizá es un sueño feliz, entonces llora de ira no por haber sido despertada, sino porque nadie la salvara desde antes.

lunes, 11 de febrero de 2013

Ornitorrinco 02



De la humilde soberbia

Juan Pablo Picazo

Reza un refrán muy difundido que alabanza en boca propia es vituperio, y en México eso es una verdad social casi inamovible. Tan lo es, que reconocer los propios talentos en voz alta se considera un atentado contra el buen gusto y la moral o algo parecido. Más aún, además de callarse sus dones, cualquiera debe esperar a que sus contemporáneos ciegos algún día le reconozcan para que pueda entonces aceptar elogios oficialmente, al menos eso suele pasar en las profesiones artísticas.

Lo anterior suele lograrse de preferencia mediante la vida académica, lo que casi podríamos decir de jure, o en el ejercicio libre de la propia habilidad y a través del desarrollo de una obra sólida, lo que casi podríamos llamar de facto. Como sea, en el país del águila que devora la serpiente se reparten siempre con mayor generosidad las negativas y los adjetivos calificativos adversos que las oportunidades desprejuiciadas y los estímulos para el desarrollo profesional.

August Strindberg, novelista, dramaturgo y misántropo sueco, escribió alguna vez que las personas se subestiman con frecuencia aun si tienen la fama de llevar el pecado de la soberbia en sus blasones. Coincido en la verdad de su afirmación, lo que agrava el fenómeno antes expuesto porque entonces esa industria o subcultura de la de los masivos subestimados engendra monstruos más lóbregos que los de la razón: los genios inapelables que se observan en cafés, pasillos oficiales y academias paseando su jactancia sobre todo si alegan tener una nueva visión.

Tales monstruos — porque lo son, sobre todo cuando no tienen un talento verdadero— van y vienen por el mundo en el acto de esgrimir sus opiniones como un alfanje sediento de gargantas, y el vulgo les escucha, aunque no por admiración, no vaya a ser, sino porque parecen tan necesitados de escucha, que nadie puede menos que compadecer su impúdica autocomplacencia cuando manotean cejijuntos; cuando reducen a sus interlocutores al balbuceo hablando demasiado alto y cuando ostentan su máscara de intelectuales dando cátedra sapiente a otros de su paupérrima raigambre para que los sigan.

Los he visto, no me gustan nada. Saben siempre más de astronomía que un bendito carnicero y más de cortes finos que un astrónomo, por lo que siempre pasan por sabios y entendidos en casi todas las materias; por ejemplo, prohíben la sola mención de aquellos personajes a quienes no admiten en su panteón particular y dan por buenos a quienes se enganchan en su red de corifeos y les compran fascinados una obra que no siempre trasciende.

Son desde luego un subproducto de lo que Harold Bloom llamó la Edad Caótica. Bajo esta luz, podemos decir que el siglo XX dio inicio a un interregno que se extiende al menos a más de una década del siguiente. Un espasmo de los tiempos sin timón y sin destino que, toda proporción guardada, tiene semejanza con el suscitado a la caída del Imperio Romano y en el que se movieron los primeros autores de la llamada Edad Media, como Boecio y San Agustín de Hipona por sólo citar algunos.

Así, estos apócrifos iluminados actúan su propia representación, ejecutan el rol de sí mismos y no siempre como buenos actores, porque muy a menudo como escritores, políticos, activistas y demás tampoco resultan creíbles; acompañan sus pronunciamientos con las fanfarrias de su teatralidad, y la reinvención constante del personaje que desean ser. Se sirven casi siempre de mafias y congregaciones de toda clase que imperan en los reinos literarios y las repúblicas de letras de nuestros días o las crean mientras dictan cánones, reparten hornacinas, asignan dietas y formulan las estéticas políticamente correctas según la fecha, hora y lugar en que su trono descansa. Y cuando son llamados al fin intelectuales, emiten el mugido de la victoria que les convierte en las inapelables vacas sagradas.

Como sea, son un buen espectáculo; entre más estatus logran —porque su habla trastabilla mucho más que sus malos pasos—, su pobre comprensión del mundo explota eficiente la materna mirada de las masas que muy pronto les entronizan, les colocan en los candelabros de la moda, les explotan a su vez, y luego los arrojan al baúl de los recuerdos, de donde saldrán como curiosidades onomásticas durante algunos años hasta desaparecer un día. 

Como decía cierto pugilista que también garabateaba novelas y aconsejaba políticos de la vieja guardia, “la inmortalidad dura cuando mucho ochenta años” y también “no hay nada más viejo que un periódico de ayer.” Esperemos que en su caso como en los de sus imitadores así sea mientras recordamos la obra que vale ¿por cierto cómo se llamaba?